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Las días, los hombres, las ideas/Auschwitz, Chalchihuites y la relatividad

Francisco José Amparán

Este 2005 ha sido consagrado como el Año Internacional de la Física (en México es el Año Nacional de la Grilla Improductiva, pero en fin), debido a que se cumplen cien años de que Albert Einstein, un joven empleado de la oficina de patentes de Berna, quien desde entonces detestaba la dictadura de los peines, publicó un artículo científico que, a la postre, sería la base de la Teoría Especial de la Relatividad. La cual pondría patas arriba las nociones tradicionales que sobre nuestro universo teníamos desde que la proverbial manzana le cayó en la cabeza a Newton. Se abría una nueva era no sólo en el campo de la ciencia, sino en la forma en que los hijos de vecino concebimos y percibimos el cosmos.

Y este mes, en distintas partes del mundo, se han venido realizando diversos actos para recordar el Holocausto (o Shoah, como lo llaman los judíos) y otros crímenes del nazismo. El motivo para ello es que el jueves pasado se cumplieron 60 años que los soviéticos liberaron el campo de exterminio de Auschwitz, el más grande y letal de cuantos instalaron los nazis para llevar a cabo lo que eufemísticamente llamaban “la solución final”. Se supone que con la llegada de los rusos, simbólicamente, había terminado aquella pesadilla. Claro que sólo simbólicamente, porque para miles de desdichados no fue así. Por ejemplo, Anna Frank murió en marzo de 1945 en el campo de Bergen-Belsen, a dos meses del fin de la guerra, pero también meses después de la liberación de los principales campos en Polonia.

Y ahí donde ven, ambas conmemoraciones están relacionadas. Einstein es, sin duda, el hombre de ciencia más reconocible de la historia. Es uno de los pocos científicos que, en una época moldeada por ellos, cualquier hombre de la calle sabe quién es, así sea por su espesa (y envidiada) pelambrera. Lo interesante es que, a pesar de ello, poca gente sabe qué rayos hizo en concreto. Claro, todos conocen lo de E mc2, pero la mayoría de ahí no pasa. También puede tenerse la noción de que Einstein fue el creador de la Teoría de la Relatividad, pero hincarle el diente a eso está aún más difícil. Aunque quizá la mejor manera de plantearla es como la explicara el mismo Einstein: “Una hora con tu novia te parece un minuto y un minuto con tu suegra te parece una hora”. Mejor ejemplo de lo que es relativo (o sea, que depende de en relación a qué estamos haciendo la observación) no conozco.

El problema es que la mentada teoría, aunque incomprensible, se volvió comidilla pública y sirvió de pretexto para, de rebote, excusar los peores crímenes. Me explico.

Dice el historiador británico Paul Johnson en su libro “Tiempos modernos” (Javier Vergara Editor, 1988) que el mundo moderno empezó el 29 de mayo de 1919, cuando las fotografías de un eclipse solar confirmaron que Einstein tenía razón. De ahí p’al real, la relatividad se volvió palabra y concepto común. La cuestión es que no faltaron los vivos que la agarraron por el lado cómodo, confundiendo relatividad con relativismo y ahí empezó el relajo. Si todo es relativo, entonces nada es absoluto: por tanto no hay verdades absolutas, ni un concepto único del bien, ni del mal, ni de lo humano. Todo depende de qué estándar tomamos como medida. Y así, el matar millones no es intrínsecamente malo: eso es relativo, dependiendo del bien que ulteriormente se quiere alcanzar. El relativismo moral tomó carta de naturalización en nuestro siglo y ello llevó al GULAG estalinista, a Auschwitz, a los campos de la muerte de Cambodia y a quién sabe cuántas atrocidades más. El planteamiento era el mismo: esos crímenes no son tales. Depende de en relación con qué, del objetivo buscado, se esté realizando esa tétrica labor. Así, la noción absoluta de que toda vida humana es valiosa y digna por sí misma, fue reemplazada por los nazis con la noción relativa de que hay unos humanos más humanos que otros y hay quienes ni siquiera lo son en realidad, y deben ser exterminados por cuestión sanitaria. De la misma manera, Stalin determinó que el ser inocente o culpable de sabotear la construcción del socialismo era irrelevante: lo importante era que el proceso no se detuviera… y eso le costó la vida a millones de comunistas leales y chambeadores.

Recordar todo esto es particularmente importante a principios del siglo XXI porque el fantasma del relativismo moral sigue vivito y coleando. Dígalo sin no la articulación que el Gobierno de Bush hizo para violar las leyes de guerra y torturar con particular gusto y contento a los detenidos en Guantánamo y Abu Ghraib. Se supone que la tortura es absolutamente inadmisible: es una afrenta a la civilización y a la dignidad humana. Es un mal, y punto. Pero si se alega (como la administración Bush) que en algunos casos sí se vale, porque depende de a quién se le aplique, pues entonces… Jefferson ha de estarse revolviendo en su tumba.

Además, los grupos neonazis continúan existiendo y cada vez de maneras menos encubiertas y más audaces. Quienes niegan que el Holocausto existió parecen brotar de debajo de las piedras (sitio idóneo para ellos) y las nuevas generaciones no parecen ni saber de esos hechos ni reconocer su importancia. Ahí tenemos al príncipe Harry de Inglaterra, el segundo hijo de Carlos y Diana, asistiendo a una fiesta de disfraces con uniforme nazi, brazal con suástica y toda la cosa… quién sabe si ignorando o despreciando los ínclitos sacrificios que hizo su pueblo (en la que fue “su mejor hora”, como dijo Churchill) peleando a muerte contra lo que representaba, precisamente, la odiosa cruz gamada.

Por cierto: para que el tercero en línea al trono inglés aprendiera algo, su padre le ordenó al chiquillo malcriado y baboso (Ya estoy oyendo: “¡Pobrecito, es huérfano de madre!”) que visitara Auschwitz. Así podría comprobar de primera mano lo jocosos que eran los nazis y lo simpática que era su ideología. Si el Windsor más joven va a entender la magnitud de aquello, no lo sé. Pero nunca está de más darse un baño de historia. Quizá sea el único antídoto válido contra el relativismo moral: no hay lección más clara que Auschwitz de que el mal es absoluto y que el mal absoluto puede ser una construcción perfectamente humana.

Ah, y a propósito de Auschwitz: entre semana, acompañando a la noticia sobre el aniversario de la liberación del campo, en El Siglo de Torreón apareció un plano del mismo, cortesía de la agencia Reuters. No pocos se sorprendieron al ver que un sector de “el más grande cementerio del mundo”, en donde murieron más de un millón de inocentes, se llamaba “México”. Y no faltó quién le preguntara a su seguro servidor si era cierto y por qué.

De que es cierto, es cierto: la sección oeste de Auschwitz-Birkenau, que no se terminó de construir, era llamada “Mexiko”. Ahí fueron instalados los judíos húngaros que fueron gaseados en el verano de 1944. Nadie me ha podido explicar porqué se apodó así a la sección más nueva del Infierno. Lo consulté en dos o tres libros sobre el campo: nada. Le pregunté a un guía en el Museo del Holocausto en Washington, D.C.: me vio como bicho raro y respondió que los nazis ponían apodos muy extraños y supuestamente humorísticos a su maquinaria de muerte. Qué tiene de humorístico ponerle así a un lugar tal, no lo entiendo. Raymundo Riva Palacio escribió el miércoles que era por lo lejano que les quedaba ese sector a los prisioneros… lo no que no me suena, viniendo de gente arrancada de Salónica o Marsella. Incluso le pregunté lo mismo a don Salomón Schlosser, superviviente de Auschwitz, cuando lo invitamos a dar una conferencia en el Tecnológico hace diez años, durante el 50 aniversario del fin de la Segunda Guerra. Tampoco me supo responder eso, pero me dio una pista: a la sección donde se guardaban los objetos de valor saqueados a las víctimas, se le daba en llamar “Canadá”. De hecho, así aparece en algunos planos (no en el publicado el martes). Saquen sus conclusiones.

“¿¡Y Chalchihuites!?” grita exasperado algún lector sagaz. Bueno, aprovecho el viaje para contar un mito bellísimo. En ese pueblo de Zacatecas aseguran que Einstein ¡nació allí! Dice la leyenda que el padre del (según esto erróneamente) llamado Genio de Ülm se desempeñaba ahí como ingeniero de minas cuando nació su hijo. Siendo la época que era y siendo la familia de origen judío, no existe la única constancia que podría comprobar el hecho: el acta de bautismo. Según esto, a las pocas semanas los Einstein partieron a Alemania y tan tan. Pero no puede uno dejar de reconocer la belleza y simetría de que don Alberto haya nacido en “una tierra roja/ y un cielo cruel”, como dice Ramón López Velarde.

Consejo no pedido para sentirse universo newtoniano: vea “Amanecer de un siglo” (Sunshine, 1999), con Ralph Fiennes en tres roles, sobre una familia judía húngara y su salazón a lo largo del siglo XX y lea “Si esto es un hombre”, de Primo Levi, uno de los más lúcidos sobrevivientes de Auschwitz y voz imprescindible del Siglo XX. Provecho.

PD: Agradezco las condolencias por lo ocurrido el domingo pasado. Otra vez será.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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