Con las clases de historia en primaria, secundaria y preparatoria, me sucedía algo similar a los estudios de inglés: por más cursos que pasara, mis conocimientos no cambiaban de rango: cada año regresábamos al verbo “to be” y “to do”. En historia, estudiábamos los mismos acontecimientos y los mismos personajes heroicos: esos que ayer celebramos.
Y es que la Historia Nacional (con mayúsculas) sirvió como un instrumento político para “pegar” las disparidades entre los mexicanos, para terminar con las diferencias, con las particularidades, con los rasgos característicos de cada región en nombre de la unidad. El historiador Luis González y González subraya esta idea: “La historia, la que se enseña en nuestras escuelas aspira sobre todo a imponer un tipo de patriotismo y de conducta social. En este tipo de historia sólo se incluyen personas y sucesos que le favorecen a nuestro país, que lo hacen quedar bien frente a los otros países, que terminan por declarar que como México no hay dos. Este ejercicio histórico, inflamado de patriotismo, suprime verdades y mete como hechos simples deseos de los gobernantes”.
Si la historia es un instrumento político, su “metodología de enseñanza” corresponde a este fin, ya que a los niños y jóvenes se enseña que los libros de texto contienen la historia, es decir, se presentan los hechos como verdades absolutas.
Hoy se reconocen diferencias entre la historia y la historiografía. Esta distinción, aparentemente intrascendental, guarda la clave para ser más suspicaces y desarrollar una sana crítica. La primera se entiende como la que se vive y es representada por actores no separados del presente; la segunda hace alusión a los estudios que pretenden conocer el pasado. De este modo, conocemos la historia a través de textos y todo libro sobre algún suceso o proceso histórico se encuentra escrito por alguien (puede ser un historiador o no) y éste se inscribe en un contexto del que le es imposible despegarse. Entonces, ¿desde qué lugar se escribe la historia? No existe manera de acercase al pasado sino a través de los condicionamientos valorales, las preocupaciones y las teorías o ideas científicas que se encuentran en el presente. Pienso aquí en un caso regional: Eduardo Guerra, autor del multicitado libro Historia de la Laguna: Torreón, su origen y sus fundadores. Eduardo Guerra no fue un historiador propiamente (es decir, no utilizó herramientas metodológicas de la profesión) y además participó activamente en algunos de los hechos que relata. Incluso, en un apartado de su libro se ve conminado a señalar: “Eduardo Guerra se mira en la precisa necesidad de ser su propio cronista, dando ponderada narración de su obra política y revolucionaria en Torreón”. De ahí que lo inevitable sea preguntarnos: ¿desde dónde escribe Eduardo Guerra? ¿Cuál fue su contexto, las ideas imperantes en su tiempo sobre lo que era la escritura de la “historia”? ¿Qué tipo de documentos utilizó y bajo qué perspectiva los utilizó?
Claro, esto nos pondría en una posición muy difícil en la enseñanza de la historia: ¿cuál es la verdad? ¿qué tipo de construcción histórica es real? Sería imposible que frente a cada dato o acontecimiento dudáramos. Sin embargo, la historiografía es un enfoque, una forma reflexiva de acercarse a la historia renunciando a una objetividad imposible. El historiador Edmundo O’Gorman señaló en una entrevista: “La historia es un problema muy humano que se escapa del espectáculo de esa otra cosa, que también inventó el hombre, que es la ciencia llamada positiva. La historia realmente es una visión del hombre, que es cambiante”.
O’Gorman mismo, en diversos ensayos abordó la manera en que se “escogió” al padre de la patria: en un momento el “bueno” fue Hidalgo (porque inicia el movimiento de Independencia) y en otro Iturbide, porque el Plan de Iguala libera a México de España de manera oficial. Como el triunfo finalmente lo alcanzaron los liberales, el que ganó la “carrera de caballos” -metáfora que utiliza el mismo historiador- fue finalmente al que reconocemos el 16 de septiembre: Miguel Hidalgo.
En otros países el aprendizaje de la historia (o mejor dicho, historiografía) es completamente distinto. Una buena parte de los historiadores franceses ha asumido la gran pregunta: ¿cómo enseñar la historia de Francia a los niños y jóvenes? Los resultados son alentadores. Tengo a la mano un libro de historia que los niños utilizan en primaria en el país galo, que una amiga historiadora me facilitó. Lo que se observa a simple vista son los recursos utilizados: una gran cantidad de imágenes sobre las cuales se pide un cuestionamiento, interrogantes que llevan a la reflexión, no a la memorización; los textos que acompañan a las imágenes están más centrados en los procesos, aunque evidentemente no se deja fuera a personajes de gran relevancia. Por otra parte, la guía del profesor indica los objetivos que se persiguen: si bien el aprendizaje de los hechos está fuera de toda discusión, se encuentran otros dos sumamente novedosos: uno de ellos es el aprendizaje de los conceptos, los que por cierto, se asume que son “más complejos”. Entre ellos se menciona a ¡la nación! ¡No la aceptan como un hecho, sino como un concepto! Esto ya marca una gran diferencia con respecto a los cursos en México El otro es el aprendizaje de los métodos y fuentes que utilizan los historiadores. Así, el libro indica que los niños aprenderán a discriminar un documento escrito de uno iconográfico; diferentes tipos de documentos escritos: las cartas, la correspondencia privada, los discursos privados, los jurídicos; los mapas, los monumentos (castillos, monumentos arqueológicos), pinturas, etc. En todos ellos se interroga a los infantes sobre: el contexto, los destinatarios del documento y la intención del autor. Precisamente el método historiográfico.
Llama la atención el abordaje de temas delicados para ellos como el de “Los franceses y la colonización”. ¿Cómo tocar la colonización del Congo, Madagascar, Algeria, Tahití, sin politizarlo? Dos pequeños párrafos hacen evidente la manera en que se ha construido esta nueva historiografía. Dice el texto: “Como otros europeos de la época, los franceses creyeron poseer la mejor cultura del mundo. Colonizando los territorios, pensaron aportar el progreso a otras culturas creando dispensarios y escuelas”. Nótese por favor que el texto no dice: “…los franceses poseían la mejor cultura” o “… aportaron el progreso a otras culturas…”. El cambio parece tan sutil, pero resulta radicalmente distinto.
Los historiadores franceses han cambiado su brújula en forma decisiva y están profundizando en la manera en que todos, no sólo los personajes relevantes, cimentamos la historia. Esto se presenta a través de estudios de vida cotidiana: la historia cultural de las lágrimas, del olfato, de la muerte, de la sexualidad, de la pobreza. Aquí en México también se ha comenzado a realizar algo en esta línea, sin embargo, esto no ha impactado la manera en que se enseña la historia, dirigida a estudiar los procesos políticos, económicos y militares. Lorenzo Meyer señala que la secundaria sería el momento ideal para adentrar a los jóvenes a una historia más compleja, más sofisticada y más realista. En la medida en que aprendamos que no hay verdades absolutas, seremos más críticos en todos los terrenos y tendremos una sociedad más informada y más participativa.
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