La publicidad es un producto cultural doblemente determinado. Cabe reconocer en ella, por un lado, una lógica social de orientación marcadamente económica. Y por otra parte, en cuanto a experiencia de mediación comunicativa, la publicidad debe ser considerada como un importante factor de socialización y representación cultural.
La función económica de la publicidad se orienta a la difusión social de los productos, empresas e instituciones económicas en el marco de la competencia que favorece, estructuralmente, la orientación y ampliación de la demanda según las exigencias de reproducción del sistema productivo, garantizando no ya la circulación de los productos, bienes o servicios, en el mercado, sino más bien la producción misma de bienes y servicios y por lo tanto, la acumulación de capital.
La diferencia de atributos simbólicos que muestra la publicidad en cada producto tiene por objetivo una jerarquización y organización planificada de los tipos de consumo público, organizando el mercado, en favor de la competencia y reproducción de los capitales. La publicidad cumple así una importante función de redistribución de los gastos públicos de consumo, según diferentes tipos de mercancías, afecta positivamente la demanda agregada y condiciona los niveles de ahorro en favor del gasto.
Como bien apunta Mattelart, los portavoces de la industria publicitaria se han revestido de una función de ideólogos en un contexto en el que una de sus principales metas es la redistribución de la hegemonía entre el Estado y la empresa, esto es, entre el Estado y el mercado y entre el Estado-nación y el espacio transnacional. Se produce así una creciente identificación entre políticas de comunicación y publicidad, con la consiguiente deslegitimación del Estado moderno. La libertad de expresión comercial, que entra directamente en competencia y contradicción con la libertad de expresión de los ciudadanos, es el argumento esgrimido hoy por las megaempresas publicitarias en su presión a las instituciones públicas para la desreglamentación, consistente en la autorregulación, la autodisciplina (más libertad, menos gobierno, menos Estado y más iniciativa privada) y la reordenación del espacio público comunicativo, en función de sus intereses.
Desde la década de los ochenta, la acelerada internacionalización y concentración de la actividad publicitaria en grandes compañías transnacionales, bajo la hegemonía del capital estadounidense, ha convertido al sector de la publicidad en un poderoso grupo de presión, constituyéndose en un verdadero quinto poder de la sociedad global que regula, administra y condiciona en parte el mundo de la comunicación, la cultura, la economía y la política. Procesos de integración regional como, por ejemplo, el Mercado Único o el Tratado de Libre Comercio tienen en la publicidad un factor de unificación esencial, que garantiza la eficaz expansión y reproducción de los movimientos de capitales.
En otras palabras, la dimensión económica de la publicidad se caracteriza en estos momentos por una estructura centralizada, jerárquica y crecientemente oligopólica de la producción, lo que favorece un mayor control global de las formas, símbolos, estrategias y representaciones sociales del contenido cultural vehiculado en los anuncios. Hoy el proceso de globalización económica en la que vive inmerso el sector comienza a hacer necesario la concentración de la producción, la planificación y la difusión de las campañas publicitarias, por las necesidades mismas de homogeneización y trasnacionalización del consumo de mercancías.
En esta lógica, las agencias nacionales cumplen una función reproductora de las decisiones y estrategias persuasivas de la casa matriz y los consumidores acceden al consumo de valores, normas, estilos de vida, patrones culturales, necesidades, símbolos y representaciones sociales diseñadas globalmente para el consumo público local, lo que además de generar procesos de control y centralización de los medios de comunicación social por los macropoderes de las principales agencias publicitarias internacionales en función de los intereses estratégicos, a nivel económico y político, de estos grupos, favorece una mayor redundancia y estereotipa de los mensajes, por razones de simplificación codificada de la realidad persuasora del universo comunicacional en la sociedad de consumo, produciendo así una progresiva homogeneización de comportamientos, valores y pautas de consumo similares, en virtud de las categorías mentales y los estilos de vida identificados por la propia “publicidad global”.
Tradicionalmente, la publicidad ha servido para promocionar todo tipo de productos, ideas, instituciones y personas, construyendo mensajes fácilmente perceptibles por el público y altamente eficaces en su poder persuasivo. Por ello decimos que, históricamente, la publicidad es un instrumento esencial de consumo simbólico vinculado a la investigación y reproducción de las pautas socioculturales de reproducción social. Más aún, la publicidad es la producción industrializada de la realidad, un espacio de socialización de las pautas culturales dominantes, cuya función esencial es la reproducción de las formas de producción y reproducción cultural.
La publicidad busca, en última instancia, influir, determinar y dirigir la conducta y representaciones sociales de los públicos, convertidos en consumidores, a través de la referencia artificial que integra en los productos valores, atributos y caracteres simbólicos, planificados por los técnicos y especialistas en virtud de los objetivos predeterminados por los anunciantes. La publicidad es, en suma, un medio de difusión de ideas ajenas y una técnica de persuasión orientada a dar a conocer de forma positiva, laudatoria y plena la existencia de productos y servicios, procurando suscitar su consumo.