Nadie en su sano juicio podría poner en duda el éxito alcanzado por el Instituto Federal Electoral IFE en sus quince años de vida, recién cumplidos el 21 de octubre.
Lo que poco antes de 1990 pudiera haber sonado a deseo difícilmente realizable: no poner en duda la legalidad de los procesos electorales y por ende la legitimidad de origen de quienes resultaron triunfadores de dichos procesos, es hoy en día una asombrosa realidad merced a la enorme labor realizada por el IFE a lo largo de estos tres lustros de vida.
La ciudadanización del Instituto y la responsabilidad con que asumieron sus tareas los funcionarios y empleados de los organismos encargados de darle ese sesgo ciudadano de transparencia y claridad al fenómeno electoral, es lo que hoy nos permite afirmar que la primera tarea encomendada se cumplió con éxito.
Sin embargo, queda pendiente una segunda gran tarea: reducir los altísimos costos de los procesos electorales, el financiamiento a los partidos y la operación misma del Instituto y los demás organismos encargados de velar por la legalidad y credibilidad de los procesos electorales tanto a nivel federal como en cada uno de los estados.
A decir de Jorge Alcocer la operación del IFE se ha disparado de los poco más de mil millones de pesos que se dispusieron en el año de 1991 a los siete mil 994 millones que se solicitaron para el ejercicio 2006; por su parte, para el financiamiento de los partidos políticos, en 1991 se solicitaron 108 millones, y para 2006 serán cuatro mil 926 millones.
A su vez, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) requirió 35 millones en 1991, y ahora solicita mil 294 millones de pesos. En total, el gasto publico electoral federal se aumentó de mil 229 millones a 14 mil 214 millones de pesos, y si a eso se suman los gastos de los tribunales electorales locales, el gasto público nacional será de casi 17 mil millones de pesos.
Pero después viene el financiamiento a los partidos políticos que cuentan con una partida presupuestal de casi cinco mil millones, buena parte de dicha cantidad acaba en las dos grandes televisoras y otra parte sirve para ensuciar ciudades y pueblos con pintas de barda, gallardetes puestos en los postes, que después se olvidan de retirar, calcomanías pegadas en automóviles muchas veces sin permiso del dueño, espectaculares que ofenden la inteligencia por sus frases hechas insustanciales y demagógicas y sus promesas incumplibles.
La democracia cuesta no sólo esfuerzo, honestidad, eficacia y entrega por parte de cada uno de los ciudadanos que desean un país más participativo, justo y libre, sino también el dinero necesario para que los procesos por lo que fluyen los afanes democráticos se lleven a cabo. Sin embargo, creo que en nuestro país esos costos tienen que ser mucho más moderados. Los países más democráticos del orbe gastan mucho menos que nosotros y sus procesos electorales son más cortos, menos desgastantes e igualmente creíbles.