Los habitantes de ciertas ciudades, aquellas que de alguna manera juegan un papel notable en la Historia (con mayúscula) suelen preciarse de tener características que, reales o imaginarias, los distinguen de sus coterráneos que no tienen la (discutible) dicha de vivir en la urbe correspondiente. Así, los neoyorkinos se precian de su hosquedad, su capacidad mundana para aceptar como normal cualquier cosa, por extravagante que sea (así se trate de una señora vestida de vikinga en el vagón del Metro o las ?instalaciones? con que Christo arruinó Central Park este año), y su aguante a las adversidades y plagas que los acosan, llámense Osama bin Laden, Alex Rodríguez o diplomáticos de Naciones Unidas. Los londinenses por su parte siguen viéndose como los cosmopolitas elegantes y civilizados capaces de manejar un imperio mundial sin perderse el té de las cinco. Y los chilangos, bien lo sabemos, consideran que su ciudad es la única de este país macrocefálico: fuera de ahí, todo es Cuautitlán.
Ciertamente, los habitantes de las grandes capitales suelen ser soberbios y mirar por encima del hombro a los que no nacieron en ellas, sean connacionales o extranjeros. Pero quienes se llevan las palmas en ese sentido son los parisinos: ésos sí para que vean son sangrones y pesados: no sólo piensan que todo el mundo debería saber en qué estación del Metro debe bajarse (pese a haber viajado cinco mil kilómetros para darles su visitadita), sino que lo declaran a uno inexistente si no hace al menos la lucha de hablar en francés. Nunca (¡nunca!) pregunte ni pida nada en inglés estando en París (bueno, en casi toda Francia), porque sabrá lo que es ser de celofán, como cantaba el buen John C. Riley en ?Chicago?. Lo divertido del caso es que los parisinos ignoran hasta a los Quebecoises, los canadienses francoparlantes que tanto se precian de su herencia gala, y a quienes los hijos de la Ciudad Lux tratan como si provinieran (y hablaran el dialecto) de Baluchistán.
Otra característica histórica de los parisinos es construir barricadas a la menor provocación. No puede haber la menor muestra de descontento porque de botepronto alguien grita: ?Citoyens: a les barricades!? y ¡órale, alonsenfans!: todo el mundo a amontonar adoquines, carriolas, postes de la luz, árboles (muertos o sanos), muebles viejos y vehículos de todo tipo (de preferencia pertenecientes a vecinos odiados o latosos) para cerrar las calles, bloquear la entrada al barrio y, si es necesario, echar bala contre la tyrannie? habiendo tenido esta última montones de encarnaciones: la de Luis XVI, la de Carlos X, la del Gobierno de emergencia en 1871, los nazis en 1944 o el narizotas De Gaulle en 1968. La manía parisina de construir barricadas a la mínima provocación tiene una larga y venerable prosapia.
Por eso nos llamaron la atención (en un principio) los sucesos ocurridos la semana pasada en el barrio suburbano (ciudad dormitorio, los llaman allá) de Clichy-sous-Bois, a unos doce kilómetros de las goteras de París. Resulta que, durante un incidente que sigue estando confuso, dos adolescentes se electrocutaron, aparentemente al tratar de esconderse de la Policía en una subestación eléctrica. Para mayor inri, los presuntos rateros eran musulmanes de origen norafricano. Los vecinos rápidamente protestaron por lo que consideraban una muestra más del racismo y brutalidad de la Policía parisina. Y lo hicieron enfrentándose a las fuerzas del orden a punta de cascotazos e incendiando vehículos oficiales y particulares. La violencia se extendió a otros barrios suburbanos durante varios días.
Como al tercero o cuarto no pudimos sino preguntarnos qué rayos estaba pasando. No porque se estuviera apedreando a la Policía Antimotines, amena distracción juvenil muy frecuente allá; sino porque a nadie se le había ocurrido levantar barricadas en esos andurriales. Y entonces nos cayó el veinte: ése era en realidad el problema: aunque hubiera nacido ahí, aquella gente no se sentía parisina. Vaya, ni siquiera francesa, ya no digamos europea. Ahí está el quid del asunto.
Lo que han puesto de manifiesto las hogueras que iluminaron el cielo nocturno de las afueras de París es la enorme cantidad de personas que no han sido integradas a la nación y sociedad francesas, pese a haber nacido en su seno. Que han sido castigadas por las plagas modernas del desempleo, la marginación, la pobreza y la ghettización, cóctel explosivo sí los hay. Y cómo la paciencia se les está acabando, con imprevisibles consecuencias. Mejor dicho, muy previsibles: violencia, radicalización y alienación. Fue lo que vimos la semana pasada.
Un siete por ciento de la población francesa se proclama musulmana. La mayoría de ellos son inmigrantes o hijos de inmigrantes de los países del Magreb (Marruecos, Túnez y Argelia) y las ex colonias del África Negra. Estarán de acuerdo conmigo en que constituyen una minoría notable, una proporción sustanciosa de quienes viven en la cuna de las libertades y derechos de la Modernidad.
El problema es que, por raza y religión, y pese a las leyes de la V República Francesa, se han topado con las barreras que suelen enfrentar las minorías en muchas otras partes: rechazo, discriminación, marginación, escasez de oportunidades? el mismo rosario de calamidades que en el Sur norteamericano, la Ucrania de los zares o la Armenia otomana. La cuestión es que aquí hablamos del centro de Europa en el siglo XXI. Y el problema no es exclusivo de Francia: en toda Europa se están presentando circunstancias que podrían seguir la misma evolución que allá.
Los europeos estuvieron acostumbrados toda la vida a ser expulsores de emigrantes, no receptores de inmigrantes. La gente salía del Viejo Continente huyendo de las guerras, la intolerancia religiosa o la opresión política, desbordándose en América primero, y el resto del mundo después. Pero a partir del último medio siglo (las últimas dos generaciones) el sentido de los movimientos poblacionales se invirtió: los europeos se quedaron y los inmigrantes empezaron a llegar. Primero en forma de goteo, luego como un torrente imparable, a medida que Europa alcanzaba una enorme prosperidad y los países independientes africanos y levantinos se iban al demonio. La eterna historia: siempre que haya sociedades con carencias viviendo relativamente cerca de otras prósperas, los fregados van a arrostrar los peligros que sean para ir a dar a (lo que hoy llamamos) el mundo desarrollado. Cuando en el año 410 los bárbaros atravesaron el Rhin congelado hacia el Imperio Romano, lo hicieron con el ánimo de nuestros braceros cruzando el desierto de Arizona: en busca de mejores perspectivas? no para acabar con una civilización que ofrecía más y mejores satisfactores, en donde reinaba el orden y no había que verse en el predicamento de elegir entre bribones como Madrazo y Lopejobradó (a propósito de barbarie ?). Además, en el siglo XXI las comunicaciones y transportes actuales facilitan los movimientos.
En un principio (hablo de los años sesenta y setenta) el fenómeno pasó casi inadvertido, especialmente acá en el Nuevo Mundo. No fue sino cuando empezaron a aparecer jugadores de color serio en las selecciones de Holanda, Francia, Inglaterra y hasta Suecia, cuando muchos caímos en la cuenta que la primera generación de hijos de inmigrantes ya estaba dando de patadas en el Viejo Continente? y no sólo en el sentido futbolístico.
Pero lo que había sido un proceso lento y leve se transformó en otro rápido y masivo, especialmente en las últimas dos décadas. Y la mayoría de las sociedades europeas no han sabido cómo hacerle frente. En algunas partes (Francia) el asunto se agrava por la alta tasa de desempleo y lo costoso que está resultando el Estado Benefactor. En otras (Holanda), porque la presencia de los inmigrantes ha desarticulado hasta cierto punto las relaciones de sociedades tradicionalmente muy homogéneas. En otras más (Austria), la herencia racista ahí seguía, vivita y coleando , sólo que no había tenido oportunidad de manifestarse. En fin, que la Vieja Europa se encuentra con un fenómeno histórico desconocido que puede convertirse en una bomba de tiempo.
Para terminar de fruncir lo arrugado, todos saben que la inmigración es necesaria, simplemente por los bajísimos índices de crecimiento demográfico de muchos países desarrollados; que en algunos casos, de hecho, son negativos. ¿Quién hará andar la economía, pagará los impuestos y las pensiones, mantendrá el régimen de seguridad social en dos o tres décadas, si no están naciendo niños que se hagan cargo? Pues quienes lleguen de fuera a trabajar y, cómo no, a hacer los niños que los otros se niegan a procrear por simple baquetonería y comodidad.
El problema es que, como lo indican las hogueras de Clichy-sous-Bois, muchos de esos inmigrantes y sus hijos no se sienten integrados, ni siquiera pertenecientes al organismo social en el que ya nacieron. Y eso es grave. No sólo por lo que nos dice del presente, sino del futuro: la integración debe realizarse hoy, so pena que en unos años esa gente que debe hacerse cargo de su patria? ni siquiera la reconozca como tal.
Y no nos admiremos, mexicanos: algo así estamos haciendo con los jóvenes de clase baja que terminan en el cholismo y la delincuencia por razones muy parecidas a las de los inmigrantes de Clichy-sous-Bois. Nada más que acá se drogan con thinner y se pelean con la Policía en sus colonias cada sábado por la noche sin incendiar vehículos? porque en sus barrios ni eso hay.
(Y esto nos atañe a todos: nadie está exento. Si no, pregúntenle a la muchacha a la que casi le sacan el ojo derecho de un botellazo mientras circulaba por la avenida Madrid de San Isidro la noche de Halloween. Sí, en colonia pípiris-náis).
Consejo no pedido para levantar barricadas en tres fáciles lecciones: lea ?Retrato de grupo con señora?, genial novela de Heinrich Böll, sobre las reacciones ante ?el fuereño?; lea también ?El salvaje?, de Chester Himes, que le permitirá entrar en la mentalidad de Clichy-sous-Bois. Y vea ?¿Sabes quién viene a cenar?? (Guess who?s coming to dinner?, 1967) con Spencer Tracy, Katherine Hepburn y Sydney Poitier y ?Al maestro con cariño? (To Sir, with love, 1967) también con el gran Poitier, sobre lo complicado que pueden ser las relaciones interraciales? sobre todo en ciertas sociedades. Provecho.
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