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Los días, los hombres, las ideas/Eficaces reflexiones sobre la eficienCIA (I)

Francisco José Amparán

La civilización empezó, viendo las cosas desde cierta perspectiva, como una opción de una relación costo-beneficio. Cuando nuestros ancestros se dedicaban a cazar mamuts y otras bestezuelas peludas y a recolectar frutos y raíces, podían andar de aquí para allá, sin hacer gran cosa mientras digerían chuletas de mastodonte o bayas (hasta que volviera a apretar el hambre) y arrimándose a la primera cueva o recoveco en donde los encontrara la noche. Una vida muy libre y aparentemente despreocupada, sí, pero también harto imprevisible. Y es que, cuando los animales cazados ponían pies (o patas) en polvorosa o se acababan las frutas del lugar en que se encontraban, los hombres primitivos tenían que salir a buscar nuevas fuentes de alimentación… y no siempre las encontraban.

Hasta que alguien descubrió que sembrando y cuidando semillas se podía asegurar, en lo posible, la comida. Mientras no hubiera plagas, sequías o líderes ejidales, la agricultura podía sostener poblaciones humanas relativamente numerosas. Si alguna vez se han preguntado por qué China, la India y otras regiones del mundo han estado tradicionalmente muy pobladas, la respuesta es muy sencilla: porque las condiciones climáticas, pluviales e hidrológicas se prestaban para varias cosechas y, por tanto, para mantener alimentadas a sociedades numerosas. La nuestra es la primera cultura de la historia en que la gente puede bloquearse las arterias con colesterol sin haber tocado una vaca o haber sembrado un frijol en su vida.

Por supuesto, dejar el ameno nomadismo y volverse una sociedad sedentaria y agrícola conllevaba ciertos contratiempos: cultivar la tierra durante largas e ingratas jornadas; establecerse de manera permanente a la vera de los ríos, lo que implicaba construir residencias permanentes (de madera, de piedra, de adobe), con el consiguiente esfuerzo y las eternas broncas con el arquitecto y el ladrón del contratista; y el tener que convivir con cada vez más personas que no tenían ningún nexo familiar entre sí: el urbanismo determinó que el ser humano tenía que pasar buena parte de su existencia rozándose con gente de cuyas vidas no tiene la más remota idea. Caras urbanas vemos, mañas no sabemos. Hoy en día, un habitante cualquiera de una ciudad como Torreón puede pasar junto a miles de personas de las que no conoce ni su nombre: puede tratarse de seres angelicales, listos, tontos, asesinos seriales, americanistas o, peor aún, sinceros admiradores de Madrazo. Y uno sin saber.

Por todo ello, se hizo necesario crear lo que llamamos civilización: un conjunto de normas, comportamientos, valores y actitudes que nos permiten sobrellevar esa convivencia sin mucho derramamiento de sangre (excepto los sábados en la noche).

Sin duda los primeros agricultores miembros de sociedades urbanas vieron que aquello acarrearía numerosas molestias. Pero en términos de costo-beneficio, decidieron que valía la pena: a cambio de no andar con el Jesús en la boca, correteando búfalos como desesperados, o rogándole a los dioses que pudieran encontrar un sitio con manzanas maduras, habría que atarse a la tierra y ganar el pan con el sudor de su frente (no de sus patas, como hasta entonces). Pero ello implicaría una vida en teoría más segura y con menos sobresaltos. El beneficio sería mayor que los costos.

Desde entonces, mucho de nuestra vida está determinado por esa relación. Cuando se consigue el máximo beneficio con bajos costos, hablamos de eficiencia. Cuando se alcanza el objetivo a como dé lugar, se habla de eficacia. Por supuesto, la eficacia no implica mucho mérito: digo, quizá el PRI o el PRD lleguen a Los Pinos el año que entra; lo que le costó al país sabotear reformas, mantener una casta política parasitaria y perder el tiempo discutiendo sobre el vestuario de Martita, eso no importa. La nación no importa, sólo el poder. Y si para alcanzarlo hay que sacrificar a millones de compatriotas, pues ni hablar: el chiste es tener la sartén por el mango. Eso es eficacia.

La eficiencia es otra vaina. Y es relativamente fácil calibrarla: otra vez, estableciendo una relación de costo-beneficio. En ese sentido, hay personas, fenómenos e instituciones tremenda y naturalmente ineficientes.

Ejemplos incontestables de un fenómeno muy ineficiente lo constituyen las revoluciones. Cuando se evalúan en términos de costo-beneficio lo que han dejado la mayoría de los movimientos llamados revolucionarios del último siglo, la mayoría resultó un fracaso, por más que sean celebrados como grandes acontecimientos y se organicen desfiles para conmemorar su arranque real o supuesto. La Revolución Bolchevique hizo de Rusia un país poderoso dedicado a aplastar a sus ciudadanos, hasta que el sistemita se derrumbó como un castillo de naipes. A los nazis se les llenaba la boca hablando de su Revolución Nacionalsocialista (para que vean que la palabreja se puede usar de cualquier forma)… la que llevó a Alemania a la derrota, la destrucción y la ignominia. La Revolución Justicialista de Perón y Evita mandó a la Argentina de ser la sexta economía mundial, a los incómodos recovecos del Tercer Mundo. La Revolución Cubana creó la dictadura más longeva en funcionamiento, hizo emigrar al diez por ciento de la población, y a quienes siguen ahí los tiene sumidos en la oscuridad de los apagones y las cartillas de racionamiento. De la Revolución Mexicana mejor no hablemos. Como dijo un eximio historiador: “para pasar de don Porfirio a Miguel Alemán, nos podríamos haber ahorrado un millón de muertos y la destrucción del país”. Pues sí.

Pero hay de ineficiencias a ineficiencias. Y hay unas que realmente vale la pena estudiar.

No me cabe la menor duda que la organización más ineficiente de la historia es la CIA, la malhadada Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. Una vez más, en términos de costo-beneficio, esa institución tiene un récord bastante percudido. Por supuesto, ellos alegan que sus triunfos no pueden ser publicitados y que tienen más éxitos que fracasos; o sea que cuando ponen un huevo no lo pueden cacarear. Aún así, las pifias y fiascos de la Compañía (como le dicen sus allegados) alcanzan, sin duda, las cumbres de la ineficiencia.

Primero que nada hay que recordar que Estados Unidos ha invertido literalmente toneladas de dinero en la CIA. La tecnología más sofisticada ha estado a su servicio apenas sale de la mesa del diseñador. Una buena proporción de los satélites que circulan el planeta están destinados a mantener informados a los chicos de Langley (donde se ubica su sede principal y ya Tom Cruise nos dejó ver lo fácil que es entrar ahí). Y aún así, la CIA ha tenido que comulgar con auténticas ruedas de molino. De repente uno se pregunta si alguien les paga un salario a esa multitud de incompetentes o trabajan de oquis. Y si en realidad perciben un salario, cualquiera que éste sea, si no será excesivo para los resultados que producen. Y para muestra, más botones que en una mercería.

Mientras duró su movimiento, la CIA nunca vio por dónde iba la pichada de un carismático rebelde trepado en la Sierra Maestra llamado Fidel Castro. De repente, y para sorpresa del Gobierno americano, se encontraron con que tenían un régimen socialista en su puerta trasera. Para derrocarlo planearon una operación que, integrada por cubanos exiliados entrenados y equipados por la CIA, iban a invadir la isla bella para iniciar una rebelión general en contra de los barbones. ¿De dónde sacaron que la población se iba a unir para derrocar a Castro? Quién sabe. Hasta donde se sabe, no existía una sola pieza de inteligencia real que indicara tal cosa. La CIA no tenía un solo operativo confiable en el campo. Aún así, en 1961 convencieron a Kennedy para que lanzara la invasión de Bahía de Cochinos, su mayor fiasco, a partir de simples suposiciones y buenos deseos. Mira tú, qué eficientes.

Ése fue el primero de una serie de descalabros que, sumados y vistos fríamente, le dan a la CIA el campeonato mundial indiscutible de la ineficiencia.

Y como hemos agotado eficientemente el espacio, a esta hilacha le seguiremos dando vuelo en otra ocasión.

Consejo no pedido para sentirse máquina de movimiento perpetuo (de tarea, chequen qué tiene que ver con la eficiencia): Lean “El fantasma de Harlot”, de Norman Mailer, sobre los inicios de la CIA. Y vean “Confesiones de una mente peligrosa” (Confessions of a dangerous mind”, 2002), bizarra película dirigida por George Clooney, en donde un productor de televisión (y reputado ancestro de mucha de la bazofia de hoy en día) resulta además asesino de la CIA… supuestamente una historia real. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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