Para Martha, Adolfo y Nicolás
Me lleva unos cuantos minutos. Es uno de esos rituales que lentamente se van imponiendo en la vida. Me siento frente al teclado y antes de lanzar la primera línea, guardo silencio, pienso en la responsabilidad de tener foro, de pronunciarse y ser escuchado. ¿Qué quieres decir? ¿Cuál será el mejor tono, la mejor fórmula? ¿Cómo llegar con eficacia al lector? Cómo sustentar los dichos, qué información hay disponible. Dónde termina la ciencia y empieza la mera especulación. ¡Cuidado con los adjetivos que en ocasiones se adelantan al argumento y pueden ser muy injustos! ¡Cuidado con las gracejadas que pueden ser muy hirientes! No se trata de lanzar expresiones que suenen inteligentes, sino de tener el menor número de inconsistencias. La prudencia no es mala guía. Entre más delicado un tema más rigor y cautela.
Pero quizá el trance más complicado radica en mirarse como autor al espejo: ¿por qué quieres decirlo? ¿No será que eres débil frente al tema o, por el contrario, no será que estás enojado con fulano o zutano? Un alma alterada no es una buena consejera. Si uno está furioso con algún tema, más vale meter la cabeza en hielo y esperar. También está la versión de los “huevos coléricos” de los que hablaba Fernando Benítez, ese acto de sentarse a hacer una rabieta programada. “Ay hermanito, hoy me toca poner un huevo colérico y tan de buen humor que ando”. Pero somos humanos y por lo tanto, a pesar del esfuerzo, se puede resbalar en filias y fobias. Lo primero entonces es, cuando menos, estar consciente de ello. Hay sin embargo otra regla inquebrantable: ningún tema debe quedar fuera. El día que un escritor evade, ese día les miente a sus lectores. De nuevo: entre más delicado más prudencia, pero no callar.
Nunca busco a los funcionarios. Tengo, eso sí, la obligación de escuchar a todos los que me buscan. Sigo esa norma, pues es muy común que en el camino se trencen relaciones personales. Ellas distorsionan mi trabajo como observador. Después de comer, por ejemplo, con un funcionario y escuchar sus razones siempre les queda la esperanza de que uno ceda en las críticas. Cuando viene una línea severa de inmediato reaccionan como novia traicionada. ¡Pero si acabamos de comer y estuvo muy amable, qué le pasa! Este es uno de esos materiales delicados. Sé lo que quiero decir, no debo callarlo. Yo no soy amigo del presidente Fox ni de su señora. Han sido corteses y yo he tratado de responder con educación. Lo que le ocurra al presidente me preocupa en relación a México. La vieja tesis de que si al presidente le va bien le va bien al país carga mucho de verdad. Tesis: si el presidente y su señora no intentan recuperar cierta prudencia, esta historia no va a terminar bien.
Los sexenios son periodos muy largos, también para los panistas. No siempre, pero con frecuencia, los presidentes y sus familias van perdiendo el equilibrio. La parafernalia del poder, los inseparables lambiscones, la adulación y el exceso, exceso de luces, de responsabilidades, de todo, alteran a las personas y las hacen perder el equilibrio. Algo de locuacidad se apodera de ellos. Fox no ha sido un presidente cuidadoso del lenguaje, es dicharachero y relajado. Por eso en muy poco tiempo sus dislates ya eran motivo de burla. Pero la gente todavía le guardaba un sentimiento contradictorio: sacó al PRI de Los Pinos, con él llegó un adiós a la solemnidad, bienvenido el nuevo estilo. Al presidente Fox todo se le perdonaba. La esperanza cabalgaba. Eso cambió, los años fueron pasando. Las decepciones se multiplicaron, los descalabros, tropiezos y francos ridículos inundaron al país. La “pareja presidencial” pensó que la tolerancia a las sandeces era infinita.
Quizá sea ese relajamiento el que explique la incontenible cascada de dislates y francas tonterías a que nos ha sometido la “pareja presidencial” en los últimos meses. Ya no hay cómo seguirlas. Ahora resulta que “el cambio” es un asunto de faldas bien puestas, que la mejor manifestación de ello son las demandas contra una periodista y contra el semanario Proceso. “Hemos hecho...” dice la señora para referirse a la gestión. “Gobierno que no estamos dispuestos a perder”??? Hasta mencionar a Dios en un discurso público es signo de los tiempos de cambio. Y como remate el presidente de todos lo mexicanos se lanza contra los que ven el vaso medio vacío: “Ellos no son oposición al Gobierno en turno, sino oposición a México, ¡a ellos los vamos a dejar atrás, ellos no le sirven a este país!”
En todo el mundo los políticos resbalan. Pero corrigen o lo intentan. Sus asesores y colaboradores, pero también sus amigos tienen la obligación de señalarles en privado las caídas. Aquí da la impresión de que los Fox van solos y que ya ni las críticas en la opinión pública, de la cual se mofan, les llegan. Súmese a ello una insensible campaña gubernamental centrada en el Gobierno del “cambio” y en el apellido del presidente, una campaña de culto a la personalidad que lleva absurdos como decir que ahora los mexicanos, gracias a Fox ¡crecen más, son más altos! En paralelo la aprobación al presidente cae, los mexicanos que ya no le creen aumentan, la percepción de que los problemas lo han rebasado asciende, el optimismo declina, la desconfianza sube. Eso nada más para hablar de los indicadores de opinión pública. Si hiciéramos el recuento de los rezagos económicos y sociales podríamos deprimirnos. Perteneceríamos a la nueva categoría presidencial: los que no le sirven al país.
México ha pagado muy caras las locuacidades de final de sexenio: Echeverría y López Portillo las más señaladas. Hoy, es cierto, las condiciones son otras. La Presidencia concentra mucho menos poder. Los contrapesos se han extendido. Las instituciones están mejor asentadas. Pero aún así el daño de consentir la locuacidad puede ser enorme, para los panistas pero sobre todo para el país. El presidente y su esposa no deben convertirse en lanzas de la campaña de 2006. No ganan nada, ya se demostró en 2003 en que sólo el ultimátum del IFE los frenó y aún así perdieron. Pero su participación activa, militante, sí lastima a la institución presidencial de por sí dañada severamente con el ridículo del desafuero. La contienda estará, como todas, repleta de pasiones. Ellos no deben ser parte de esa danza.
La noche del dos de julio de 2006 podría ser la antítesis de 2000. Ernesto Zedillo llegó con una altísima aprobación, más del 72 por ciento, y alto respeto ciudadano. Cuidó a las instituciones electorales y coadyuvó a que el ambiente político no se tensara más de lo normal. Se preparó anímicamente para una posible derrota priista que se dio. Todo fue terso. En 2005 no pareciera que nos encaminamos a algo similar. El imprudente manejo de la propaganda oficial, el reiterado ánimo guerrero y la locuacidad no anuncian nada bueno. ¿Hacer del dos de julio una fiesta cívica? ¿Está Fox preparado para entregar el poder a AMLO o Madrazo o Jackson o quien sea sin provocar sobresaltos? No lo parece. Ojalá y me equivoque. La locuacidad merodea.