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Los días, los hombres, las ideas/“Tu hijo podría ser el próximo”

Francisco José Amparán

En una inserción pagada en estas mismas páginas el domingo pasado, los colonos del Fraccionamiento San Luciano llamaron la atención sobre un cáncer que está corroyendo el tejido social de La Laguna, y que, como bien lo señalan, puede en un momento dado afectar a cualquiera de nosotros. Conviene echarle un vistazo al fenómeno, mientras aún estamos a tiempo.

El hecho que motivó el desplegado fue la muerte de un joven a manos de otro joven: en las afueras de un “antro” (nombre genérico dado a los lugares de reunión de los críos de la burguesía ociosa, consumista e inculta) hubo un pleito, que tuvo como consecuencia que un muchacho terminara en estado de coma (falleciendo luego) y el otro fugitivo. Los detalles de lo ocurrido son confusos, pero en última instancia no son tan importantes: quién empezó, qué tan fuerte se golpeó, son minucias que nos distraen de un hecho fundamental: que no hemos sabido, como sociedad, educar a las nuevas generaciones en la noción de que la violencia siempre es estúpida y contraproducente; que si hemos de preservar una convivencia civilizada, se ha de reprobar el uso de la fuerza física en cualquier instancia; y que medios de comunicación, educadores, clérigos y padres de familia estamos fallando de manera miserable en instigar en nuestra juventud los mínimos valores civilizatorios de prudencia, sensatez, compasión y conciencia de las consecuencias: esto es, que todo lo que se hace tiene un precio, y si lo hecho es una tontería, el precio a pagar suele ser muy alto.

(Otro desplegado, éste de amigos del fugado, describía el evento como “un accidente”, “una pelea normal entre jóvenes”… o sea que lo normal para esa gente es comportarse como bestias; y si alguien muere por actuar como animales, resulta un accidente… Quod erat demostrandum).

Habrá quien considere que estoy exagerando: después de todo, lo ocurrido fue probablemente fomentado por el inmoderado consumo de alcohol y bien se sabe que en esas condiciones se pierde el control y pasan cosas que no deberían ocurrir. Pero ahí está otra cuestión en la que hemos de trabajar y que se nos ha estado yendo de las manos.

La cultura machista mexicana es una de las peores expresiones de premodernidad que nos lastran como sociedad: fomenta valores primitivos, desprecia a las mujeres, exalta principios dignos de menores de edad o débiles mentales: el grito pelón en lugar de las ideas, la borrachera bestializante como fuga, el insulto como argumento único, el maltrato a los débiles como salida a un complejote de inferioridad tamaño ballena. Se supone que a medida que México se ha ido urbanizando, esos valores despreciables se han ido diluyendo. Yo no estoy tan seguro. Basta ver esos especímenes que nos dicen representar en el Poder Legislativo, como Pancho Cachondo o Félix Salgado Macedonio, para asegurar que si nuestros políticos ni siquiera se esconden para disimular sus miserias, es porque la sociedad (o una parte de ella) no considera sus actos dignos de censura. Algunos pobres diablos incluso se rebajan a su nivel, festejando esas barbajanadas. Lamento informarles que con esa clase política y la indiferencia o el apoyo de la población hacia sus mezquindades, a muy poco puede aspirar un país en el siglo XXI. Seguiremos en el hoyo.

En todo caso, se supone que una ciudad joven y moderna como Torreón estaría vacunada contra esos rasgos de primitivismo. Que siendo desde hace rato una sociedad más urbana que rural, con orígenes cosmopolitas, en contacto sostenido en lo comercial y cultural con Estados Unidos, estaríamos a otro nivel. Pero me temo que esa impresión resulta cuando menos parcialmente falsa.

Y es que buena parte de la población continúa sosteniendo valores y principios que se suponen desterrados de las sociedades modernas; mejor dicho, de los sectores ilustrados y progresistas de las sociedades modernas.

Así, encontramos que poderosos capitanes de industria y profesionistas con título universitario permiten y fomentan que sus hijos varones beban hasta el embrutecimiento como una forma de hombría. No sólo eso: les regalan automóviles a menores de edad para que pongan en peligro sus vidas y las de sus conciudadanos “porque yo no tuve esa oportunidad”. He sido testigo de cómo conocidos empresarios, supuestos pilares de la sociedad, en una reunión le pagan botellas de whiskey a sus hijos de 16 años, supongo que para que no den lata una vez alcanzado el embrutecimiento. En todas las capas sociales se fomenta la noción de que no pueden reunirse más de tres personas sin que fluya el alcohol en cantidades industriales; que nadie se puede divertir si no es rebajándose a nivel animal y que los 15 años son una buena edad para empezar a ser hombre… haciendo las mismas imbecilidades que sus mayores. ¡Por Dios!

¿Saben el sentido de la responsabilidad de un adolescente de 15 años? ¿Saben cuál es su capacidad de entender la relación entre la causa y el efecto? ¿Especialmente si el padre hace todo lo posible porque el retoño, su pobrecito tesoro, no haga frente a las consecuencias de sus actos, sacándolo de la cárcel y mostrándole que el soborno y la corrupción le abrirán paso en esta vida, si no en la siguiente?

El National Geographic Magazine de este mes contiene un interesante artículo sobre el cerebro humano. En él se comenta que nuestra sesera no termina de alambrarse y embobinarse como Dios manda sino hasta los 25 años. Ya sabemos que la demagogia prevaleciente convierte en mayores de edad a gente de 18 que no se sabe leer ni limpiarse los mocos. Pero lo peor es que hay quienes ponen al frente de un volante a irresponsables de 15, permitiéndoles además que beban lo que les da la gana. Y suponen que eso está muy bien.

Como sobra quien justifique y hasta se enorgullezca de que su hijo es muy bueno para los golpes. Y condona que su crío, junto a otros cinco o seis o diez, golpeen de manera inmisericorde, ya en el suelo, a un joven que va a ir a dar al hospital una semana, si bien le va. Evidentemente, sobran padres que no conocen la noción elemental de que toda violencia es nefasta y mucho menos la han transmitido a quienes teóricamente están bajo su cuidado; que no han enseñado a sus hijos que recurrir a los golpes es la muestra más clara de animalidad que se puede presentar. Y que en una sociedad civilizada, el apelar a la violencia es una renuncia, precisamente, a la civilización. No es una muestra de machismo ni hombría ni savoir faire, sino de simple imbecilidad y regreso a la Ley de la Selva.

Al parecer, muchos padres le tienen tal miedo a sus hijos que permiten que sean ellos, los imberbes, quienes pongan las reglas. El problema es que el resto de la sociedad somos quienes tenemos que cargar con las consecuencias. Porque claro, si un irresponsable deja que su hijo de 15 años ande manejando borracho a las tres de la mañana, quien va a pagar el pato va a ser a quien le destroce el carro (o la vida) el mozalbete sin control.

Los medios de comunicación y las escuelas tenemos parte de la culpa. Los medios, por no recalcar que esas conductas son inadmisibles y que deberían ser castigadas con todo rigor. Las escuelas, porque nos hacemos de la vista gorda, con tal de no meternos en problemas con padres de familia que son capaces de las mayores mendacidades y vilezas con tal de que su angelito no pague sus culpas y permanezca en un aula, en la que poco o nada de bueno va a aprender, si en su casa le enseñan a mentir, a tranzar, a ser deshonesto, a no dar la cara.

Hace año y medio (tres y diez de agosto de 2003), llamé la atención sobre el surgimiento en Torreón de una generación de jóvenes monstruos sin reglas, ética ni control, solapados por sus padres y que para colmo se creen lo mejorcito. Alguien me dijo entonces que nadie haría nada, que muchos considerarían esa advertencia obra de un moralista (¿Yo moralista! ¡Ja!) escandaloso, hasta que no hubiera un muerto. Pues bien (o pues mal): ya hubo un muerto. Y si las cosas siguen así, habrá otros. Como bien lo expusieron los vecinos de San Luciano, “tu hijo podría ser el próximo”. Y no necesariamente porque sea un pendenciero prepotente: un botellazo puede matar a cualquiera que esté en el antro equivocado en el momento equivocado. ¿Entiende eso quien lanza el proyectil, habiendo sido educado en no responder por las consecuencias de sus actos? ¿Entienden eso los padres irresponsables, cobardes, pusilánimes, sin pantalones, que se dejan manipular por sus hijos y les cumplen todos sus caprichos?

¿Cuántos muertos vamos a tener que velar antes de que le pongamos un alto a este cáncer?

Consejo no pedido para no encaboronarse (verbo acuñado por el colega Catón) como un servidor: Vean “La Naranja Mecánica” (A clockwork orange, 1971) de Kubrick, sobre cómo la violencia gratuita puede llegar a dominar a una sociedad… sin padres. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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