Los ciclos se cumplen inexorablemente y estamos de nuevo atrapados en el torbellino de la temporada navideña, con la misma presión para comprar toda clase de cosas, ¡pero ya, porque se acaban! En igual medida, pero en dirección opuesta, nos alejamos del espíritu original de la Navidad, que pide paz, amor y buena voluntad. El rollo político, mezcla de tornado y huracán categoría seis, también nos absorbe e invade nuestros ámbitos de acción, abonando el proceso electoral que se anuncia feroz, en pos de un poder que, digan lo que digan, será absoluto, oscuro, revanchista, lucrativo para quien lo ejerza y devastador, como siempre, para México.
Tras la serie de catástrofes naturales tan terribles que durante el año castigaron al mundo en general y particularmente al sureste mexicano, no le queda a uno más que recuperar la idea de su pequeñez y ponerse en guardia contra las no-naturales, es decir, las provocadas por el mismo ser humano, confiando que nos dejen con posibilidades de reconstrucción. No se ve fácil… Favorecida en gran parte por las fallas de Gobierno, pero también por la irresponsabilidad de muchos mexicanos, crece y se desarrolla la corrupción, esa entidad que abarca todo –política y comercio incluidos–, y que en estos tiempos se prepara especialmente para hacer de las suyas. Como una inmensa telaraña, sin advertirla o haciéndonos como que no la vemos, la corrupción nos envuelve y va integrándose prácticamente a todas las actividades de nuestro vivir cotidiano. De las escuelas a los juzgados, de los centros deportivos a las iglesias, de las empresas particulares a las de Gobierno, de las obras públicas a la intimidad, de los medios de comunicación a los confesionarios, de las cárceles a las cámaras, de los sistemas hospitalarios a la producción de medicamentos, de los garitos callejeros e inmundos a los que reúnen la crema y nata de la sociedad; instituciones artísticas, de regulación pública, de servicio social y hasta de beneficencia, ceden ante la corrupción, dueña y señora de todo. Omnipresente y pegajosa, conduce, manda y gana, sin encontrar oposición, porque nos hemos acostumbrado a que así sea. El disimulo y la impunidad son sus brazos fuertes y quienes nos hemos ido moldeando a ellos, tolerándolos y aceptándolos como destino, somos cómplices de que las cosas sean así, pues nos resulta más fácil y más cómodo asumir pasivamente la fatalidad a que nos condena, que emprender cualquier acción de rechazo o luchar para combatirla.
El argumento que se repite en los discursos de todos los que hablan en público, especialmente de los aspirantes a gobernar (sea la República o el pueblo más rabón) es el servicio desinteresado y la redención de los oprimidos. Ése es el argumento y ésas las intenciones –al menos verbales–. Pero mensaje tan simple y claro se da a conocer con dispendio tan descarado y mediante la inversión de tal cantidad de recursos públicos, que enseguida lo anula la contradicción. Lugar común para los mexicanos, la discrepancia entre las palabras del discurso y las obras de quienes lo pronuncian sigue siendo motivo de escándalo.
Hace dos mil años, la situación del pueblo judío no era muy distinta. Oprimidos ancestralmente por naciones más poderosas, se encontraban a la sazón bajo el dominio de un Imperio Romano en el que la corrupción era igualmente moneda de cambio. Los líderes de facciones políticas diversas hacían campaña para permanecer en el poder; establecían alianzas, pactaban con unos, eliminaban a otros. Mentiras, traiciones, sobornos, promesas no cumplidas y crímenes mayores eran práctica común en las cúpulas de Gobierno, mientras en los escalones más bajos de la pirámide se gestaba un malestar creciente que anunciaba el fin de la paciencia.
El pueblo esperaba ansioso el cumplimiento de las profecías y la venida de aquel que iba a terminar con la esclavitud y los acercaría a la tan anhelada libertad. Entonces aparece la figura de Juan el Bautista, para dar inicio a la vida pública de Jesús, según el Evangelio de Marcos. Hijo del Sumo Sacerdote y primo de Jesús, Juan se nos muestra como un individuo que, teniéndolo todo: casa, familia, estabilidad social y económica, decide dejarlo para concentrarse en el cumplimiento de su misión: preparar el camino del Señor, enderezar los senderos para su llegada.
Consciente de un deber insoslayable, sale al desierto sin llevar consigo más que lo esencial para cubrir su cuerpo y sobrevivir con el alimento de la tierra. El Bautista rompe las amarras que lo ligan con la vida fácil, el placer y la satisfacción de cualquier capricho, porque lo ataría al pasado, poniendo en riesgo su misión; se descarga, pues, –se libera– de todo lo que pudiera impedirle realizar su cometido. Si no fueran indispensables para expresar su mensaje, quizá también habría dejado atrás las palabras.
No pretendo comparar las actitudes de nuestros líderes locales y nacionales con la lucha espiritual emprendida por el hijo de Zacarías e Isabel, porque son universos distintos, separados por la historia y por el Espíritu. Pero en algunos aspectos, el quehacer de ambos puede admitir analogías por contraste.
Por ejemplo, la ligereza de carga con que marcha Juan, sostenido por la convicción de que para predicar la verdad, el único camino es el ejemplo. Apenas cubre su cuerpo y come alimañas y miel silvestre, porque lo que predica es la necesidad de alimentar el espíritu, mortificando la carne. Contra esto, tenemos la presencia recargada de adornos, afeites y decoración de cualquiera de nuestros hombres públicos que, perdidos en el costosísimo aparato publicitario que los envuelve, han olvidado que la verdadera solidaridad con una causa es ser parte de ella.
Denuncian injusticias malgastando absurdamente los recursos que podrían subsanarlas; hablan de recortes presupuestales e invierten millones para decírnoslo, reproduciendo sus rostros y palabras en todos los medios informativos. Rasgan sus vestiduras Armani y ofrecen opíparos banquetes a sus compañeros militantes para lamentar la pobreza, el hambre y la falta de oportunidades de quienes les darán su voto; claman por la aplicación de la Ley, descalificando acciones legales e incurriendo en delitos que, cometidos por ellos, resultan meros deslices; adquieren propiedades y vuelan por el mundo para ir de compras o a presenciar algún juego interesante, mientras que los hombres y mujeres a los que representan y por los que se declaran dispuestos a entregarlo todo, aguardan en la calle, de pie y bajo el sol o la lluvia, a que se les resuelva alguna petición urgente. No se puede gobernar –como no se puede hacer nada que dignifique al hombre– cuando se va cargado con un lastre tan pesado de intereses y de cosas.
Convertido en una amenaza para el poder, porque lo reta y lo exhibe, además de fortalecer el espíritu de la población, el Bautista es torturado y sacrificado sin que nadie consiga acallarlo. La voz que clama en el desierto –el geográfico y el de las almas vacías de Dios–, sigue hablándonos y todavía predica su mensaje, tan actual como hace dos mil años. Mientras tanto, los otros “mensajeros” elevan la voz ante cámaras y micrófonos, pero la convierten en susurro para establecer condiciones, pactar alianzas, prometer compensaciones; se dejan escuchar en ofertas, remates y ventas de cierre de temporada; hablan al oído prometiendo las sensaciones más placenteras, el placer jamás soñado; predican el desenfreno en nombre de la libertad…
Ojalá que la voz del Bautista se imponga a todas las demás y nos mueva a dejar el lastre de la corrupción; que tengamos el valor y la voluntad de allanar nuestros caminos personales, limando las asperezas de envidias y rencores, tapando con compromiso los baches de indiferencia, ensanchando con generosidad los pasos angostos de nuestro egoísmo. Y ojalá que la temporada de Adviento sea una preparación consciente para el renacimiento, una vez más, de la Esperanza encarnada en Jesús Niño. ¡Feliz Navidad!
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