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Las laguneras opinan.../El año del Quijote y mi Día del Maestro

María Asunción del Río

Quien no lo conoce, puede pensar que, a la mitad de este año de sus 400, ya se ha dicho todo acerca del Quijote, pero no es así. Y no se trata de querer hallarle ángulos inéditos o formular opiniones distintas, sino que –clásico de clásicos– el Quijote siempre tiene algo más qué decir a quien lo lee, y yo acabo de releerlo. Además, las situaciones que nos envuelven cada día, las que evitamos o aquellas que quisiéramos experimentar, tienen que ver con las vivencias, los anhelos o los rechazos de nuestro señor don Quijote.

A cuatro siglos de su nacimiento, podríamos suponer que el mundo ha cambiado y que lo que exaltó o reprobó Cervantes es historia. Así parece, pero sólo en la superficie, no en lo sustancial. Hoy mismo, como don Quijote, seguimos añorando tiempos mejores, lamentamos la pérdida de actitudes nobles, deseamos que el mundo se ocupe en resolver problemas, ayudar a los menesterosos, hacer justicia; quisiéramos amar con todo el corazón e ir por la vida resplandecientes de honor, nobleza y virtud.

De todas las lecciones que nos salen al paso en cada página del Quijote, pocas tan adecuadas como las que tienen que ver con la vida pública, con el Gobierno y la administración del poder; temas que afectan la existencia cotidiana de nuestro México, dando materia a la prensa para sus notas –negras rojas o amarillas–; al público, para el escándalo; a quienes deseamos mejorar como nación, para nuevas decepciones, y a propios y extraños para seguir perdiendo la confianza en nuestro país.

Valiéndose de un personaje simple como Sancho Panza y de un loco como Don Quijote, Cervantes nos enseña cosas que debieran ser estudio obligado para cualquier político y aspirante a gobernar, pues aunque “es dulcísima cosa mandar y ser obedecido” –lo que explica el insaciable apetito de poder de nuestra clase política–, no bastan las credenciales, sino que se requiere saber ejercerlas: “El que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en el número de vulgo” *.

¿De qué sirven las leyes y sus enmiendas, si al fin no se aplican o se aplican de manera selectiva, favoreciendo a unos y perjudicando a otros? Sólo dan a entender “que el príncipe (el gobernante) que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen”, lo cual demerita su autoridad y provoca faltas de respeto de los gobernados.

Proverbiales son los consejos de Don Quijote a Sancho, antes de que éste asuma el puesto de gobernador, mismo que implica juzgar y aplicar la Ley. Por ejemplo, previendo las ocasiones de cohecho, recomienda: “Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia…”. O contra inclinaciones populistas: “Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico”. Prevé condicionantes personales que afectan el criterio de los jueces: “Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena”, así como los tan frecuentes abusos de cualquier tipo de poder: “Al que haz de castigar con obras, no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio sin la añadidura de las malas razones”. Recuerda a las autoridades que su labor no es un juego; implica una responsabilidad permanente, pues “los yerros que en ella hicieres, las más de las veces serán sin remedio”.

Ni quién dude de la oportunidad de don Quijote cuando aconseja a Sancho cautela ante las iniciativas de su esposa, “porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y derramar una mujer rústica y tonta” Suena familiar…

En cuanto a nuestras relaciones con los demás, el panorama actual no se ve mejor que el del gobierno. Devaluados hasta el límite, los sentimientos más puros se reducen a sensaciones corporales, imágenes estimulantes y situaciones en las que los fármacos y la adrenalina juegan su papel. Mientras tanto, la emoción espiritual duerme, o de plano es objeto de museo. Piden a don Quijote que describa el amor que siente por Dulcinea, a lo que responde que sólo podría hacerlo sacando su corazón del pecho y poniéndolo sobre la mesa, pues la imagen amada lo llena todo. Y ante la perspectiva de perderla, argumenta: “quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos con los que mira y el sol con que se alumbra y el sustento con que se mantiene…”

¿Y qué decir del idioma, rebajado hoy a su ínfima expresión, y aun ésta llena de vacíos, insultos e insignificancias? ¿Por qué, si tuvimos el privilegio de heredar la lengua castellana para hablar, para escribir y para pensar, permitimos que formas ausentes de sentido se apoderen de todo intento de expresión oral o escrita, especialmente entre jóvenes, igualándolos con el único denominador de “bueyes”, “güeyes” o “hueyes”, según la argumentación del implicado? Modelos hay dondequiera, de la casa a la escuela; Cervantes es uno maravilloso, capaz de darnos páginas enteras de vocablos distintos para definir un mismo objeto.

Sin embargo, en nuestros pobres días, los más exitosos surgen en la televisión. Bien puede ufanarse el deleznable proyecto Big Brother de haber impuesto su paradigma de expresión grosera y pobre, reforzada mil veces por conductores y parodiantes de la tele que, como dice don Quijote: “ni arguyen ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel”.

El ámbito de las responsabilidades se aborda a cada paso en el Quijote y pende sobre nosotros la obligación de dar cuentas a Dios y a la sociedad, “pagando el cuádruplo por trabajos encomendados y no cumplidos o cumplidos con defecto”. Hace justamente 30 años que inicié mi labor docente en una institución educativa, bienamada por ser mi alma mater y por ser mi casa, testigo de mi crecimiento físico y profesional, en gran medida causa y efecto del intelectual y moral.

Todavía no tenía el título en mis manos cuando firmé un contrato que no he dejado de cumplir, y cuya ostentación sigue angustiándome, por lo que representa.

Porque decir que soy maestra es una osadía: puedo enseñar algo que sé, puedo compartir algún conocimiento, provocar situaciones de aprendizaje, estimular el desarrollo de habilidades para realizar determinada acción… Pero, ¿maestra? A lo largo de estas décadas he querido llegar a la mente y al corazón de miles de alumnos, mostrándoles los muchos caminos que la literatura nos abre para conocernos y para que tratemos de entender el mundo, de mejorarlo, de dejar a nuestro paso una huella positiva y digna.

He intentado hacer que los jóvenes con los que convivo, al menos unos cuantos, sean mejores por el hecho de haber estado en mi clase, y cada día me pregunto si, después de tanto tiempo, no logré lo contrario. Siento que muchas veces debí apartarme de los programas oficiales y de las calificaciones, para estimular más la reflexión, la toma de conciencia, la incomodidad del estudiante y también su lectura del Quijote.

Siento envidia y celos de Azalea, de la Big-Vero, de Adal Ramones, porque en tres décadas no he sido capaz de impactar con mi modelo de conducta y de palabra ni una mínima parte de lo que ellos logran en unas cuantas horas, y eso pone en tela de juicio el título magisterial que ostento.

Como Alonso Quijano antes de morir, necesito pedir perdón por las tonterías y las omisiones de mi trabajo, aunque no pueda renegar de mis acciones ni me sea dado vivir de nuevo estos 30 años, conociendo las consecuencias de mis actos. Maestros mexicanos de hoy: qué grande nos queda el título, si no somos capaces de inquietar a nuestros alumnos, moverlos a la acción, motivar el compromiso con sus congéneres, llevarlos a asumir su responsabilidad ciudadana, hacerlos más sensibles y un poco más buenos de lo que eran antes de ingresar a nuestros cursos.

Si fomentamos la flojera, la falta de responsabilidad, la indiferencia, la mediocridad, el egoísmo conformista, más nos valdrá recoger nuestras cosas y encerrarnos ahí donde la sombra de nuestra incapacidad no alcance a nadie. Es posible que lo ocurrido en el aula, nuestros comentarios, lo tolerado o exigido, ahora guíe las acciones de un político corrupto, de una autoridad indolente, de un ciudadano apático; o tal vez las de una persona generosa, productiva y digna de confianza.

Pero la duda hace temblar. Ojalá que nuestra labor no sea la de los encantadores terribles que acosaban la imaginación de don Quijote, transformando lo bello y bueno en vulgar y ruin. Ojalá que nuestra influencia sobre ese universo de niños y jóvenes en el que actuamos, sea la del noble caballero “desfacedor de agravios, enderezador de tuertos”, justiciero implacable, defensor de la libertad y consejero virtuoso del mejor gobernante.

ario@itesm.mx

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