La renuncia a hacer política exterior llevó a México al ridículo en vez de a una alianza bienhechora. Esta es la dura lección de estos días en que sin ton ni son recorrimos el continente con la esperanza de que la buena vecindad se interpusiera a nuestro favor y los países del Sur aceptaran sin remilgos la decisión del amo.
No ocurrió así para fortuna de América Latina y de México. Las diferencias siguen contando y los intereses por más que se acerquen por obra y gracia de la globalidad siguen al mando y determinan acciones y conductas singulares, antes de confluir en la gran licuadora de la modernidad global.
Si vamos o no a aprender esta lección está por verse. Nuestra capacidad de aprendizaje se nos presenta hoy erosionada, a pesar de que las virtudes del pragmatismo sigan entre nosotros. Sin embargo, con decisiones después de las doce, ya no al cuarto para la hora sino después del tiempo señalado, nuestro signo y rumbo es el del desastre y no habrá de persistir en él quién nos salve a tiempo. Siempre habrá quien se disponga a recoger los restos pero eso no puede ser consuelo para nadie.
Las señales de la economía no son optimistas, aunque el crecimiento esperado sea positivo y superior al de la población. No asegura recuperación alguna en el empleo productivo y remunerador y los jóvenes que empiezan a dejar de serlo no pueden gestar en sus perspectivas aliento alguno. Tampoco pueden hacerlo quienes entran a la edad madura o los que se mueven entre los viejos, tan vilipendiados por los portavoces de la Roca Tarpeya al revés que encontraron en la pensión universal mínima el veneno del populismo por todos tan temido. Con una juventud perpleja y víctima de la carencia de expectativas y esperanzas, no hay bono demográfico que recoger, ni imagen de México que presentar ante el mundo. De aquí la urgencia de retomar la tradición única mexicana de la política exterior independiente y de inscribir en ella el discurso de renovación de la democracia y del Estado, sin la cual no habrá nunca una buena economía política del crecimiento. Tampoco desarrollo ni equidad, que es lo que el país reclama cada vez que se le convoca y pueda manifestarse.
La manifestación de masas, colectiva, no es antidemocrática por definición. En muchos casos, como ha sido el nuestro en 1968, o en las marchas de la Tendencia Democrática, o apenas ayer en torno al rechazo al desafuero de Andrés Manuel López Obrador, la manifestación callejera alerta y oxigena, abre veredas y caminos para un intercambio político más sano y es cuando el poder del Estado puede demostrar su aptitud para conducir en paz los asuntos públicos de la sociedad. En esta ocasión sacando fuerzas de flaqueza extrema, más extrema que la pobreza que todavía aqueja a grandes números de mexicanos, el Estado pudo poner por delante la razón política y la propia razón de ser del Estado y corrigió en rumbo esperando que las otras fuerzas que lo hacen posible como tal, como Estado plural y democrático, respondan en consecuencia. En esas estamos y serán estos días todavía días de prueba para los actores directos de la política, partidos y grupos organizados de la sociedad y de la economía, pero también para todos aquellos que buscan participar en la construcción de una sociedad habitable y segura, democrática por añadidura.
Días de prueba y riesgo para todos, pero también para un Estado que no se remozó a tiempo y que ha pospuesto demasiado su reforma. La sucesión presidencial adelantada de forma tan irresponsable desde el propio poder constituido no puede servir de pretexto para postergar todavía más el discurso de la reforma estatal. En realidad, debería servir de acicate para todos los que buscan ganar el poder por la vía democrática y gobernar el Estado y la sociedad conforme a sus normas y códigos. No lo podrán hacer con un Estado harapiento y sin resortes institucionales que recreen su legitimidad erosionada. De aquí la conveniencia de empezar desde ahora para contar con un gobierno que asegure el mínimo de estabilidad y visión de futuro. Esta es la prueba mayor de esta hora. (El autor es economista, colaboración con Notimex).