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Los colores del arco iris

Gilberto Serna

Las tinieblas habían penetrado al despacho creando sombras que parecían tomar vida. Eran las primeras horas de la noche de un atareado día. Sentado en el sillón, detrás del escritorio, permanecía sumido en sus pensamientos quien se había adueñado del destino de los demás. Su buena estrella política lo había convertido en este país, donde las apariencias cuentan más que las realidades, en dador de beneficios. El poder se lo había ganado con gran audacia cabildeando en un lado y en otro, supo moverse entre grupos encontrados consiguiendo el apoyo que necesitaba. Lo había logrado gracias a que era porfiado, contumaz, obstinado y testarudo, obteniendo su recompensa después de varios intentos. Se había convertido en la gloria y el infierno de quienes acudían a solicitarle su gracia. Era un poder, del que se encuentran investidos los gobernantes en este país, capaz de traer la dicha o acarrear el infortunio. Al levantar el brazo, jurando lo que fuera, su juicio había adquirido un nuevo rango de sabiduría infinita y de gran control. Era, sin lugar a dudas, un tlatoani redivivo, todopoderoso y sin contrapesos.

Se escucharon pasos en el salón contiguo de alguien que pisaba con extremo cuidado, como no queriendo hacer un ruido inconveniente, a pesar de que la alfombra era gruesa y afelpada. Se aproximó discretamente al lugar que estaba completamente a oscuras. La experiencia le había enseñado que el ocupante estaría meditando. No se equivocó viendo que se encendía la lámpara de lectura, de encima de la credenza, suficiente para mostrar el perfil de su señor que lo visualizaba con curiosidad, igual que, antes de comerlo, ha de mirar el gato al mísero ratón. Se reacomodó sus gafas para echar un rápido atisbo a sus notas. Lo puso al tanto, en una monótona lectura de los asuntos del día. Luego esperó. Qué has oído en la calle, le preguntó, sin voltear. Lo supo desde antes de escucharlo, el señor jugaba aparentando querer saber, lo que de antemano sabía. Están desconcertados, no descubren cuál es el bueno. Algunos han dejado sus cargos con cara dura, mostrando estar dispuestos a camorrear, creando un ambiente poco favorable para unos comicios que sugieren más una rebatiña que una disputa civilizada. Se dice que el control se le ha ido de las manos. Entonces sí enfocó sus ojos en su interlocutor, quisquilloso le pareció que el uso de la palabra camorra le recordaba Nápoles, donde la mafia sentó sus reales. ¿Por qué lo mencionaría?, se preguntó.

Antes, se miró las uñas recortadas al ras. Sacó un espejillo del cajón. Se alisó el relamido cabello, mientras veía el reflejo de su bigote pulcramente recortado. Luego habló. Qué saben ellos de las presiones que recibo del centro todos los días. He tenido que acceder a una pastilla para dormir en las noches. Estas últimas semanas no me han dejado en paz un solo momento. Habló un influyente senador recomendando a su pupilo, luego un dirigente nacional, después el grupo que hace años me apoyó, líderes sindicales tratando de acomodar a sus favoritos, excéntricos millonarios que necesitan la emoción como una motivación a sus ocios, ex mandatarios que van y vienen queriendo convencerme, a todos les he dejado la creencia de que mi partido decidirá, y de que no tengo otra calidad mas que la de un miembro más. No saben que haré lo que tenga que hacer, de acuerdo con lo que mejor convenga. Mientras tanto su secretario atento se le quedaba viendo, al tiempo que cavilaba: la política de altura vuelve perverso al hombre más bondadoso, con mayor razón, enfervoriza los sentimientos malignos de quien no conoce otra cosa que la soberbia.

Estaba seguro de si mismo. Había alentado las aspiraciones de cada uno de sus colaboradores. Los había cubierto de elogios en su despedida, igual escondía sus más íntimas intenciones. En el fondo de su alma, le daba lo mismo que fuera aquél o éste u otro. Las huestes partidistas obedecerían en el momento oportuno, era el voto duro, el voto que había sobrevivido al cataclismo. Le deberían el acceso a la candidatura. Mientras más difícil, más fuerte sería el compromiso. Aunque había algo que no encajaba del todo. Las fuentes de donde emanaba el dinero en cantidades de fábula. No soportarían una investigación seria. Bueno, se dijo, no la habrá. Todo caminaría como estaba planeado. En política sólo tropieza el que se queda parado. Una estrategia sólo inteligible para los iniciados. Los imponderables no le preocupaban. Tenía todos los hilos en sus manos. En fin, mientras llegaba la decadencia, cuando las luces del escenario perdieran poco a poco su fulgor, hasta apagarse totalmente, miraría el porvenir con los ojos de un niño que no ha descubierto que los colores del arco iris son inasequibles.

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