La historia del siglo en que usted y yo nacimos es bastante curiosa. Y por lo mismo, quizá en un futuro se llame la atención sobre un hecho que en estos momentos no nos parece particularmente extraño: la manera en que nociones tradicionales como el honor nacional, el patriotismo y la capacidad de sacrificarse por los coterráneos se trasladó de los campos de batalla a los campos deportivos. No siempre, por desgracia; pero de manera significativa el Siglo XX vio la sublimación del espíritu nacional (y todo lo que ello implica) en el deporte.
El empleo de los músculos, la respiración agitada y la sudoración como mecanismos de propaganda surgió, cómo no, en las Olimpiadas de Berlín de 1936. Ahí Hitler usó (aunque no tanto ni de manera tan descarada como se ha hecho pensar) los juegos como escaparate de sus nociones sobre las diferencias entre razas, la superioridad de unas sobre otras y su extraña fascinación por los cuerpos musculosos y adónicos, gustos que parecen apuntar a ciertas preferencias medio curiositas (sobre la presunta homosexualidad del Führer, véase “El secreto de Hitler. La doble vida del dictador”, de Lothar Machtan, Planeta, 2001, 404 páginas, sí, sí es buen chisme). Que el atleta de color Jesse Owens le aguó la fiesta y que nueve años después su Reich de Mil Años se agachó y se fue de lado, querido amigo, cual obra pública coahuilense, no hizo nada para desacreditar esa lección: el deporte servía como instrumento de propaganda, para convencer al culto público que un sistema, un régimen, una ideología, era mejor que los demás.
Así, en los buenos viejos tiempos de la Guerra Fría, los países comunistas (especialmente) hacían circo, maroma y teatro para demostrar en todas las lides deportivas que el Hombre Nuevo Socialista le daba punto y raya a los blandengues hijos burgueses del liberal-capitalismo. Mejor dicho, a las hijas, porque las triquiñuelas más fuertes se daban especialmente en el campo femenino. Para conseguir dicho objetivo, los regímenes del Socialismo Real en ocasiones se pasaban de rosca. Ciertos países en especial atiborraban a sus atletas con hormonas masculinas y extractos de hígado de orangután, con tal de que salieran vencedoras en las competencias internacionales. El resultado fue que sí, rompieron muchas marcas; pero con el tiempo algunas mujeres deportistas terminaron siendo hombres… de lo que se quejaron amargamente algunas atletas de la difunta República Democrática de Alemania, después del derrumbe del Muro, cuando nos las reencontramos pero con barba y bigote.
(Aquello resultaba tan obvio que era motivo de cotorreo público. Recuerdo un comercial televisivo de cerveza transmitido en Estados Unidos en los ochenta: en un bar es “Ladies Night”, de manera que las féminas tienen derecho a cerveza gratis. Al lugar llega un grupo de tipos amostachados, fortachones y peludos, pero disfrazados con pelucas, tacones altos, vestidos, tu-tús y mallas. En la barra piden sus chelas de oquis. El dueño del antro les dice que la cerveza de gorra es sólo para mujeres. Uno de los travestidos protesta, diciendo: “¡Pero si somos el equipo de natación femenil de Alemania Oriental!” ).
El uso de sustancias innaturales para mejorar el desempeño atlético pasó a otro ámbito cuando el deporte profesional se convirtió en un negocio multimillonario. Y durante mucho tiempo, los atletas se inyectaron hasta jugo de lechuguilla con tal de ir citius, altius, fortius. Aunque lo de más alto y más fuerte en que estaban pensando era, fundamentalmente, su cuenta bancaria.
Las sustancias promotoras del mejoramiento del desempeño deportivo que se volvieron más populares (o que han hecho más ruido) son los esteroides. Estas sustancias promueven el crecimiento de la masa muscular, de manera tal que quienes las utilizan rápidamente se vuelven mucho más fuertes que sus colegas que prescinden de ellas. Y en no pocas ocasiones, ello resulta muy notorio. De repente, jugadores que habíamos visto durante muchos años con cuerpos esbeltos, de una temporada a otra se convertían en roperos con uniforme, mostrando bíceps y muslos dignos del verdoso Hulk. Es tal la transformación, que bien podrían presentarse con un nuevo nombre judío impronunciable. Al parecer cualquiera puede hacer eso, de todos modos.
El problema con el uso de esteroides es doble. Primero que nada, quienes los usan está tomando una indebida ventaja sobre los enclenques que se someten a regímenes de entrenamiento, sacrificios alimenticios y horas de transpiración para alcanzar su mejor nivel, sin recurrir a esas sustancias. Alguien podría decir que entonces todos deberían tomarlos. Pero eso no compensa por parejo: por razones de simple física, un pitcher de beisbol jamás podrá lanzar una pelota a más de 200 kilómetros por hora, se inyecte lo que se inyecte. Pero un bateador repleto de esteroides sí la podrá botar a medio kilómetro con las piernas de jamón (serrano, de preferencia) que por esa vía puede llegar a tener en vez de brazos. Además de que, claro, muchos atletas no están dispuestos a jugársela de esa manera, por explicables razones.
Y es que cada vez hay más evidencias que los esteroides a largo plazo dañan el organismo que los consume y sus usuarios ven reducida su expectativa de vida más que si pertenecieran al Tucom (Todos Unidos Contra Madrazo). Ahí tenemos los casos sintomáticos del beisbolista Ken Caminiti y del futbolista Lyle Alzado, muertos antes de los 43 años de edad, al parecer por los efectos colaterales de las sustancias que usaron durante su carrera profesional.
Esta situación fue solapada a regañadientes por algunas ligas deportivas, hasta que la presión pública empezó a pesar. Ello fue particularmente notorio en el caso del beisbol profesional de Estados Unidos, en donde los últimos años hemos visto cómo se despedazan añejos récords de bateo, por parte de tipos con leños por brazos y que blanden el bat como si fuera palillo de dientes. Todo ello, gracias a una política muy permisiva y exámenes médicos que eran más fáciles de burlar que la defensa del Santos Laguna. Finalmente, para esta temporada las Grandes Ligas se pusieron flamencas, e impusieron fuertes penalidades para quienes sean sorprendidos usando esteroides. El problema es que, en cierta forma, la decisión llega demasiado tarde. Especialmente para quienes amamos ese deporte y la sublime pureza de un evento en que un hombre puede derrotar a nueve en el terreno de juego y aparte sonreír socarronamente mientras da la vuelta a las bases.
Y llega demasiado tarde porque, por ejemplo, las legendarias marcas de más jonrones en una temporada de Babe Ruth (60) y Roger Maris (61) fueron despedazadas por tipos más inflados que el ego de Lopejobradó. Vaya, a uno de ellos (Mark McGuire) le decían Popeye: imagínense los brazos. Y no sólo eso: en esta temporada Barry Bonds puede pasar las marcas de por vida del Bambino (714) y de Hank Aaron (755).
La cuestión es que una buena parte de los aficionados tenemos una certeza del 99 por ciento de que mucho del esfuerzo de Bonds fue estimulado por esteroides. Y rebasar a las grandes leyendas haciendo trampa es algo que nos llena de rabia a muchos. Especialmente si lo consigue un tipo como Bonds, que ve a los aficionados como Dios ve a los conejos, chiquitos y orejones. Y que no se digna mostrar la mínima emoción ante las hazañas que consigue con una pequeña ayuda de sus amigas las inyecciones: después de pegar un palo de 440 pies ni siquiera es capaz de sonreír, el infeliz. Y no creo que sea por remordimientos de haberlo hecho tramposamente: sólo está pensando en cuánta lana va a entrar en su Cuenta Maestra por el estacazo. Comparen eso con todo un caballero, un tipazo, un deportista honesto y sencillo como Henry Aaron; o con Babe Ruth, gloria, prez, ejemplo, modelo y tótem de todos los que tenemos panza cervecera.
Se habla de que, en caso de que Bonds sobrepase a esas leyendas, se le pondrá un asterisco al récord, como diciendo “Sí, pero no”. Algo así hicieron con el de Maris, cuando rompió la marca de Ruth jugando unos cuantos partidos más. No creo que Bonds se merezca ni el asterisco. Creo que, si tiene un mínimo de dignidad (lo dudo), sencillamente debería solicitar que no se incluyan sus récords junto al nombre de los jugadores honestos. Es lo menos que debería hacer por un deporte que le ha dado todo… y al que tanto daño le puede causar si no hace lo correcto.
Buzón: Gracias por las numerosas felicitaciones por el artículo del domingo pasado. Sopesando los comentarios, va un consejo (éste sí pedido): considero que una manera de meter en cintura a esos mequetrefes violentos, a esas chiquillas nefastas, a esos neonazis del Bolsón de Mapimí que determinan quién es naco y quién no, sintiéndose los muy miserables la última TKT del Oxxo, es que los padres conscientes se organicen y presionen a todas las instancias: a las escuelas para que no permitan semejantes comportamientos; a las autoridades (¿?), para que clausuren los antros que no respetan horarios ni reglas y a los ineptos padres de esos monstruos, para que se hagan cargo de la basura que le están arrojando a una sociedad ya muy lastimada, y que no tiene porqué aguantarlos. Organícense. A ver si pega.
Y ahora sí: consejo no pedido para batear el ciclo: Vean “61*” (2001), dirigida por Billy Crystal (sí, ese Billy Crystal), sobre la carrera de 1961 entre Maris y Mickey Mantle por el récord y vean también “El Natural” (The Natural, 1984), con Robert Redford y el maestrazo Robert Duvall, hermosa alegoría de lo que es el beisbol. Provecho.
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