El escándalo se volvió internacional casi de inmediato; causó consternación entre personas de muy distinto origen, orientación y clase social; e indignó a ciudadanos que han permanecido impasibles incluso ante las trapacerías de Ponce, Bejarano, Ímaz y Ahumada (y del jefe en cuyo Gobierno se cometieron). Y es que, desde el punto de vista de muchos, lo que se pretende es arrancarles un trozo de su vida y alterar una realidad que los ha acompañado, en muchos casos, durante tres lustros. Las reacciones son, desde esa perspectiva, comprensibles.
La cuestión es que, debido a uno de esos extraños pleitos sindicales con los que en este país fomentamos la inversión, la competencia y la creación de empleos, se anunció la posibilidad de que la empresa encargada de ponerles voces a los personajes de la serie Los Simpson cambiara de empleados y fueran otros quienes hicieran el doblaje. Esto es, que el tono, melodía y ritmo que han acompañado a Bart, Homero y el señor Burns durante 15 años serían otros de la noche a la mañana. Como decíamos, mucha gente puso el grito en el cielo y en toda Latinoamérica, dado que el doblaje mexicano es usado al sur del Suchiate: aquello era como robarle la identidad y torcer la historia de una familia y entorno que, para sus fans, es tan real y apreciada como los parientes políticos. Bueno, más.
Lo cual nos habla, primero, de cómo la televisión y ciertos espectáculos que en ella se presentan vienen siendo para ciertos sectores mucho más importantes que la realidad objetiva y de la calle. Y segundo, que el doblaje, ese proceso que nos parece tan obvio y evidente que muy de vez en cuando nos detenemos a considerarlo y que casi nunca se reconoce a la hora de dar créditos, es clave para la forma de aproximarse y acceder al cine y la televisión en idiomas distintos al español… que son un buen porcentaje de los que tenemos a nuestro alcance.
Especialmente en un país como México, donde el nivel educativo promedio ronda primero de secundaria y buena parte del culto público batalla para leer un mensaje de lo más simple, en muchos casos subtitular películas y series no es una opción viable. Si tenemos un país de adultos con instrucción de niño (gracias a 70 años de gobiernos priistas, habría que recordarlo siempre), entonces no hay que someterlos a la tortura de tratar de leer una docena de palabras en unos segundos: hay que ponerles las películas y series en su idioma.
Lo cual tiene sus bemoles y constituye un tema generador de eternas discusiones. Primero que nada, el doblaje se presta de manera estupenda a la censura. En la España franquista, toda película extranjera era doblada, de manera tal que el espectador oía lo que los censores querían que oyera el público, y que no siempre era lo que el personaje realmente había dicho. Los barceloneses en especial, si querían ver cine europeo o americano sin censura, tenían que darse sus vueltotas de fin de semana a Andorra, minúsculo país que de eso sacaba buen dinero. El problema era que los españoles son duros como ellos solos para eso de los idiomas extranjeros y muchas películas estaban subtituladas… en francés. Pero bueno, el viajecito era emocionante, según cuentan los clásicos.
Claro que el doblaje puede resultar molesto aun sin censura. En México nos choca cuando el proceso se realiza en Miami, España o Puerto Rico, por el acento empleado y porque ver a Indiana Jones (Harrison Ford) exclamando “¡Jolines! ¡Que se han llevado el Arca!” no resulta ni agradable ni creíble. Por no decir nada de los doblajes mal sincronizados o cuando las mismas voces se repiten en un programa tras otro (véase el History Channel como ejemplo de esto último).
Los mexicanos estamos acostumbrados a muy buenos doblajes, tanto en cine como en televisión. Esa microindustria tiene una larga tradición y cuenta con profesionales dedicados, con años y años de luenga experiencia. Y que, en no pocas ocasiones, han ayudado a construir los personajes a quienes les dan voz. Se dice, por ejemplo, que Telly Savalas tomó inflexiones y ritmos del doblaje que de él hacía Víctor Alcocer en la mítica serie “Kojak” de los años setenta. O sea, el original le copiaba y se dejaba influir por el doblador. Y, ¿cuántas veces no reconocemos qué personaje está en la TV aunque no estemos viendo la imagen? Eso habla del buen trabajo que hacen los dobladores mexicanos. No por nada son la ley en la mayor parte del mundo de habla castellana.
Ahora bien, un servidor prefiere ver cine y TV extranjeros sin doblaje, con subtítulos. Lo cual, por supuesto, a veces resulta una monserga, especialmente si el idioma usado no es el inglés, que es el que uno más o menos intelige o cuando se usan bifocales en el cine. Pero esa forma de proyección retiene la esencia, la naturaleza original, de la obra. ¿Se imaginan a Humphrey Bogart doblado… por quien sea? Estarán de acuerdo conmigo en que doblar al buen Boggie es literalmente imposible sin desfigurar y alterar la imagen de un actor que, en buena medida, identificamos por el tono y pausas de su hablar.
Con otra: que ver a los actores más conocidos hablando con otra voz (dejen ustedes lo del idioma) resulta irritante. Hace unas semanas fui a ver la película “La Leyenda del Tesoro Perdido” (National Treasure, 2004) y para mi sorpresa resultó que el filme estaba doblado, no subtitulado como es lo usual con una cinta norteamericana de estreno. De cualquier manera e idioma, Nicholas Cage resulta insoportable con esa cara de eterno mártir y lo es aún más porque pese a ello se liga cueros como Elizabeth Shue o Diane Kruger.
El caso es que en el reparto se hallaba Harvey Keitel, un actor cuya voz de carretilla de cascajo volteada hemos venido escuchando desde hace casi treinta años (al menos desde Taxi Driver, 1976), que resulta inconfundible y que siempre nos ha encantado. Pero en la mencionada película lo escuchábamos hablar como tenor desempleado del Blanquita levemente borracho y aquello resultaba de lo más irritante.
Rizando ese rizo: hay actores cuya principal arma o herramienta de su profesión (o una de las principales, en todo caso) es su voz. Y a la hora de doblarlo, está ocurriendo una amputación, una deformación, un atentado al arte de un individuo que sus buenos años de sacrificio le costó lograr la inflexión y el tono justos. Así pues, nadie puede doblar con eficiencia a Sean Connery (sobre todo cuando le da rienda suelta a su acento escocés). Nadie a James Earl Jones (el asmático Darth Vader). Y privarnos de oírlos es, dígase lo que se diga, una traición, un fraude al espectador.
Claro que la cosa cambia cuando se trata de dibujos animados, cuyos doblajes mexicanos con frecuencia han sido sublimes. Así, si uno ve “El libro de la Selva” (The Jungle Book, 1967) de la casa Disney, sonará falso y raro si la voz del Oso Baloo no es la de Tin Tan y la de la pantera Bagheera la de Luis Manuel Pelayo. Sean quienes hayan sido las voces originales en inglés, con ésas nos quedamos desde nuestra infancia.
Algo así ha motivado el escándalo en relación con Los Simpson. Para muchos teleespectadores esa familia disfuncional y amarillenta representa un componente entrañable de su vida. Y claro, buena parte de la identidad de los personajes está en las voces, que de manera tan certera, constante e identificable han desarrollado durante década y media los dobladores que, mientras escribo estas líneas, están al borde del despido. Para colmo, la cadena dueña de los derechos, Fox, dice que ésa no es su bronca. ¡Qué poco respeto a un público fiel y que rara vez se encariña tanto con algo!
Esperemos que prive la sensatez y los latinoamericanos podamos seguir disfrutando el alucine de Springfield… con las voces de siempre.
Consejo no pedido para que no lo doblen: escuche “Una pálida sombra”, de Procol Harum; vea “Días de radio” (Radio Days, 1987), de Woody Allen, sobre el poder de las voces conocidas y lea “La amigdalitis de Tarzán” (2000) de Alfredo Bryce Echenique, que no tiene nada qué ver con esto, pero lleva un título genial y afónico. Provecho.
Ah; y otros que no van a doblarse son los Acereros. Crucen los dedos.
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