“Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”. Jesús
(Mateo 19:4)
El divorcio es siempre una experiencia dolorosa, pero sin duda cumple una función social muy importante. Cuando una familia se rompe, es mejor para todos —incluidos los hijos— reconocerlo y aceptarlo. Sólo hay algo peor a un matrimonio que se deshace: el que permanece unido a la fuerza.
Siempre he defendido la necesidad de tener leyes razonables de divorcio. En países como España, Italia y Chile, que legalizaron el divorcio hace relativamente poco tiempo, la falta de este procedimiento generaba enormes sufrimientos familiares y sociales. La legislación del divorcio debe enfocarse a la protección de la esposa y los hijos, que a menudo quedan desamparados por el abandono del esposo y padre, pero no se gana nada con mantener en lo formal una relación que se ha disuelto en lo emocional.
En la tradición judía, de la que el cristianismo es heredero, el divorcio era aceptado (véase Deuteronomio 24:1). Pero la Iglesia Católica ha sostenido siempre que el divorcio no debe permitirse. Se fundamenta para eso en unas palabras de Jesús: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”.
Entiendo que la Iglesia deba mantener su rechazo al divorcio, a pesar del mal que la falta de este proceso pueda generar en las familias y en la sociedad. El rechazo a que el hombre separe lo que Dios ha unido no puede ser soslayado por alguien que realmente piensa que Jesús es Dios mismo encarnado. Quienes, como yo, sostenemos la importancia de mantener y perfeccionar el divorcio, lo hacemos con la idea de que las instituciones del Estado deben estar separadas de la Iglesia. Pero, por supuesto, uno está obligado a respetar la posición de los católicos o cuando menos la de los verdaderos católicos.
Lo que no se puede respetar tan fácilmente es la actitud de una Iglesia que rechaza formalmente el divorcio, pero que ha convertido la anulación en una forma sistemática de otorgar divorcios disfrazados a un grupo de privilegiados.
Ayer el periódico Reforma dio a conocer una información que sostiene que Marta Sahagún, la esposa del presidente de la República, Vicente Fox, obtuvo en diciembre pasado la anulación de su primer matrimonio, un matrimonio católico, con Manuel Bribiesca. Unos días antes la revista Proceso había publicado un reportaje sobre el futuro matrimonio de la empresaria María Asunción Aramburuzabala y el embajador estadounidense Tony Garza. La mayor parte de este reportaje puede descartarse como una simple nota de sociales con especulaciones sobre las motivaciones de los contrayentes. Pero lo significativo, como me señala un amigo periodista, es la información de que ella se vio favorecida también con una anulación.
Reforma citaba el Anuario Estadístico de la Iglesia Católica, una publicación anual de la Oficina Central de Estadística del Vaticano, para informar que en el año 2002 se tramitaron en primera instancia 52,247 peticiones de nulidad de matrimonio. De éstas, 1,509 fueron de mexicanos. No estamos hablando, pues, de una acción excepcional que se acepte sólo en casos muy especiales, por ejemplo de falta de consumación del matrimonio. Estamos viendo más bien un proceso sistemático para otorgar divorcios disfrazados a personas que tienen recursos o acceso a los altos niveles de la jerarquía católica.
Un amigo divorciado me comentaba recientemente que la anulación es un insulto a los hijos. La nulidad del matrimonio los convierte súbitamente en ilegítimos. Un católico que busque una anulación eclesiástica no sólo está incurriendo en un acto de deshonestidad personal, al pretender seguir siendo católico tras incurrir en una conducta que Jesús prohibió, sino que además les ocasiona un daño moral a sus hijos, lo cual es peor todavía.
La Iglesia Católica tiene todo el derecho de establecer una práctica moral sobre la base de un mandamiento muy claro de Jesús. Lo que no debe hacer es tomar este tema con hipocresía. De nada sirve luchar en contra del divorcio en el matrimonio civil cuando se mantiene en el eclesiástico un procedimiento que disuelve de manera subrepticia el matrimonio religioso pero con consecuencias particularmente nocivas para los hijos.
Si realmente la Iglesia sostiene que el hombre no puede separar lo que Dios ha unido, entonces que los hombres de la Iglesia no separen lo que Dios unió.
VOTO EN EL EXTRANJERO
Ningún partido se atrevió a rechazar en la Cámara de Diputados el voto de los mexicanos en el extranjero. Ninguno quería que estos nuevos electores los castigaran en 2006. Pero el nuevo artículo de Ley no resuelve los problemas fundamentales de esta propuesta. ¿Cómo se va a mantener la equidad de los procesos en el extranjero? Si alguien viola la Ley mexicana en Los Ángeles, ¿quién lo va a castigar?
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