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La polvareda

Gilberto Serna

Tal como están las cosas en estos días no me sorprendería que los sucesos les hayan parecido a algunos que estaban a punto de sentarse en un barril repleto de pólvora con la mecha a modo, sin que a la postre sucediera nada como si se tratase de fuegos fatuos para romper la monotonía.

Las palabras salían como zumbidos amenazadores dispuestos a envenenar el ambiente aun cuando la suerte de todos fuera la suya propia. Nunca se había visto tamaña falta de oficio mostrando que se carece de la tranquilidad que otorga la experiencia, queriendo vencer al enemigo con una afilada lengua, cuando lo que se requiere simplemente es la mesura. Es la lucha cuerpo a cuerpo en que se aprovecha la fuerza con que arremete el adversario para lanzarlo por encima haciéndolo caer en el piso.

El aprendizaje al lado de su mentor la colocó en la suerte de quien tiene la costumbre de mandar y ser obedecido en su reino, porque a todos los señores feudales les conviene que así sea. Su fortaleza es la de sus seguidores que acuden a su lado cuando sienten el riesgo de que el enemigo logre escalar las murallas de su castillo, enrollando la cadena que tira del puente levadizo, calentando las ollas con aceite hirviendo que dejan caer sobre los que se atreven a trepar. Ahí, en pleno fragor de la batalla, ordena y sus deseos son acatados sin que nadie ose objetar.

No es así cuando se relaciona con otros reinos a los que no puede sojuzgar con sólo montar en cólera dándole la vuelta a su enjaezado corcel para encerrarse en su torre furiosa sólo porque no se prosternaron en su presencia. Está acostumbrada a obrar como señora de horca y cuchillo sin tomar en cuenta que con su actitud beligerante sus enemigos corren a agruparse para defender sus posiciones.

Luego amenaza con iniciar una cruzada personal. No es el caso de un fuerte sitiado en que la heroicidad impone los peores sacrificios. El drama le anuncia que tendrá calamidades, en su impetuosa búsqueda de poder, que arrostrará como consecuencia de un destino que no le pertenece. A lo lejos se oye el doblar de las campanas llamando a misa de cuerpo presente. En el ambiente flota un olor a cripta, a cera quemada y a flores marchitas.

¿Quién canta el réquiem? Sus oídos escuchan los latidos de su corazón cuya presión sanguínea se acelera a consecuencia de la adrenalina que el miedo le ha enviado al torrente que circula por sus venas, como alguien hubiera pisado sobre su tumba. Por más que enfoca su mirada a los que la rodean no logra advertir que las ambiciones de los demás la acechan esperando el momento oportuno para clavarle la daga de la traición. No habrá lamentos pues será la misma historia que se repite porque está en la naturaleza de la manada que tan sólo obedece al llamado de la selva.

La noche ha caído permitiendo que las tinieblas se apoderen del lugar convocando a que salgan los fabulosos endriagos de la maldad. La batalla está ganada de un lado y perdida del otro. Un sapo brinca por encima de la empalizada, enterrándose con movimientos lentos, en el suave lodo, como suelen hacer los de su especie, para, suspendiendo los signos de vida, esperar pacientemente la siguiente temporada de lluvias.

El batracio no actúa con inteligencia sino por instinto. Es la hora de permanecer lejos de los depredadores, se dice. Afuera la niebla y el aire impuro, donde revolotean las brujas, repiten en coro: en política lo hermoso es feo y lo feo es hermoso, los maleficios la dejarán sin aliento, los exorcismos no le darán el resultado apetecido. Sí, sí, ha probado nuestro brebaje, las uñas de un gato negro, las plumas del cuervo y el huevo de una gallina coja. Sí, sí, el hechizo hizo presa de ella llevándola por la senda equivocada.

Sólo un camino queda, acudir a ofrecerse al Malo en un pacto que podría destruirla para siempre. Éste es de enorme estatura, grandes manos y narices, con cuernos y pezuñas que esconde vistiendo el hábito de fraile. Las almas que caen bajo su influjo las manipula a su antojo con gestos y señas con las que simula bondad. Mira con diabólicos ojos enrojecidos notando que no hay ángeles en la procesión, moviéndose rumbo al páramo mientras levanta la polvareda de las grandes disensiones.

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