La zona habitada por los colonizados no
es complementaria de la zona habitada por los colonos. Esas dos zonas se
oponen, pero no al servicio de una
unidad superior. Regidas por una
lógica puramente aristotélica, obedecen
al principio de la exclusión reciproca:
no hay conciliación posible. Uno de los términos sobra.
Franz Fanon en Los
condenados de la tierra.
El fenómeno de las bandas de jóvenes migrantes de primera y subsecuentes generaciones no es un caso aislado en Francia. La vida en las fronteras siempre es laxa. La posibilidad de pasar de un país con limitaciones económicas a otro que parece presentar más opciones, es sin duda un comportamiento universal.
Lo es también el choque cultural que implica integrarse después de emigrarse. Porque la migración es muchas veces involuntaria. No queda de otra. Pero la integración requiere un acto volitivo de doble vía. La voluntad del que se integra y la voluntad del los que aceptan esta integración. Sin las dos no hay tal integración.
Una de las grandes cualidades de una integración mutuamente aceptada es aquella que no sólo exige que el migrante acate las formas y leyes del país, sino la que acepta también las manifestaciones culturales del integrado.
La migración que se dio a partir del primer auge del desarrollo capitalista y que forjó a las naciones que hoy son bastiones económicos a escala mundial, permitió la integración. La migración que se ha dado después de la posguerra y que abarca ya más de cinco décadas, no ha sido una migración que se integre. Y no por falta de voluntad de los migrantes, sino por el rechazo, por todos los medios, de los países receptores.
La doble moral del país que recibe a los migrantes (necesito tu mano de obra, pero no quiero integrarte), tuvo respuesta de descontento. En el caso de la migración mexicana hacia Norteamérica, las bandas de los llamados pachucos que devinieron en cholos décadas después, es una forma de expresión que muestra la resistencia a un soterrado rechazo a la integración (léase, ese extraordinario ensayo de Octavio Paz, El laberinto de la soledad).
Nosotros hemos recibido durante años, denostaciones y vejaciones en los estados fronterizos de Norteamérica por ser migrantes intermitentes hacia ese país. En las décadas medias del siglo pasado, las generaciones de emigrantes mexicanos tuvieron expresiones de descontento frente al sincretismo impuesto por la migración.
Pero tampoco estamos exentos a mostrar intolerancia a la migración interior (de lo rural a lo urbano) y la que se mueve desde Centro y Sudamérica hacia nuestro país, muchas veces como lugar de paso hacia Estados Unidos. Pero también para venir a desarrollar tareas mal pagadas en el sureste mexicano. Nos espanta ahora la famosa banda delictiva de los Maras. Pero el trato que les damos a nuestros hermanos centroamericanos no dista mucho de la xenofobia y el racismo.
La situación pues de los jóvenes sin futuro, sean migrantes o no, es un asunto que debe atacarse a tiempo y no esperar que los estallidos sociales nos apuren a inventar respuestas. Estos jóvenes, nuevos nihilistas, sin bagaje ideológico. Aparentemente sin causas claras, sólo manifiestan su realidad de no futuro. Es lo único que parecen tener claro.
Sus manifestaciones están mas allá de la conciencia de sus carencias de orden social, respecto a la educación o la asistencia social que requieren. Tienen claridad sólo de sus reales posibilidades de desarrollo, que para ellos son nulas.
Por ello construyen no solo desinterés, sino desprecio a cualquiera de las formas de participación o intervención en causas comunitarias o ciudadanas que formalmente abren las sociedades democráticas en las que viven.
No quieren dialogar porque las palabras no les dicen nada. Su pertenencia territorial los lleva a los enfrentamientos cotidianos con sus iguales o con las fuerzas públicas que son la expresión más cercana de Gobierno que conocen en sus jóvenes vidas.
Porque lo que ocurre hoy en el mundo no es solamente el fracaso de la política social y la distancia de la juventud (y aquí hay que sumar también a los jóvenes más educados) respecto a la política real y actuante.
Hoy lo que se está manifestando y muestra sus grietas en estas aun limitadas manifestaciones, que tarde o temprano las ensancharán, es la quiebra del contrato social (léase sociedad democrática) que no sólo genera, sino hereda exclusión.
Y esto es una lección que debemos empezar a entender, ya que si en sociedades como la francesa que bien o mal construyeron un modelo de bienestar, hoy se enfrenta una crisis de esta magnitud, quienes no lo hemos logrado y seguimos funcionado con índices de marginación elevadísimos y casi irreductibles, el mantenimiento de niveles mínimos de cohesión social y en particular la integración de los jóvenes, son cuestiones cruciales.
Para nuestro país, donde el incremento de los actos antisociales, la delincuencia en sus distintas manifestaciones, el oprobio de vivir la impunidad y la destrucción de valores de orden comunitario, ambiente en el que jóvenes de toda condición social se mueven, es francamente explosivo mantener la inacción y pensar además que estamos bien y vamos bien y sin problemas.
No podemos cometer la irresponsabilidad de pensar que lo que pasa en Francia no nos afecta. No podemos creer, aun cuando las fisuras en la democracia gala hoy puedan ser tapadas, que la tendencia que lleva el actual modelo de desarrollo es la correcta. La llamada de atención que en forma inconsciente nos envían estos jóvenes franceses, debemos entenderla como una nueva oportunidad para reordenar nuestras políticas públicas. Pero también para empezar a revisar nuestro pacto social.