Las familias tienen el pleno derecho a divertirse. Antaño era extraño que se organizara un guateque hasta altas horas de la madrugada. Las otras familias tienen también el pleno derecho a descansar en sus hogares. ¿Cómo hacer coincidir ambos propósitos en una ciudad que ha ido creciendo, para mi gusto, exageradamente? Antaño, las colonias aún no se inventaban, los habitantes tenían sus residencias en el centro de la ciudad donde gozaban de una tranquilidad casi conventual. He de decir que de niño y hasta la adolescencia lo único que perturbaba el silencio de las horas nocturnas era el sonoro retumbar de las campanas de la iglesia, lo que hacía en las primeras horas de aquellas madrugadas en que el sueño atenazaba a los provincianos metidos aún en sus lechos. Era un placer inmenso el escuchar a piadosas señoras, cubierta la cabeza con mantillas de encaje, desplazarse de las viviendas del rumbo que aun cerraban sus puertas con trancas, llevando entre sus dedos el rosario y el misal, oyéndose imperceptiblemente, si uno tenía el cuidado de aguzar los oídos, el suave roce de las enaguas en las frías baldosas.
La ciudad era en aquel entonces señorial y majestuosa. La misa era celebrada por sacerdotes de origen español que usaban el canto gregoriano como una ventana abierta hacia el cielo, donde los seres humanos ubicamos la casa de Dios. El misterio flotaba en el aire, como el humo de los cirios que llegaba al olfato de los devotos feligreses. El latín era una lengua que nos conducía a las catacumbas de los primeros cristianos. Las palabras adquirían un significado esotérico causando un influjo que se apoderaba de los creyentes llevándolos a un éxtasis místico. En el altar, con sus ropajes sagrados, oficiaba la solemne misa el clérigo acompañado de dos monaguillos, encargados de ayudar al canónigo repicando campanillas en el momento culminante en que se eleva el santo grial ofreciendo el sacramento eucarístico. Afuera las palomas volaban en bandadas, cual si un gavilán las acechara. Tímidamente, cual si se avergonzaran de despertar a los que aún dormían, los primeros rayos de sol asomaban por encima de la serranía, entrando por las rendijas de puertas y ventanas. El presbítero daba por concluida la ceremonia bendiciendo a los fieles con la señal de la cruz.
Eso sufrió un cambio sustantivo. Las estridencias llegaron a nuestra ciudad. Durante las noches, antes tranquilas y apacibles, el ambiente se llena de infernales notas musicales que mantienen en vilo a los desvelados que dan vueltas en la cama tapándose los oídos con la almohada sin ningún resultado. El ruido es descomunal, estentóreo, apoteótico. A los que residen cerca se les convierte en un martirio, sólo equivalente al que sufría San Benedicto de Nursia, quien se arrojaba desnudo en una planta espinosa para espiar sus tentaciones carnales. En la recámara es imposible conciliar el sueño. No hay quién les impida soltar semejantes bramidos que sólo pueden tener su origen en los clamores de almas en pena, aguijonadas por los diablos del arrepentimiento.
El sonido se convierte en un estruendoso ruido sin pies ni cabeza que amenaza con destruir nuestros tímpanos. Es una monserga que se repite a lo largo de la semana. Días inhábiles o hábiles, no hay respeto a los que trabajan al siguiente día. Empieza en las últimas horas de cualquier día de la semana para terminar en horas de la madrugada de otro día. Uno se pregunta ¿no hay una autoridad que impida que se establezcan salones de festejos en lugares donde la gente tiene la necesidad de pernoctar? Y ya que están ahí ¿no pueden obligarlos a que la música esté en lo más bajo de los decibeles de tal manera que no afecte a los demás? He oído quejas, subidas de tono, por la ausencia de voluntad para encontrarle una solución a este problema. Por lo pronto prepárese ya vienen las posadas que ayer eran de recogimiento espiritual y hoy, salvo honrosas excepciones, son para darle rienda suelta a las más bajas pasiones humanas.