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Los alcaldes algún día también fueron niños

FABIOLA PÉREZ-CANEDO HERRERA

EL SIGLO DE TORREÓN

COMARCA LAGUNERA.- Rosario Castro dice que su infancia fue plena, para Octaviano Rendón fue una de las mejores épocas de su vida. Guillermo Anaya la define como alegre. Cuando los ediles de Lerdo, Gómez Palacio y Torreón eran niños, no se imaginaban que formarían parte de la política de sus respectivos municipios, mucho menos que serían alcaldes.

Mientras que la presidenta de Lerdo en su niñez buscaba ser misionera, el alcalde de Gómez Palacio esperaba ansioso el fin de semana para “maquinar” la travesura más ocurrente, y el edil de Torreón exploraba sitios desconocidos con su bicicleta.

En su infancia, Octaviano Rendón Arce, presidente municipal de Gómez Palacio, detestaba la escuela. Confiesa que no fue “de los burrotes”, pero tampoco aplicado, y la única medalla que alcanzó fue de asistencia, porque sus padres eran muy exigentes en cuanto a no dejarle faltar.

Sus compañeros le apodaban “ojos de ficha” porque los tiene muy cerrados, pero no le molestaba, nunca lo consideró un defecto. También era “el Rendón”. Fue expulsado de la escuela e incluso tuvo que repetir el año, tras motivar a sus compañeros a desertar en un Día del Estudiante, pero ingresó nuevamente luego que sus padres insistieron por espacio de un mes y medio.

Vivió su infancia a escasos 100 metros de la Presidencia, en el Barrio de las Banquetas Altas. Es el cuarto de ocho hermanos, uno ya finado. Su padre tenía una fábrica de refrescos, “El Betito Rendón”, donde se ganaba “el domingo” trabajando en el área de producción, lavando botellas y reparando las cajas de madera, pero nunca faltaban las travesuras a su padre.

“Lo que no se le ocurría a uno se le ocurría al otro”, manifiesta. Los regaños, nalgadas y cintarazos eran algo común para los hermanos Rendón Arce. En un salto, afirma riendo: “¡es que éramos como el diablo de Judas!

“Ahora ya no puedes decirle nada a tus hijos que porque los traumas, pero yo no me traumé con mi padre y lo he querido mucho”, señala, “el respeto iba desde hablarles de usted y ahora con que mejor de tú porque así hay más confianza, pero yo tuve toda la confianza con mis padres”.

UNA MISIONERA

Resulta difícil imaginar a la alcaldesa de Lerdo, Rosario Castro Lozano, en su niñez, afirma que “era muy machetona”. Los muñecos no llamaban su atención, prefería el deporte y subirse a los árboles y azoteas.

“Era muy poco femenina, muy intrépida”, dice. Para la edil, era toda una aventura subir a la azotea de su casa, y descubrir las cosas interesantes que las familias no quieren: triciclos, pelotas, zapatos.

Fue la menor de cinco hijos. Se sentía niña a comparación de sus hermanos, pues el mayor le lleva 16 años y del más próximo la separaban seis. Admite que era niña consentida, porque con su hermana mayor, era como si tuviera dos mamás. Se entristece cuando piensa que Gilberto, su hermano más próximo, falleció, pues aunque cuenta que peleaban todo el tiempo, fue quien le enseñó a bailar y le acompañaba a las fiestas.

Su juguete preferido era un conejito de hule que le regaló su hermano y su bicicleta roja, hasta que se le ocurrió bajar el cerro de Guadalupe en ella, “y ya te imaginarás cómo quedó la niña Rosario y la bicicleta”.

Recuerda que su madre fue muy fuerte y solía ser estricta en sus reglas, pues además de regaño, podía volar alguna cazuela o cuchara, “por eso había que estar a la sana distancia”. Para evitar la confrontación, se escondía debajo de la cama o se subía a la azotea, y no bajaba hasta que pasara el coraje de su madre.

Como siempre fue la más chaparrita de su salón, algunas de sus compañeras le llamaban “taponcito de alberca”, pero nunca fue de su agrado, al punto que una vez se peleó con una niña que le decía así, y esto le valió su única baja calificación, un seis en conducta.

A los nueve años, la funcionaria quería ser misionera, por la influencia de su maestra, a quien veía lo mismo en clases que montando a caballo. La elegían para las declamaciones de poesías, por lo que no aprendió costura. Dice que “ya traía la abogacía, era como que justiciera, cuidado le pegaran a una amiguita porque ahí estaba yo defendiéndola”.

Por su parte Guillermo Anaya Llamas, alcalde de Torreón, fue el menor de diez hermanos. Con una familia tan numerosa, confiesa que “el ambiente era muy padre” y se prestaba para las travesuras, pero sobre todo, la diversión.

Vivía entonces en Torreón Jardín. Recuerda que pasaban las tardes “de vagos” en la bicicleta o en la alberca de su casa. Cuando La Rosita era un rancho, iba con sus hermanos y amigos en busca de aventuras. Define al niño Guillermo, al que sus compañeros llamaban “Memo”, como muy amiguero. Le encantaba pasear en la bicicleta, jugar futbol y beisbol, y ver “El Chavo del Ocho” en la televisión.

Admite que recibía algunos regaños por travieso, como cuando tenían prohibido jugar futbol en el jardín y lo hacían por la noche para que su padre no se diera cuenta. En la escuela, sus materias favoritas eran Historia de México y Civismo. Dice que nunca fue el mejor de los estudiantes porque era muy platicador y relajiento, pero “salí de primaria con 9.6”. Refiere orgulloso que aún conserva sus amistades de aquel entonces y se siguen frecuentando. Lejos de imaginar convertirse en alcalde, esperaba ser ingeniero como su papá.

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