Después de varios años volví a ver Gladiador, película justamente premiada en 2000, que más allá de las actuaciones memorables de Russell Crowe y Joaquín Phoenix, encierra lecciones para dar y prestar, en el escenario de una Roma que se desintegra, víctima de la corrupción, del afán desmedido de poder, la comodidad y la costumbre. Personajes y espectadores sentimos más las fallas del Imperio, su violencia y su insensatez, porque se dan en contraste con la figura del sabio Marco Aurelio, quien habiendo percibido el problema, no tuvo la fuerza ni el tiempo para solucionarlo.
México me sale a la vuelta de la esquina entre el fragor de las batallas de Máximo Meridius o en pleno Coliseo, al choque de cuerpos y rugir de bestias, haciéndome pensar en las cosas buenas que podríamos tener y las malas que seguimos repitiendo, como si el destino nos hubiese condenado a recibir, junto al Derecho, una parte de corrupción de quienes lo forjaron.
Cuando Cómodo, el parricida, asume el poder, el líder del Senado se presenta ante él para darle a conocer los males del Imperio, sus necesidades más urgentes, las inconformidades de la gente por la falta de garantías, la escasez, la desigualdad, la carencia de servicios públicos, el abuso en el cobro de impuestos, la insalubridad, la miseria... ¡Basta! -exclama Cómodo- No soy guardián de Roma. Y reprocha los años desperdiciados por su padre tratando de encontrar en la historia y la filosofía solución a los problemas del monstruo en que se había convertido el gran Imperio. Decide que él no va a comprenderlo: con amarlo será suficiente. Amarlo ‘como el pueblo quiere ser amado’: con pan y circo, disfrazando los males de cada día con espectáculos fastuosos y terribles. Amaría a Roma como un padre a su hijo y así la estrecharía en sus brazos (ignoro si la comparación fue deliberada, pero debido a su carácter irresponsable y a su cobardía, la imagen paterna que tenía Cómodo no era la mejor y entre sus brazos murió Marco Aurelio, estrangulado).
Impresión parecida me dan nuestros gobernantes y la larga fila de pre-aspirantes y aspirantes a serlo, que un día y otro también declaran su amor ‘desaforado’ e incondicional por la nación -con todos y cada uno de sus habitantes-, su preocupación por resolver los problemas de México encarnados en sus instituciones, ciudades y pueblos, en las mujeres maltratadas, los niños sin escuela, los campesinos sin tierras ni semilla; en cada familia que no dispone del mínimo para sobrevivir, porque no tiene trabajo, en cada hermano indígena cuya consanguinidad se pierde a dos metros de distancia… Un miembro del Senado se atreve a preguntar al emperador-padre-amoroso, si abrazaría a un pobre contagiado por la peste. El diálogo termina, abruptamente, porque sobreviene la amenaza airada del interpelado, más o menos en los términos en que se dan las del jefe (¿todavía?) de Gobierno del D.F., cada vez que sus planes son contravenidos o alterados por algún orquestado complot (¿ha notado que hasta los huracanes se confabulan contra él?).
Es que en el México de hoy -que es el nuestro- las palabras fluyen con mucha más facilidad y largueza que los hechos, sobre todo tratándose de política y de Gobierno. Y qué fácil es caer en lo que se critica y se condena: “soy honesto, soy justo, soy trabajador, soy fuerte, soy generoso, soy competente, soy demócrata, soy respetuoso de la Ley, soy veraz y congruente, soy la mejor opción”. Pero cuando las cosas resultan como no se habían previsto, cuando favorecen a otros y afectan los intereses del sujeto en cuestión o amenazan con sacarlo de la jugada, las palabras se convierten en lo que eran: aire y de nuevo los vemos instalados en su círculo personal de ambición, haciendo realidad la parodia de Cantinflas a los tres mosqueteros: “uno para todos y todos para mí”.
¿Y el pueblo? ¿Y el país? ¿Y los problemas que iban a resolverse, la justicia, la equidad, la igualdad de oportunidades para todos, el control de gastos, el acatamiento a las leyes, el respeto a la ciudadanía y al derecho de los demás…?
Yo de verdad me siento decepcionada por todo lo que va pasando en este año pre-electoral, porque creo que no va quedar ni dinero en las arcas ni aguante en las personas para cuando vengan las campañas en serio. ¿Cómo le irán a hacer, gastados los tesoros, los discursos, las alianzas y los ánimos? Lo peor es que, saturados de lo mismo, vendrá el desinterés total y con él, la ganancia de los pescadores más indeseables. ¿Y por qué, quienes pudieran hacer algo, siendo voz de la ciudadanía, con nombre e identidad -me refiero a funcionarios públicos, como diputados y senadores- se conforman con lo que sucede sin decir agua va? Como en el Senado romano, ellos ven la gravedad de los problemas, pero no hacen algo, porque acomodados en el bien vivir, saben que cualquier acción pone en riesgo su tranquilidad personal, así es que mejor culpan al vecino, guardan silencio o adoptan como norma el disimulo.
Fernando Savater, cada vez más reconocido pensador y escritor fructífero, publicó este año una agradable novela donde, a partir de una situación crítica, varios adolescentes traban relación con la gran literatura. En uno de sus fantásticos viajes a través del tiempo, los jóvenes conocen al filósofo chino Lao Tsé, quien les cuenta una historia que tiene que ver con la responsabilidad del gobernante: a la muerte de su padre, un joven príncipe hereda el vasto Imperio. Ansioso por desempeñar bien su papel y acabar con los males que aquejan a su pueblo, manda llamar a los principales sabios y les ordena que hagan una investigación para diagnosticar los verdaderos problemas del Imperio y sólo entonces proceder a solucionarlos. Parten los sabios y tardan diez años en recabar la información solicitada. La presentan completa y detallada ante su señor, pero éste, espantado ante los enormes volúmenes que consignan los males del reino, ordena a los sabios que se retiren y resuman la información, pues tal como la presentaron le resulta imposible abordarla. Los sabios se retiran y tardan otros diez años en analizar los problemas, concretarlos y presentarlos de nuevo ante su señor. Cuando éste ve que todavía son demasiado voluminosos, piensa que no podrá revisarlos ni atenderlos fácilmente, de modo que exige una nueva revisión y síntesis. Pasan diez años más, en los cuales sobrevienen guerras, enfermedades y grandes catástrofes naturales.
Por fin los funcionarios vuelven, trayendo un legajo breve, que condensa los problemas más urgentes, que hace décadas exigen solución. Pero encuentran al rey gravemente enfermo, ciego e incapaz de leer los documentos. Entonces el sabio más viejo, también mutilado y enfermo, se acerca a su señor diciéndole al oído: “los hombres nacen, aman, luchan y mueren. En estas cuatro palabras radica toda la sabiduría del gobernante”. Y así es, en efecto, mucho mejor nos iría si los proyectos de cada personaje que ofrece su talento y sus capacidades para salvarnos de la mediocridad y el desastre, se enfocaran a satisfacer esas acciones básicas que constituyen la vida humana y en hacer lo necesario para que éstas se cumplan dignamente. Lo demás es puro circo, sin pan ni gladiadores.
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