La fe mueve al mundo. En pleno siglo XXI la antigua sentencia sigue vigente. Hoy sabemos que la ampliación razonada de los misterios por medio de la ciencia no cancela, por el contrario, muy probablemente incentive al pensamiento religioso. Pero la fe, esa necesidad de creencias y explicaciones, no se da en el limbo. Las expresiones terrenales de la fe son encausadas y administradas por las iglesias. Los dirigentes religiosos tienen así una doble responsabilidad: tratar de satisfacer la vida espiritual de los seres humanos y, a la par, tratar de que las expresiones terrenales ayuden a la convivencia humana. Karol Wojtyla supo usar el gran poder de la Iglesia Católica para impulsar las libertades políticas de millones de oprimidos. El Papa polaco fue un muy hábil impulsor de la democratización de los regímenes comunistas y de otras áreas de mundo. Gran mérito.
El mundo que recibió hace un cuarto de siglo sufrió cambios muy positivos gracias en parte a las presiones que él ejerció. Pero las religiones o mejor dicho las tensiones que ellas provocan, y Wojtyla lo sabía muy bien, también han sido la principal fuente de violencia en la historia. La segunda mitad del siglo XX no fue la excepción. De allí el otro gran logro de Wojtyla: la distensión.
La primera visita de un Papa a una mezquita, a una sinagoga, el encuentro con la Iglesia ortodoxa, con los anglicanos, los palestinos, etc. son actos simbólicos que parten del reconocimiento de las nefastas consecuencias de las verdades únicas y toda religión lo es. ¿Cómo sostener la defensa de una fe y a la vez aceptar la validez de las otras expresiones? El dilema doctrinal es complejo. Pero las consecuencias políticas de la intolerancia son muy sencillas y se resumen en una palabra: violencia. Kolakowski recuerda la contradicción entre el Sermón de la Montaña, la aceptación pasiva de la violencia, el martirio y muerte de Jesús como ejemplo frente a la expulsión de los mercaderes del templo. Aminorar la intolerancia fue consigna política, muy terrenal de Karol Wojtyla.
Lo fue en un mundo en que la Iglesia Católica debía a los judíos en particular, pero también a la humanidad en general, algo más que una disculpa por el ominoso silencio de esa institución durante el Holocausto. La disculpa salió de la propia boca del Pontífice. El horror nunca tendrá remedio. Las iglesias pueden ser entidades civilizadoras o depredadoras. Una sexta parte de la humanidad, poco más de mil millones, se declara seguidor de esa fe. En ese sentido Wojtyla imprimió un rumbo al enorme navío. Pero cuidado con las concesiones que toda muerte provoca. Dos mil años de historia no se cambian en 26.
Wojtyla fue ante todo un severo defensor de su fe. A las señaladas debilidades de su Iglesia reaccionó con dureza. ¿Habrá sido la mejor estrategia? Los datos no le darían la razón. La fe católica no ganó espacio en el último cuarto de siglo, por el contrario perdió algunos puntos. Las dinámicas poblacionales son una de las coordenadas explicativas. La fe musulmana sí creció como también lo hicieron las opciones evangélicas y los no afiliados a ninguna fe. En América Latina son los evangélicos los que absorbieron a la deserción católica.
Las prácticas católicas entraron en crisis en naciones de acendrada fe como lo son Italia y España. La dureza del Vaticano en asuntos como la planificación familiar alejó a muchos creyentes. La vida urbana, la modernidad, se impusieron ante preceptos doctrinales que, por los hechos, resultan cada día más difíciles de seguir. Ganó el realismo y México es ejemplo.
Pero hay más. El terrible flagelo de Sida va a costar decenas de millones de vidas, sobre todo en el África subsahariana. ¿Cómo entender que los principales defensores de valorar la vida permitan que el horror avance por no aceptar el uso del condón? ¿Puede la doctrina enfrentarse así a la vida misma? ¿Cuáles serán las consecuencias del nulo avance en la participación de las mujeres al interior de la fe católica? ¿Se fortalecerá esa Iglesia o se agravará la desbandada de sacerdotes y monjas, como ocurre en Estados Unidos? ¿Hasta dónde el celibato como imposición es contra natura y por ende condena esa vocación? Ni siquiera se aceptó discutir el tema. Lo mismo ocurrió con otros asuntos centrales como el divorcio, la investigación científica en el ser humano a partir del DNA o la homosexualidad. ¿Progresista? La condena a la protección silenciosa a pederastas, incluido el fundador del Opus Dei, será inevitable. Es deseable y necesaria.
Pero quizá el mayor dilema heredado por Wojtyla será el de no haber encarado cierta perniciosa correlación entre la miseria y los cánones de la religión católica. El Banco Mundial reportó en un corte de 20 años (1981-2001) una disminución significativa de los pobres extremos, alrededor de 300 millones. Bien por ello. El problema es que casi todos se encuentran en China. En contraste África y América Latina, las reservas del mundo católico multiplicaron su participación. La política poblacional del hijo único de China es indefendible, pero en el espectro hay muchas opciones, respetuosas de los derechos humanos, y que fomentarían progreso.
Por supuesto que no es dictado, pero la terquedad de los hechos obliga a reflexionar: las altas tasas de fecundidad propiciadas por la ausencia de una planificación familiar agravan las terribles condiciones de miseria en cientos de millones de seres humanos. Otras religiones, el protestantismo la más conocida pero también el sintoísmo, fomentan abiertamente la búsqueda de la prosperidad. El quiebre con el catolicismo de muchos creyentes de zonas indígenas de nuestro país, el notable avance de los evangélicos, encuentra por allí su explicación. Las proyecciones de largo plazo no permiten demasiada especulación.
De seguir por este camino, con el asenso brutal de China y la India y de la gran periferia asiática, los países, zonas o grupos humanos que conserven altas tasas de fecundidad se quedarán a la zaga. No se trata de someter los valores espirituales a los materiales. Pero el hambre, la desnutrición, la muerte prematura, el innecesario sufrimiento humano nunca podrá ser orgullo de una fe.
¿Acaso se puede ser cristiano sin ser religioso? La pregunta, ya lo he mencionado, se la han formulado muchos, Vattimo, Kolakowski, Jean-François Revel y Matthieu Ricard y por supuesto Martini y Eco. ¿Hasta dónde la excesiva rigidez doctrinal canceló las posibilidades de la necesaria renovación de la fe católica? ¿Hasta dónde Karol Wojtyla, el disidente político, pudo precisamente por ese carácter excéntrico, leer con gran claridad las responsabilidades terrenales de su Iglesia? ¿Hasta dónde su excesiva defensa de la doctrina le impidió ser más arriesgado en los retos de la fe católica en pleno siglo XXI? Pues como escribiera Ernst Bloch hace muchos años “sólo un ateo puede ser un buen cristiano”.