Sus tiempos se han ido. Hoy no queremos ni nombrarla. Sabemos de sus impertinencias sistemáticas. Mejor olvidar sus aniversarios. Pero, ni hablar, es nuestra tía. Cuando era famosa todo mundo le rendía tributos: doña Revolución, que guapa viene usted; nadie como usted para la justicia social; incomparable para la defensa de la soberanía; qué decir de sus atributos para el rescate de las causas populares. En el extremo: el arte sólo tenía sentido en función suya. Pero claro los tiempos cambiaron. Nuestra tía envejeció, las arrugas y canas, las carnes caídas, se apoderaron de ella. Ya en decadencia le empezamos a encontrar todos los defectos, hasta el mal aliento la frecuentaba. Decidimos entonces hacerla responsable de nuestros males.
La falta de democracia y la corrupción sólo eran explicables en función de ella. Los derechos humanos no florecieron por su presencia. ¡Muera la tía! gritó uno de sus descendientes desde la oscuridad. Se unió el coro. Así se convirtió en explicación de todas nuestras desgracias. La ingratitud es muy popular. Pero hay un problema, para bien y para mal es un miembro de la familia, somos sus descendientes. Por lo tanto más vale que le encontremos un justo acomodo. De no ser así viviremos incómodos con la tía.
Para comenzar ni siquiera estamos de acuerdo de cuál Revolución hablamos ¿la de 1910, la de Carranza con el constitucionalismo o la del régimen instaurado por Calles? Hoy nos encanta vestirnos de maderistas y odiar a Calles, es lo políticamente correcto. Pero resulta que todos ellos pertenecen a nuestro pasado, son nuestros antecesores políticos y, aún más complicado, hay una continuidad que tenemos que reconocer. México es inexplicable sin ellos. Al fraccionar nuestra historia caemos en la fantasía: lo bueno y lo malo vienen mezclados. En la complejidad está la madurez. Es como pedirles a los españoles en este treinta aniversario de la muerte de Franco que condenen o alaben en paquete las cuatro décadas que están detrás de la España que floreció a partir de su muerte.
Justo allí tocamos hueso. Es muy incómodo reconocer que los regímenes autoritarios o francamente dictatoriales pueden tener efectos modernizadores. Ejemplos pequeños hay muchos: de Singapur a Chile. La gran incomodidad es China que no sólo fue autoritaria sino lo sigue siendo y, de seguir las actuales tendencias, se convertirá en una de las principales potencias del mundo. La tía autoritaria de los chinos ha de ser tan incómoda como la de cualquiera de nosotros. De hecho todo mundo tiene una tía así. De alrededor de sesenta estados-nación que existían a principios del siglo XX sólo doce se ostentaban como democráticos. Ya podemos imaginarnos quienes: Inglaterra, Estados Unidos, Francia, etc. Sin embargo ninguna de esas naciones hubiera pasado el tamiz democrático que hoy aplicamos: no votaban los jóvenes, las mujeres, los afroamericanos o incluso los no propietarios. Nadie se salva de una tía autoritaria en el pasado: los españoles, los portugueses, los brasileños, los argentinos, los japoneses, los franceses con Napoleón. La misma revolución que nos trajo la ampliación de los derechos humanos al mundo engendró a uno de los más audaces dictadores de todos los tiempos. La gestación fue simultánea y sucesiva. De nuevo la complejidad. Nuestra tía no es tan extraña. ¿Dónde está el error?
Si condenamos a la Revolución y su descendencia en paquete, como se acostumbra en la era foxista, nada entenderemos. La realidad siempre es intrigante. ¿Por qué soportamos tal oprobio? En democracia el déficit es grave. En crueldad, por más que estiremos las comparaciones, poco tiene que ver el caso mexicano con los horrores vividos en otras latitudes: China, España o Chile. ¿Fue el régimen revolucionario creador de instituciones? Sí. Muchas de ellas tan visionarias que seguimos viviendo con ellas: el Banco de México en sus ochenta años. ¿Generó prosperidad? Por supuesto, no justicia social, lo cual era uno de sus principios esenciales. ¿Pacificó al país? Sí. ¿Nos dio sentido de identidad nacional? Sí. Por eso nuestra tía tuvo una popularidad tan duradera.
Como siempre el problema es encontrar el justo medio. Hoy está de moda acuchillar a nuestro pasado, a nuestra tía incómoda. El problema es que al rincón de la casa que miramos encontramos sus huellas, buenas y malas: en la infraestructura, en las instituciones, en la prosperidad que dio vida a las clases de ingresos medios que hoy se extienden por el país, en la injusticia, en la debilidad democrática. Imposible negarla, con sus tiempos de gloria y de vergüenza, como los tienen todos los parientes incómodos, la tía está allí. Lo mismo les ocurre a los españoles con Franco, a los portugueses con Salazar o a los chilenos con Pinochet. ¿Qué van a hacer los chinos con Mao que sigue siendo el filósofo de la identidad nacional o a Singapur con Lee Kuan Yew? La diferencia entre ellos y nosotros, es que el necesario balance de la tía incómoda no se opuso a la necesaria prosperidad. El pasado fue digerido en función del futuro. Ello no quiere decir que el ánimo de justicia y quizá más de conocimiento se cancelara para propiciar prosperidad. Pero ni los chinos, ni los chilenos, ni los españoles que tanto admiramos, erigieron un régimen, que por su confrontación con el pasado, paralizara el futuro.
Son 95 años de la Revolución maderista, casi 90 de la Constitución que nos rige, la gran mayoría de las instituciones provienen de esa era que queremos negar. ¿Qué hacemos con nuestra tía autoritaria? ¿Fingimos enterrarla o le damos la cara a la complejidad?