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Las laguneras opinan.../La muerte ¿tiene permiso?

Laura Orellana Trinidad

El historiador de la muerte, Philippe Ariès, afirma que “hoy resulta vergonzoso hablar de la muerte y sus quebrantos, igual que antaño resultaba vergonzoso hablar del sexo y sus placeres”. Así, el principal tabú contemporáneo no es el sexo, sino la muerte, cuando durante milenios el hombre fue el amo soberano de su muerte y sus circunstancias.

Hace apenas unos siglos, se consideraba normal que cada persona, llegado el momento, se diera cuenta que su muerte estaba próxima. De alguna manera, se desarrolló toda una cultura para “leer” los signos del destino. O bien, el sujeto lo advertía por medio de señales de su cuerpo, o le correspondía a otros advertírselo pues se consideraba un privilegio que el moribundo presidiera su muerte. Habiendo recibido ese “aviso”, él mismo comenzaba a llevar adelante un ceremonial. Desde ese momento se dejaban las cosas preparadas para el tiempo posterior al fallecimiento. En su habitación, desde su lecho, se dirigía a los vivos: todo familiar, vecino, amigo o sirviente que tuviera que ver con el agonizante se acercaba. No se excluía de esta situación a los hijos; aun los más pequeños acompañaban a la persona que moría. Todos lo visitaban con solemnidad y respeto. Hasta la muerte duraba la ceremonia pública organizada por el propio agonizante, que tenía un protocolo particular que todos observaban interesados porque, a su turno, ellos mismos deberían realizarlo. La muerte era parte de la herencia que se pasaba de padres a hijos y por eso era importante que estuvieran los niños. La muerte era pedagógica.

Para Ariès, tres factores principales sacaron de la escena pública a la muerte: el creciente sentimiento familiar, los progresos de la medicina y la pérdida del sentido religioso. El primer elemento nos resulta conocido: el paso de la familia extensa a la conformada sólo por papá-mamá-hijos, contribuyó a un marcado acercamiento entre los miembros. De este modo, la familia contemporánea ya no tolera el impacto -dice el historiador- que se produciría en un ser querido y hasta en ella misma si se diera mayor presencia y certeza a la muerte. De hecho, hoy en día se puede considerar afortunado a quien muere sin darse cuenta: dormido o con el primer impacto en algún accidente, por ejemplo. Antes, al moribundo le interesaba participar en su propia muerte porque veía en ella un momento excepcional para despedirse de los demás y pedir perdón a Dios por las faltas cometidas. Muchas veces el moribundo “esperaba” a que llegaran los hijos que residían fuera para irse de este mundo. Era un momento en que estrechaba sus lazos con la comunidad.

El otro elemento también ha sido determinante: el logro principal de la medicina ha sido alargar el periodo de la vida, prolongarla: se espera que los médicos venzan o alejen -como en una guerra- al fantasma de la muerte.

Otro proceso social que cambió radicalmente la concepción de la muerte desde finales del siglo XIX hasta nuestros días ha sido la Modernidad, traducida en una pérdida del sentimiento religioso. Anteriormente, los largos ritos religiosos cumplían una doble función: la petición a Dios y a los santos por el alma del recién fallecido, que podría encontrarse en tránsito hacia la Gloria y también como ayuda a los deudos para desahogarse por la pérdida del ser querido. No resulta casual que de los novenarios pasamos a los triduos y después a la misa única. Actualmente, en un día pueden realizarse todos los trámites: desde la incineración de la persona, hasta el depósito de sus cenizas. Hemos pasado también de celebrar novenarios, para pasar a los triduos y luego a la misa única. De hecho, la sociedad acoge con gusto la serenidad y naturalidad con que los familiares toman la muerte de un ser querido: no más escenas desagradables de llantos desaforados, desgarros o desesperación. La imagen impasible de Jacqueline Kennedy durante el funeral de su esposo en 1963, fue en muchos sentidos de gran ejemplaridad frente al fenómeno de la muerte para el mundo moderno. Esta actitud se tomó por “elegante” e incluso, un periódico londinense de la época comentó: “Jacqueline Kennedy ha dado al pueblo americano una cosa que siempre habían deseado: majestuosidad”.

Sin embargo, las reglas sociales actuales no logran acallar el dolor y el genuino sentimiento humano ante la pérdida de un ser querido. Lo interesante es que se ha producido un desplazamiento hacia nuevas formas de expresión. Aunque suene curioso, el periódico es un vehículo -al parecer muy efectivo- para la comunicación de los sentimientos entre dolientes y fallecidos. Entre los avisos de ocasión, surgen trozos de aflicción, tristeza y ternura. En las esquelas, que antaño sirvieron para dar a conocer a propios y extraños la muerte de un allegado, hoy son el espacio privilegiado para que el mundo de los vivos y los muertos reestablezca ese contacto espiritual.

En este mismo impreso, las voces de los difuntos encuentran un canal apropiado. En una esquela publicada en diciembre de 2003, la difunta se dirige a sus deudos y les dice: “ya sé que me extrañan, pero no estén tristes, porque en verdad nunca me fui, yo sigo aquí, volteen a su alrededor y me verán. Soy la luz del sol brillando en su pelo, soy el murmullo del viento, soy su amigo imaginario (…) podremos estar separados pero estaré con ustedes donde quiera que estén”. En otros casos, el fallecido es quien convoca a sus amigos y familiares a una misa: “para conmemorar el tercer año de mi feliz encuentro con el Señor, espero la presencia de todos aquellos que compartieron conmigo a lo largo de mi vida; en la celebración eucarística… los invito a elevar una oración por el eterno descanso de mi alma”. En otros casos, ni siquiera se cita a una misa, sino simplemente se deja conocer a los lectores del periódico, que el recuerdo del ser querido persiste con el paso del tiempo. En una divulgada en febrero de 2003, un hijo recuerda a su padre que vivió de 1895 a 1950. Así, después de 53 años su hijo simplemente, “lo recuerda con cariño”.

Por supuesto, abundan aquéllas donde los deudos expresan sus sentimientos hacia los familiares fallecidos. En muchas, el estilo familiar se impone. Por ejemplo, en octubre de 2003, unos primos y amigos del fallecido escribieron: “queremos decirte que le eches ganas allá donde vas a estar y que siempre nos lleves en el pensamiento y en el corazón. Estarás siempre presente en nuestras vidas. Pídele a Dios por el confort y unión de tu familia”. Otra tiene de fondo una fotografía en la que se encuentra el extinto con tres amigos alrededor de una mesa en la que amigablemente tomaban unas cervezas. La esquela tiene un poema al amigo y la leyenda “… a siete años de tu partida, te recordamos como un gran amigo”. Por otra parte, los acrósticos son muy recurridos, como el siguiente que escriba una mujer a su esposo:

Ruego a Dios consuelo hoy a dos años de tu partida

Oveja sin pastor aún me siento pues… no sana bien la herida

Dolor y soledad en el alma tengo, donde quiera que te encuentres, acompáñame amor mío,

Ondas de esperanza y luz te llevaste, logrando así dejarme triste

Legado de amor me dejaste en vida y es por quien ahora vivo

Felices fuimos al procrear nuestra hija, fruto hermoso de tu amor y el mío

Orar a tu tumba hoy vengo para que tú, amor mío… nos cuides el cielo.

Una más en la que aparece la fotografía de la persona fallecida, de febrero de 2004, expresa con emoción: “el próximo tres de marzo se cumple un año en que te fuiste de este mundo. No ha sido fácil. ¡Qué corta y pasajera es la vida!...”. También en las esquelas se expresa la profunda fe, como en ésta dirigida a una pequeña niña: “han pasado 365 días, para ser exactos, desde que Dios Nuestro Señor tomó la decisión de tomarte en sus brazos y gozar junto a Él de su Gloria. Un tiempo en el que humanamente no ha sido fácil entender tu ausencia; sin embargo, sabemos que Dios no se equivoca, que Él sabe que tu paso por el mundo tenía un legado y creemos que cabalmente lo cumpliste”.

En esos pequeños recuadros, surge la emoción de lo que a veces no puede expresarse ya públicamente con el llanto, con una vestimenta especial o con rezos. Evitamos hablar de la muerte, como si con eso la conjuráramos. Queremos pulverizar a nuestros difuntos en un día, como si con eso pudiéramos olvidarlos. Tal parece, que la muerte sólo tiene permiso de aparecer entre las ventas de automóviles, las solicitudes de empleo y perros perdidos que se buscan. Al parecer, éste es el lugar que hoy le damos.

lorellanatrinidad@yahoo.com.mx

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