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Los días, los hombres, las ideas/Aniversario de dos colapsos

Francisco José Amparán

Hoy se cumple el vigésimo aniversario del sismo que destruyó no sólo una parte de la Ciudad de México, sino también la fachada de efectividad que el sistema político mexicano había intentado lastimosamente mantener durante los quince años previos. La respuesta que el Estado mexicano y el establishment priista, a través del Gobierno de Miguel de la Madrid, dio a la emergencia provocada por el terremoto, fue de una ineptitud monumental. Especialmente si se contrastaba con la capacidad de organización y movilización espontáneas de eso que empezó a llamarse desde entonces (un tanto equivocadamente) “sociedad civil”: básicamente chavos, vecinos y peatones que de manera inesperada sacaron a relucir sus cualidades de liderazgo y solidaridad. La población chilanga se organizó ella solita para rescatar a los atrapados y remover escombros cuando todavía no se asentaba el polvo.

Y todo ello, mientras el Gobierno local del lamentable Ramón Aguirre y el federal del grisáceo Miguel de la Madrid, demostraban su incompetencia: no sabían cómo mover a la gente sin repartirle despensas, lonche-pecsi-y-cachucha. Los peores vicios y limitaciones del sistema priista salieron a relucir en esas horas críticas. ¿Y saben qué?

Mucha gente se dio cuenta, mientras escarbaba para rescatar a familiares y vecinos, que para maldita la cosa que necesitaba al Gobierno. Que el Todopoderoso Estado Mexicano era perfectamente prescindible, una especie de elefante ebrio y artrítico. Y que el patriótico Gobierno emergido de la crisis de 1982 servía más bien para estorbar que para ayudar.

Por ello, según algunos sesudos intelectuales, de entre las ruinas de los edificios colapsados en 1985 nació la transición política de México: cuando a mucha gente se le prendió el foco que la CNC, CNOP, CTM y demás siglas vacuas eran innecesarias para movilizarse y hacer que las cosas ocurrieran; y que el sistema, como había sobrevivido hasta entonces, ya no daba para más.

Tal apreciación es discutible; pero no que el sismo (mejor dicho, los sismos, dado que la superréplica del día siguiente asustó más que el primero) supuso un evento seminal en la historia del México moderno (perdón: contemporáneo). Nada sería ya lo mismo ni en el DF, ni en el resto de la República, que pudo contemplar por televisión (otro hito digno de notar) lo que ocurría en el ombligo del país. Al contrario de lo ocurrido en otros eventos fundamentales (desde el Motín de la Acordada de 1828 a la Noche de Tlatelolco de 1968), los pobres ignorantes provincianos pudimos seguir en vivo lo que nuestros fabulosos y mundanos hermanitos mayores chilangos hacían en su destruida ciudad.

Por supuesto, no faltaron los vivales que aprovecharon la oportunidad para sacar tajada (incluido el término “Solidaridad”, que hallaríamos hasta en la sopa al siguiente sexenio). Pero en general los mexicanos todos nos sentimos muy orgullosos y reconfortados por lo que se hizo. Y, de nuevo, ello tendría profundas repercusiones a largo plazo; tanto, que en cierta forma todavía las estamos viviendo, dos décadas después. El cascajo fue recogido, algunos edificios reconstruidos, el mural de Diego hasta ganó museo… pero la psique del país había quedado afectada. Y un sistema político ya caduco por casi sesenta años de “estabilidad” nunca pudo recuperarse ni adaptarse a la nueva realidad. Y eso que Salinas, lo que sea, le echó imaginación.

Poniéndonos pesimistas (¿qué esperaban?), también podría decirse que se perdió una excelente oportunidad para reordenar una ciudad que, desde entonces, ya se estaba convirtiendo en inhabitable. Muchas urbes que han padecido desastres naturales o humanos (desde el incendio de Londres de 1666, pasando por el terremoto e incendio de San Francisco de 1906, hasta el sitio de Leningrado de 1941-44) han aprovechado el borrón para hacer la cuenta nueva y reconstruir conjuntos urbanos más funcionales y vivibles.

Creo que no fue el caso de la Ciudad de México. Lo que no es ninguna novedad: en este país nunca se aprovechan esas ventanas de oportunidad que da la historia y por eso estamos como estamos… todavía discutiendo la reforma energética mientras el resto del mundo nos pasa por encima. Lo que no cambia es la incompetencia y ceguera de nuestra clase política a la que, según parece, ni un terremoto nueve en la escala de Richter es capaz de removerle su escasa sesera.

Y a propósito: esta semana también se cumplen cincuenta años de otro colapso: el de una ilusión que, de maneras que no podemos sino catalogar de bizarras, paradójicamente se ha mantenido viva en el otro extremo de nuestro continente. El miércoles se cumplirá medio siglo de que Juan Domingo Perón fuera derrocado por sus colegas militares, poniendo fin a un régimen que continúa proyectando una extraña sombra sobre Argentina. Hasta la fecha, más de treinta años después de muerto, Perón y el sueño que conjuró constituyen una especie de fantasmón que por las noches le sigue jalando las patas a la nación platense.

Juan Domingo Perón llegó a la Presidencia a principios de 1946 en la cresta de una doble ola: el apoyo de las organizaciones sindicales, en especial la CGT (Confederación General del Trabajo); y un indiscutible carisma personal, que luego quedaría opacado por el de su flamante esposa (se habían casado en octubre del año anterior), la después famosa Evita.

En esos momentos, la República Argentina era la quinta o sexta (depende de quien cuente) economía de un mundo devastado por la recién concluida Segunda Guerra Mundial. Buena parte de su población tenía niveles de vida y educación muy superiores a los del resto de Latinoamérica. Buenos Aires era una ciudad vibrante y cosmopolita mientras México (la ciudad y el país) todavía andaba arrastrando los rezagos de ese desastre que algunos insisten en elevar al rango de Revolución. En 1946 los pamperos se hallaban, pues, con un pie en el Primer Mundo… y siguen sin haber dado el paso definitivo. Y según van las cosas, como dijo don Teofilito…

Algunos antropólogos de banqueta atribuyen la proverbial sangre pesada de los argentinos a ese trauma histórico-cultural: al hecho de que bien podían haber pasado a formar parte de los países desarrollados (y entonces sí, a ver quién los aguantaba), y se quedaron en la orilla. Que siendo el transplante más notorio de Europa a Sudamérica, hoy en día hay países recién ingresados a la Unión Europea (¡Eslovenia!) que tienen mejores niveles de vida.

Y que esa promesa ha sido hecha añicos una y otra vez por responsabilidad, omisión y culpa de los mismos argentinos, sin intervención foránea: después de todo, a ellos los gringos les quedan muy lejos, y nadie les quitó California por simple negligencia. Así que a nadie pueden echarle la culpa, excepto a sí mismos… lo que motiva una mayor división de la sociedad.

Lo interesante es que pocos argentinos atinan a ver que el germen de esa frustración nació, precisamente, en la primera etapa de Perón como presidente (1946-55). Fue su absoluta irresponsabilidad fiscal y macroeconómica la que tronó a la Argentina, a través de todo tipo de corruptelas y populismos, desde reformas laborales impracticables en ese momento, hasta los famosos favores de Evita hacia sus “descamisados” y sus “grasitas”. Que iban desde regalarle el vestido de novia a quien se lo pidiera, hasta pagar viajes a la playa a toda la familia para que el abuelo finalmente conociera el mar (a pesar de que éste había llegado en barco desde Italia… pero bueno, hay gente muy despistada). ¿Lej juena conojido?

El apoyo a tan despilfarrador y mitotero régimen se desplomó cuando Evita murió de cáncer cervical (igual que la primera mujer de Perón) en 1952. Desde ese momento los días de Perón estaban contados. Finalmente, hace medio siglo, sus compañeros de la milicia lo hicieron a un lado mediante un golpe de Estado que ellos llamaron la Revolución Libertadora… como excusa para proceder a fusilar a los que les caían gordos. Perón partió al exilio, pero dejó un recuerdo que, a la luz de las frustraciones, golpes de Estado (según mis cuentas, hubo diez mandatarios distintos) y desorden generalizado, que fueron características del país durante los siguientes quince años, hicieron que muchos lo añoraran y creyeran que su régimen había sido la Arcadia.

Así que lo hicieron regresar al poder en 1973. Entonces el ya anciano Perón cometió la peor irresponsabilidad de todas: postular a su tercera mujer, Isabelita, como vicepresidenta. Cuando murió a los pocos meses, le heredó a su país una Primera Mandataria de una ineptitud colosal, que manejaba la economía con Tabla Ouija (¡en serio!), y que precipitó al país al borde de la guerra civil; y finalmente, a una nueva dictadura, la más sangrienta desde los aciagos días del tirano Rosas. Digo, al lado de Isabelita, Martita es Marie Curie…

Claro, uno dirá que la culpa la tienen los argentinos por haber reelecto a Perón en esas condiciones y con esa compañía. Y, para colmo, creyendo que en los setenta iba a restaurar un paraíso que nunca existió en los cincuenta. Pero así son los pueblos… se dejan llevar por el canto de las sirenas, y no ven más que lo que quieren ver. Y ya sabemos que no hay más ciego…

Ya para terminar, una anécdota personal: cuando el Santos Laguna ganó su primer campeonato, una amiga argentina (la novelista Myriam Laurini, simpatiquísima ella, para que vean que de todo hay) me envió un mensaje en que hacía una tangencial referencia a la barbarie de las celebraciones irritilas. Mi respuesta fue: “¿Bárbaros nosotros? ¡Ustedes reeligieron a Menem!”.

Cuánta razón tenía yo. Y cómo hay pueblos que no aprenden. Como el argentino. Y el mexicano…

Consejo no pedido para que no llores por mí, Tlahualilo: Lea “Santa Evita”, de Tomás Eloy Martínez, una alucinante descripción de la influencia que tenía Eva, viva y muerta. No sea chiva y vea “Evita” (1996), el musical con Banderas y Madonna, que tiene sus momentos (y recuerde que es show, no historia). Escuche “Nubes de humo”, con Hugo del Carril, apología del cigarrito compadrero. Y ya entrados en gastos, disfrute Garufa. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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