Una parte muy importante de esa educación que ha sido despreciada en las últimas décadas ya no sólo por la instrucción formal que aportan las escuelas, sino también por la actuación de los padres dentro del propio seno familiar, es la relativa a la formación de un auténtico espíritu cívico, fincado en un recio y profundo amor a la Patria, que no necesariamente tiene que confundirse con patriotismo, pero que implica también el desarrollo de una serie de virtudes en el ámbito de la preocupación personal por la vida social o de la comunidad en la que uno vive.
Tales virtudes se manifiestan por ejemplo en la urbanidad, la cortesía, el respeto a los bienes y a la misma persona del prójimo y el fomento de un clima de orden y armonía social.
Existen para la consideración de esas virtudes cívicas a inculcar en niños y jóvenes dos términos: Patria y Piedad a los cuales se les ha tergiversado su sentido lingüístico con riesgos graves en ámbitos externos al meramente semántico y que son sin embargo dos palabras básicas para conseguir el auténtico humanismo cívico.
La Patria ha sido definida románticamente como tierra de nuestros mayores; terruño que consideramos como lo más próximo a nuestra persona en virtud de que se convierte en ese el reducto denominado Nación donde se aglutinan aspectos espirituales como la comunidad de lengua, tradiciones, historia, religión, arte, etcétera, construyendo una unidad en la diversidad.
En ese sentido resulta necesario reivindicar esa palabra que en estos momentos no goza de una buena prensa, quizá por un sentido reduccionista que le han venido dando ciertos nacionalismos exacerbados.
La palabra Piedad es otro de esos términos que con el tiempo ha venido teniendo una significación distinta a lo que en realidad es.
La virtud de la Piedad implica por parte de la persona que cultiva ese hábito operativo bueno, el reconocimiento de que existen instancias superiores a ella, de quienes ha recibido invaluables e inmensos dones, apoyos, ayudas, favores o como queramos llamarles y que si quisiéramos restringir las relaciones a la simple justicia conmutativa, no habría manera de hacer recíprocos esos apoyos recibidos.
En segunda instancia y una vez hecho ese acto de humildad y sinceridad, la vivencia de esta virtud supone poner la máxima disposición personal, para hacer lo que sea posible en tratar de propugnar dicha reciprocidad, a sabiendas de que no podrá darse de manera cuantitativamente recíproca.
Por estas características es que puede decirse que la virtud de la Piedad debe desarrollarla la persona hacia sus padres, hacia la Patria y hacia Dios.
El auténtico patriotismo es el modo en el que se puede vivir la Piedad hacia ese ente que representa el esfuerzo de tantos y tantos millones de personas que vivieron en el terruño en que vimos la luz primera y que empeñaron sus esfuerzos personales para que ese país nos acogiese en circunstancias mejores de las que tuvo cuando aquellos antecesores nuestros, desarrollaron su vida y sus esfuerzos.