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La marea roja

Gilberto Serna

A los delincuentes les corresponde, es ese su malvado papel, romper el orden legal cometiendo las tropelías que les aconseje su natural tendencia a lo criminal. No digo que hagan bien si no que el hacer la maldad es algo que se espera de quien se aparta de las normas de convivencia que rigen en una sociedad. No me sorprende, en el caso de los que se dedican al feo negocio del tráfico de estupefacientes, que con sin igual denuedo, están dedicados a exterminar a sus contrarios, acribillando con gran ferocidad a sus competidores, en ese sórdido mundo del hampa, dejando una estela de sangre y de dolor a lo largo y ancho del territorio nacional. La inmensa mayoría son jóvenes que aparecen ejecutados con huellas de tortura y el tiro de gracia en la nuca. Las fuerzas del orden han sido obviamente rebasadas por lo que es común que los autores de estos asesinatos permanezcan en la más intolerable de las impunidades. Los capos, que suelen refugiarse en el anonimato, reclutan jóvenes que se encuentran desamparados y sin rumbo en una sociedad que los ha abandonado a su suerte.

Este comentario tiene dos vertientes. Por un lado, señalar que las autoridades deben actuar de acuerdo con la normatividad que fija los límites de su quehacer, en defensa de los intereses comunitarios, y por el otro, reflexionar que los mexicanos nos hemos desentendido de las juventudes que caen en las redes del narcotráfico constituyendo generaciones perdidas a las que se les niegan condiciones de vida a las que tienen derecho. En efecto desde un tiempo atrás estamos viendo como los encargados de oficinas públicas, creadas para la persecución de los delincuentes, están dando palos de ciego sin saber cómo poner fin a las actividades de los cárteles de la droga que operan en nuestro país. Las últimas de las malhadadas ocurrencias han sido el uso de elementos de la tropa regular, que se advierte más como una medida con efectos publicitarios, dirigida a hacer creer a los sectores sociales que se está haciendo algo, que como un remedio efectivo dirigido a poner un alto al crimen organizado, pues bastaría con señalar que hay una prohibición expresa, Artículo 129 de la Constitución, para que los militares dejen los cuarteles en tiempos de paz y el cuestionarnos por ¿cuánto tiempo van a sustituir a las corporaciones policiacas?

Lo peor es que no se tiene una idea clara de cómo parar a los delincuentes, pues se siguen cometiendo desmanes. Lo más escandaloso es que los responsables de combatir el crimen, a pesar de sus evidentes fracasos e incapacidad para acabar con la marea roja que azota al país, siguen tan campantes en sus puestos como si a ellos no les afectara lo que acontece diariamente y no fuera su obligación terminar con estos sangrientos y alarmantes sucesos. Si no pueden con el paquete, que se ve a leguas que no, hace rato que deberían estar de patitas en la calle. Cuando el clamor social logra sacarlos de su modorra abren los ojos para a continuación volverlos a cerrar. Lo último que están haciendo desde sus lujosos despachos es una flagrante violación a las disposiciones constitucionales que prohíbe las penas inusitadas y trascendentales -Artículo 22 Constitucional-.

En efecto, en el reciente pasado casi se pidió, desde la dependencia federal, que los jueces deberían aplicar la Ley con manga ancha cuando se trata de procesar a miembros del crimen organizado. Se hizo con una total y absoluta falta de pudor poniéndose en el conocimiento de la opinión pública que estaban haciendo un llamado a la ilegalidad. Luego nos enteramos que están siendo detenidos varios miembros de la familia de Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera, quien se fugó de un reclusorio de máxima seguridad y se encuentra gozando de libertad, aunque perseguido por la Ley. En un Estado de Derecho bajo ningún pretexto debería la autoridad detener a parientes de un delincuente, que se hiciera sólo por el hecho de que se trate de integrantes de tal o cual clan familiar. La Ley y los encargados de aplicarla deben estar por encima de dudas y sospechas no importando que se trate de paliar el hecho de que no haya sido posible recapturar al prófugo. En fin, el criminal puede hacer lo que le venga en gana, en tanto la autoridad no, dado que está obligada a operar dentro del imperio de la Ley. Esas son las reglas del juego, no deben tergiversarse los quehaceres, so pena de provocar la confusión.

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