Hace unos días viajé en el tiempo. No hubo máquinas ni fórmulas mágicas; no convoqué a los espíritus ni me cubrieron polvos de hada, ni siquiera se trató de una fecha propicia para lo imposible. Sin embargo, el milagro ocurrió: junto a mi hermano y nuestros respectivos consortes rompimos la barrera del tiempo y nos remontamos cuarenta años atrás, por los caminos que llevan a la tierra de nuestros ancestros y de nuestra infancia.
Al mero norte de Coahuila, Piedras Negras fue nuestro sitio único para vacacionar, mientras los hermanos mayores tiraban hacia otros rumbos con los parientes de su edad y los más pequeños se quedaban en casa. Allá íbamos Toño y yo, cargados de emociones, a reencontrarnos con los abuelos, los tíos ancianos y un vecindario que nos conocía por nuestro nombre y esperaba nuestra presencia para recorrer las calles empedradas y el puente que, cruzando el Bravo, nos llevaba a un primer mundo apenas mejor que el mexicano, cuya ventaja mayor eran las máquinas de chicles y los centavos “oro”, contra la plata de nuestra moneda (¡qué diéramos por que valiera hoy lo mismo que entonces!).
Cruzábamos casi a diario, contando los pasos sobre el puente, los carros de alguna marca o color específicos, las placas gringas contra las mexicanas, la gente que apenas iba cuando nosotros regresábamos… Y no obstante el calor, nuestra carga era tan ligera que no llegaba a fatigarnos: una bolsa de alimento para gallinas, algunas uvas en canasta y sendos popotes de polvo acidulado que, además de encantarnos, era prácticamente lo único que podíamos comprar. Nada de importancia, como tampoco lo es esta evocación, pero bastaban para llenar nuestros días de significado y nos daban el tiempo suficiente para hablar, discutir, reírnos mucho, conocernos mejor y esperar que las vacaciones se alargaran lo más posible, mientras alimentábamos la esperanza de repetirlas pronto.
¿Qué podía tener de atractivo para un par de niños como nosotros una casa de madera y techo laminado, desprovista de todo lujo -hoy lo reconozco así, aunque entonces no lo noté-, situada en un barrio humilde y deslucido? ¿Por qué éramos tan felices si no había televisión ni mis abuelos tenían automóvil para sacarnos de paseo ni dinero para comprarnos juguetes o entretenimientos? Las horas pasaban en armar rompecabezas, leer cómics viejos o números más viejos aún de Selecciones, jugar a la matatena, bajar al río a tratar de pescar bagres con cañas hechizas, hacer mandados, escuchar las historias interminables y picosas que una tía abuela ensartaba entre la costura de su mortaja y las dudosas jugadas de damas chinas con las que implacablemente nos derrotaba cada día.
No teníamos bicicleta, pero sí unos buenos pies descalzos con los que recorríamos el barrio (entonces nos parecía la ciudad entera) entregando huevos de gallo-gallina a los clientes de nuestra abuela, vendiendo granadas y hielitos de sabores a quienes no tenían refrigerador o recogiendo la cuota de vecinos para las obras de la Iglesia. Saltábamos de una sombra a otra para no quemarnos con el pavimento ardiente, lo que demoraba más el recorrido, evitando el encuentro con los locos del pueblo que, como otras personas, hacían escala en casa de mis abuelos, para merendar.
El atardecer nos alcanzaba jugando lotería, “despelucados” también por Marina -consumada tahúr y encantadora de niños- y, tras la irrepetible cena de chorizo y tortillas de harina hechas en casa, acabábamos la jornada pegados a la radio, siguiendo las aventuras de Chucho el Roto, los trabalenguas del Doctor IQ o las tragedias de Una flor en el pantano. Sin refrigeración en casa, nadie dormía mejor que nosotros en el patio, reconociendo estrellas.
Nada importante, nada que merezca la pena contarse, nada fuera de lo común… sin embargo, me conmueve descubrirlo tatuado en mi memoria, despertando a la sola vista de calles y rincones que ahora recorrimos en un dos por tres, con zapatos y mucho más lentos y acalorados que en los años de nuestra primera felicidad. El olor de los mezquites, el sonido metálico de las chicharras, el mismo aroma en todas las cocinas nos devuelven un Piedras sin chiste, encogido en la medida que nos hacemos viejos. El Bravo también parece chico, consumido tal vez por la ilusión de tantos hombres y mujeres que lo han cruzado tratando de llegar a la tierra prometida: antes de ahogarse, seguro se bebieron el agua que falta.
Cuarenta años son muchos para que todo esté igual. Nuestra gente se murió y nosotros cambiamos; ahora pasamos la frontera dispuestos a gastar pesos nuevos que, convertidos en dólares, siguen siendo centavos. Ha cambiado el espíritu con que íbamos al lado americano, expectantes por las novedades del Kress y suspirando por una coca-cola que sabía distinto. Jamás pensamos en aquel tiempo que entre aquí y allá había más diferencias que el sabor del refresco o los huevos de Pascua.
Ignorábamos que nuestros mundos eran diferentes y que, años después, miles de mexicanos morirían en el camino que nosotros hacíamos jugando, o convertidos en blanco de custodios fronterizos que defienden su tranquilidad y sus recursos acosando inmigrantes, mientras ellos se desviven por sobrevivir y seguir mandando esos dólares mojados de sangre y llanto, que son la mayor fuente de divisas de nuestra economía.
No sabíamos que una piel morena podía ser tan aborrecida ni imaginábamos que el desprecio de Estados Unidos llegaría a manifestarse abiertamente en un Eagle Pass -el viejo- sucio, descuidado, lastimosa y deliberadamente venido a menos, saturado de ventas de segunda y tercera. En los cascarones de antiguos almacenes, hoy fraccionados en porciones pequeñísimas, pululan las mini-pulgas chinas, contrastando con marquesinas y fachadas que se han dejado ahí, en memoria de lo que ya no conocerán otras generaciones, a menos que se internen un poco más allá, donde no huele a México y sí se habla inglés. La ilusión recuperada en Piedras se hizo pedazos en las calles de Eagle Pass, sin que hubiera en el moderno mall pegamento suficiente para juntarla de nuevo.
Los pueblos y municipios recorridos en este trayecto a la nostalgia tampoco muestran cambios. Qué bien les vendría la visita de los aspirantes al Gobierno de Coahuila, perfectos desconocidos para quienes salen a las carreteras a vender conitos de cajeta y dátiles, o desde sus casas comercian con quesos, frutas o los raspados más deliciosos del norte. Qué bien les vendría a los candelilleros, heridos el cuerpo y el alma, castigado el producto de su trabajo con precios que más denigra a quien los paga, la presencia viva -no sólo en bardas y carteles- de quienes pretenden gobernarlos.
¡Ojalá representen estos pueblos algo más que palabras y queden incluidos en los planes del triunfador! Digo, si es que en las arcas del Estado, del partido o de los respectivos patrocinadores quedan fondos para atender necesidades reales, más allá de la infinita multiplicación de sus rostros risueños y sus calcomanías de cuerpo entero, sobre toda superficie visible. Estoy segura que un trabajo firme y en serio por el centro y norte del Estado resplandecerá y dignificará cualquier proyecto de Gobierno, mucho más que los debates y los paseos de carnaval por calzadas y bulevares de Torreón o de Saltillo.
Vayan, señores candidatos, dense una vuelta por allá, adéntrense en los pueblos, comprueben la realidad coahuilense antes de la zona fronteriza, reconozcan la belleza del Estado y las limitaciones de nuestra gente, congelada en el tiempo por la falta de más oportunidades y siempre a la espera de que alguien vaya a dar cuerda a su reloj. Ahí están, esperándolos de todo corazón.
ario@itesm.mx