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Las laguneras opinan...| Familia obliga, indiferencia mata

María Asunción del Río

En nuestro país, el Día de Muertos es una celebración de vida. Las familias se reúnen alrededor de una “ofrenda” para evocar a los difuntos amados cuyos espíritus, según la tradición mexicana, por una noche regresan al que fuera su hogar, para comprobar que aún se les recuerda. Los vivos preparan el lugar conforme a usos y costumbres que mezclan símbolos de las culturas prehispánicas con otros de origen cristiano, en un sincretismo que cada año va aceptando nuevos elementos e interpretaciones, algunos francamente ajenos a nuestra cultura de antes y después de la Conquista.

Pero no importa; la intención de ofrecer al visitante incorpóreo -después de la oración por el descanso de su alma- los platillos y bebidas de su predilección, para que se deleite a su vista y su aroma, o decorar el sitio con flores, velas y papel picado, más todo lo que representa a la naturaleza y facilita el camino del alma o le ayuda a purgar sus pecados, sigue siendo un acto de amor y generosidad que nos congrega en un festejo que, sin duda, nos define ante los ojos de culturas extrañas como rematadamente locos.

¿A quién se le ocurre prepararle comida a los muertos, hacer cala-veras de azúcar con su nombre grabado en la mera pelona ¡y comérselas!, darle nombres irreverentes a la muerte y poner esqueletos dondequiera? ¿En qué cabeza cabe escribir versos burlones donde los vivos son acosados por “La Huesuda” que “les pela los dientes” y van a dar a los panteones con todo y sus mañas, su salud y sus poderes?

Pues nada más a gente rara que no respeta lo más serio y respetable que es el morir. En realidad, pienso que no se trata de eso, sino de un paliativo para mitigar el dolor de la ausencia, una especie de antídoto contra el miedo a morirnos, una precaución que tomamos para que no nos olviden del todo. Y a fuerza de repetir el ritual año con año, nos vamos familiarizando con la muerte que llevamos dentro y prevemos una reunión de amigos y familiares donde la pena será sustituida por los buenos recuerdos, el llanto por la risa de viejas anécdotas y el sabor amargo que nos llena la boca, por el gusto de un trago de tequila o un champurrado caliente.

Aun dejando de lado las consideraciones espirituales que la señalan como el principio de la verdadera vida, en la tradición mexicana la muerte es una celebración de carácter vital y sólo por eso merece que la conservemos y la transmitamos a nuestros descendientes.

La ubicación geográfica de nuestro país, más la creciente globalización y el estímulo permanente de la mercadotecnia, han convertido la fiesta de Halloween en algo casi tan cercano a nosotros como la ofrenda en los altares de muertos. Especialmente en el norte de México, el 31 de octubre, cuando el colorido del campo desaparece y las cosechas llegan a su fin, niños, jóvenes y una insólita cantidad de adultos se preparan para festejar, disfrazados de lo que sea, la Noche de Brujas, -sustitución anglosajona de la Fiesta de Todos los Santos-.

El sentido religioso de esta celebración no puede competir con las brujas y fantasmas que en medio de la oscuridad se hacen presentes, acompañando a los muertos que vuelven a la tierra en un ambiente macabro, propiciado por los disfraces de toda una galería de momias, hombres lobo y muertos vivientes que pululan por las calles pidiendo golosinas “¡Queremos jalogüín! ¡Queremos jalogüín!”, so pena de hacer alguna maldad a quien no los complazca.

Como todo entra en la diversión, para muchos es un inocente juego de niños; sin embargo, esta práctica se ha venido convirtiendo en algo bastante peligroso. No sé si usted esté enterado, pero la pasada noche de brujas, además de los numerosos daños provocados en casas y automóviles por los que pidieron y no les dieron, una jovencita de preparatoria que paseaba con sus amigas a bordo de un automóvil por la Madrid, en San Isidro, recibió en plena cara el impacto de una botella lanzada por un “hallowinero”; el golpe le provocó numerosos cortes en el globo del ojo, así como derramamiento de líquidos oculares, todo lo cual la tiene a un tris de perder el órgano y la vista.

¿Es posible divertirse de esta forma y que no pase nada? La verdad es que, además de un cuerpo de Policía inepto e irresponsable, más atento a conseguir mordidas y disimular, que a cuidar a la ciudad, evitar desmanes y proteger personas y casas -jefes y comandantes pueden decir lo que quieran, pues a las pruebas me remito-; además de esto, el fantasma de la mala educación, la falta de respeto por todo y por todos y una creciente pérdida de valores por parte de niños y jóvenes se manifiesta dramáticamente en casos como el anterior. Y no es producto del acelere que provoca un ambiente de festejo y reventón, donde los rostros se hacen irreconocibles, permitiendo cualquier violación a las normas de convivencia; lamentablemente, se trata de una práctica que cada vez más va integrándose a nuestro vivir cotidiano, mientras nos cruzamos de brazos.

¿Qué está pasando en las casas y con las autoridades, cuando los adolescentes -y muchos mayores- salen en tropel a causar destrozos, lastimar gente, insultar a sus camaradas, como si fuesen los peores enemigos, atacar -por simple diversión- al que va pasando, robar las pertenencias de otros, destruir sus instrumentos de trabajo, mancillar el pudor de niños o ancianos, intimidar al que no participa de las mismas tropelías, mostrar poder lastimando al que es más débil o insultando al que es más educado?

¿Es que nadie tiene cuentas qué pedirles? ¿Por qué se están convirtiendo nuestros muchachos en el terror de las calles, de festivales culturales, de las playas en temporada turística, de las escuelas y de los sitios de diversión? ¿En qué momento cambió el código de honor y dignidad ciudadana y cuándo dejaron las familias de preocuparse por el desarrollo moral y la conducta de los hijos?

Podemos echarle la culpa a mil factores: ambiente, influencia externa, impacto de modelos negativos de televisión, signo de los tiempos… Pero, indiscutiblemente, el factor número uno es la casa, porque en ella, puertas adentro, es donde se establecen los modelos de conducta que rigen la existencia de los hijos. En la casa se aprende a comer y recoger la ropa, pero también a respetar la propiedad ajena, a decir la verdad, a reconocer jerarquías y mostrar actitudes corteses hacia las demás personas. El lenguaje se modula en la casa; el trato físico se aprende en familia, lo mismo que las normas básicas de comportamiento y civilidad. Puede la escuela proporcionar conocimientos, métodos de investigación y facilitar el aprendizaje, pero la educación nace, crece y se desarrolla en casa y se manifiesta fuera de ella. El que hiere, el que destruye, el que roba, el que insulta, el que ultraja, el que atropella los derechos de los demás, el que miente, el que hace daño y se esconde para no afrontar su responsabilidad, lo aprendió todo en la casa.

Exactamente igual que las actitudes buenas, las acciones y palabras dignas. El valor de la vida -propia y ajena- contra la que nadie tiene derecho a atentar, ni siquiera en días de fiesta ni en un alarde de libertad, se aprende en la casa, así como la cortesía, la disciplina y la honestidad. Mucho tenemos que hacer las familias para frenar esta ola de violencia e irresponsabilidad que viene arrasando con los principios más elementales de una convivencia civilizada.

Y del mismo modo en que en el seno familiar surgen las costumbres que hemos comentado al principio de este escrito, repitiéndose de una generación a otra, fortaleciendo vínculos y actitudes ante la vida que explican nuestro actuar, así también en familia tenemos que aprender a vivir bajo principios de autoridad, a ser buenos, a no dejarnos llevar por la anarquía y la maldad.

¿Calaveras? ¿Brujas? Tome usted lo que más le guste, pero no deje que la fiesta se imponga a la oración ni autorice a destruir y lastimar. Que el recuerdo de nuestros difuntos nos congregue en el amor y el respeto por los vivos nos obligue a la paz.

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