Quizá a estas alturas del partido el amable lector ya esté un poco cansado de escuchar y ver a todas horas lo referido a la vida, muerte y funeral de Juan Pablo II. En consideración a esa fatiga, limitaré estas mal pergeñadas páginas a lo que, en relación con Karol Wojtyla, considero no se ha comentado suficientemente en estos ajetreados días en que los medios hicieron bombardeo de saturación.
México fue ciertamente un país que amó y estuvo muy próximo a él, y con sobrada razón: fue el fenómeno de explosión afectiva de 1979, que rayó en la histeria colectiva, lo que seguramente convenció a Juan Pablo II de que podía aprovechar su carisma personal y capacidad de proyección para hacer de su Pontificado uno que llevara su palabra a todas partes del mundo, especialmente a las cinco sextas partes de él que no son católicas. La verdad, el fervor de los mexicanos fue un empujonzote que lo animó a encarar retos cada vez mayores: quien soporta escuchar cinco mil 763 veces “Tú eres mi hermano del alma/ realmente un amigo”, puede aguantar cualquier cosa, y enfrentar lo que sea.
Pero no nos hagamos locos: Juan Pablo no era mexicano: era polaco hasta las cachas. Ahora sí que nunca negó la cruz de su parroquia. Y créanme, ser polaco es una condición que relativiza muchas cosas.
La historia de Polonia es una tragedia de muchos actos con pocos intermedios. Si los mexicanos somos muy buenos para quejarnos de nuestra vecindad con los gringos, imagínense a Polonia, situada como mortadela entre dos colosos: Alemania (mayoritariamente protestante) y Rusia (ortodoxa o atea, según el régimen de que se trate). Esta vocación de sándwich hizo del catolicismo una fortísima seña de identidad para los polacos, incluso más que el guadalupanismo para los mexicanos. Por no decir nada de la prevalencia del sufrimiento como factor de la polaquidad siempre presente: durante la Segunda Guerra Mundial, Polonia perdió más población, proporcionalmente, que ningún otro país (22 por ciento); y no estaría de más recordar que algo de las cenizas de los crematorios de Auschwitz le ha de haber caído en las solapas del saco al joven Wojtyla, cuando estudiaba en Cracovia, a unos treinta kilómetros del Infierno en la Tierra. Todo ello condicionó la visión que Juan Pablo II tenía del mundo.
Habiendo sufrido su patria dos tiranías, la nazi y la comunista, el mundo se le presentaba al cracoviano en blancos y negros, no en tonos de gris. Como los nazis desaparecieron entre el polvo de la historia y las películas necesitadas de malos-malotes, a Juan Pablo II le resultaba claro que el enemigo principal de la civilización cristiana era el comunismo ateo. Y se dedicó a tirarle piedras con particular fervor. Determinar qué tanto contribuyó en realidad a la caída del Muro y la desintegración del Imperio Soviético, creo que es tarea que habría que dejársela a los historiadores de la próxima generación. Lo que sí es que su mentalidad era cien por ciento de la Guerra Fría, sin medias tazas ni asegunes: el comunismo había de ser extirpado de la faz de la Tierra. El problema, como solía ocurrir en la Guerra Fría, es qué rayos entiende cada quién por comunismo.
Todo ello explica (al menos en parte) la manera en que Juan Pablo II le paró el alto a la Teología de la Liberación en Latinoamérica: no la veía como una corriente renovadora, sino como cochino marxismo infiltrándose insidiosamente en la principal reserva humana de católicos en el mundo. Y por eso se lanzó a pegarle de mandarriazos siempre que se presentó la oportunidad, poniendo como trepadero de mapache a cuanto cura rojillo tuvo a su alcance.
Esta visión de Ellos-contra-Nosotros quizá también sirva para explicar su conservadurismo en asuntos que, viéndolo bien, se mantuvieron en animación suspendida durante un cuarto de siglo: el papel de la mujer en la Iglesia, el celibato sacerdotal obligatorio, el uso de anticonceptivos, la descentralización del culto… la lista sigue y sigue. Si el Papa se movió mucho, difícilmente se puede decir lo mismo de las estructuras que presidía.
En todo caso, la huella que dejó su Pontificado es profunda e influyente. No resulta fácil encontrar Sucesores de San Pedro que hayan tenido tanto peso en su época. Pienso en Gregorio VII. Pienso en Inocencio III. Y mejor ya no pienso porque nunca fui bueno para los números romanos. Además es domingo, ando crudito y ya empezaron las Grandes Ligas. Otras dos personalidades, muy distintas entre sí y en relación con el romano Pontífice, dejaron este Valle de Lágrimas por estos días. La semana pasada murieron Rainiero III de Mónaco y Saúl Bellow.
El príncipe Rainiero, como lo conocía la raza, era un espécimen realmente notable: gobernó durante más de medio siglo a una anomalía política del tamaño de la colonia Torreón Jardín (eso mide Mónaco: 1.8 km2), la puso en el mapa mundial del glamour y el Grand Prix (y de la evasión de impuestos), se casó con una beldad de Hollywood (la divina Grace Kelly) y consolidó un principado que en la inmediata postguerra parecía condenado a la obsolescencia y a ser absorbido por Francia cualquier día que De Gaulle amaneciera con agruras.
Mónaco es uno de esos estaditos medievales europeos que (como Andorra, San Marino y Liechtenstein) se las han ingeniado para sobrevivir en la modernidad y además participar en las eliminatorias del Mundial sólo para ser goleados de manera inmisericorde. Pero, a diferencia de los antes citados, Mónaco tiene una especie de maldición: según los acuerdos hechos con Francia que garantizan su existencia, el día que la Casa de Grimaldi (que ha regenteado ese changarro desde hace siete siglos) se quede sin heredero masculino, el principado será absorbido por Francia con todo y Museo Cousteau y croupiers del casino.
Con esa espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza, Rainiero III se apresuró a reproducirse. Pero, nada tonto, aprovechó la ventaja de que era príncipe, y se ligó un cuero etéreo, admirado y famoso. Y con ella procreó tres vástagos. Las hijas resultaron muy… digamos… movidas; y en ocasiones, francamente escondibles: la mayor, Carolina, luego de una juventud alocada (y lucir algunos de los bikinis más recordables de mis años mozos) sentó cabeza y ahora es una señora muy señera. La menor, Estefanía, tiene la desconcertante costumbre de tirarse sobre (y a) todo guarura que encuentra a mano, y se ha empeñado en que los principitos de Mónaco sean populacheros: ahora sí que hijos de policía. Alberto, el único varón, sigue soltero a los 37 años. Algunos le dicen solterón, otros calavera, otros más feo. La cuestión es que heredó el trono y, en teoría, debe ponerse a trabajar, como en los cuentos de hadas, en producir un heredero masculino, si no quiere que el pequeño principado sea absorbido por la Pérfida Lutecia (sí, ya sé que la Pérfida es Albión. Pero si a perfidias vamos, Francia no canta mal las rancheras…). Quizá es lo único que le falló a Rainiero en su largo y exitoso reinado: hijos vemos, mañas no sabemos.
También la semana pasada falleció, a los 89 años de edad, el escritor judío canadiense asentado largo tiempo en Chicago (todo lo cuál cuenta mucho y no es chisme de oquis) Saúl Bellow.
Bellow, Premio Nóbel de Literatura en 1976, es uno de los escritores estadounidenses fundamentales en el siglo XX. Quizá sólo Faulkner (¡Me pongo de pie!) y Hemingway, otros dos que fueron a Estocolmo por su medallita, puedan situarse a su altura.
Lo cuál puede sonarle raro a muchos, dado que Bellow no es muy conocido que digamos en México. Ello se debe a que por acá sus novelas nunca fueron best-sellers (y después del Nóbel, tampoco en Estados Unidos); y a que sus personajes suelen resultar antihéroes sin noción de los límites, ajenos a la realidad y sencillamente desesperantes. Digo, si a ésas vamos, ya tenemos a nuestra inepta y parasitaria clase política con qué entretenernos.
Sin embargo, esos antihéroes (léanse “Las aventuras de Augie March”, “El legado de Humboldt” y la alucinante “Henderson, rey de la lluvia”) de alguna manera nos saben llegar y, pese a sus tropezones (o por ellos) convencernos y hacernos sentirlos entrañables. Y la prosa de Bellow es de las más prístinas y agudas de la lengua inglesa del siglo pasado. Si no lo conoce, amigo lector, aproveche las exequias. Este autor sí que vale la pena. Y a como se ven las cosas, habrá que pertrecharse con lecturas inteligentes, en vista de la sarta de estupideces con que tendremos que lidiar en los próximos tiempos.
Consejo no pedido para verse bien de luto: lean “Memoria e identidad”, de Juan Pablo II, su testamento ideológico y última arremetida contra la modernidad, que contiene algunas apreciaciones que permiten entender los últimos 25 años del catolicismo. Y lean también “Jerusalén ida y vuelta”, de Bellow, interesante perspectiva sobre los conflictos eternos de Tierra Santa. Provecho.
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