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Los días, los hombres, las ideas/El “No” de Francia (y Holanda)

Francisco José Amparán

Premio Estatal de Periodismo de Coahuila 2005 (Columna)

Una de las películas más divertidas que he visto en mi cinéfila vida es “Silent Movie” (“La última locura de Mel Brooks”, 1976), que como lo indica su título (en español) fue dirigida y actuada por el gran Mel, y tiene la característica de ser muda, como lo indica su título (en inglés). En efecto, Brooks se aventó la puntada de filmar la primera cinta silente desde “Tiempos Modernos” (“Modern Times”, 1936) de Chaplin… que ni era tan muda, pero en fin.

Ésta tampoco es silenciosa por completo: cuando Brooks trata de reclutar vía telefónica a Marcel Marceau, el gran mimo francés, para la película que se propone hacer, Marceau estalla con un estruendoso “¡Non!” Es la única palabra que se pronuncia en toda la película.

Y uno dice: tenía que ser. No sólo el único parlamento lo dice un artista mundialmente famoso por no hablar nunca absolutamente nada. Sino que tenía que ser francés. El humor gálico fundamental parece ser llevarle la contra a todo el mundo.

No pude evitar pensar en el “¡Non!” de Marceau cuando me enteré de los resultados del referéndum que realizó Francia hace una semana, sobre la ratificación de la Constitución de la Unión Europea (CUE de aquí en delante). Después que nueve países habían aprobado el borrador del documento, el público francés le volvió la espalda a su clase política y al futuro de la Unión (UE). Votando casi un 70 por ciento del electorado, un 55 por ciento de ellos dijo “¡Non!” (nones, en castellano). Con ello pusieron de cabeza al euroestablishment y le dieron alas a la oposición a la CUE en Holanda. Los holandeses no habían querido “sentirse los idiotas de la aldea” (como lo planteó un líder del “No” ahí) siendo los primeros en rechazarla. Pero con el empujón francés, actuaron en consecuencia y de manera más contundente: el miércoles, un 61 por ciento de ellos le dio el portazo en las narices al voluminoso mamotreto que pretendía trazar las directrices futuras de la UE y en un descuido, sentar las bases para unos posibles Estados Unidos de Europa. Ahora ese sueño se ve más lejano que nunca.

Lo más impresionante es que no existe un “Plan B”: no se consideró cuál sería el siguiente paso en caso de que un país rechazara la CUE, habiéndose supuesto que todos los países la abrazarían amorosa y fervorosamente. Lo cual, estarán de acuerdo conmigo, revela un optimismo irresponsable que raya en el delirio, considerando que se necesitaba un “Sí” unánime de los 25 países que constituyen la UE y sobre todo, tomando en cuenta que entre ellos se hallan algunos tan rejegos e impredecibles como la Gran Bretaña y, sí, Francia.

La mayoría de los observadores achaca la derrota a un voto de castigo en contra del régimen de Jacques Chirac y sus políticas económicas. Y no sólo contra el Gobierno, sino contra la clase política francesa casi completita. Después de todo no sólo Chirac, sino la mayoría de los dirigentes partidistas galos (de los socialistas a los conservadores moderados) habían hablado en pro de la CUE, cuando no hicieron abiertamente campaña a favor de su aprobación. El voto ciudadano fue, pues, una trompetilla calibre elefante no sólo a Chirac, sino a una clase política que, según esta lectura, está totalmente desapegada de lo que opina el hombre de la calle.

Claro que no se puede echar a todos los políticos en el mismo costal: algo que ha horrorizado a muchos observadores es que quienes se opusieron más vocalmente al “Sí” eran los extremistas de ambos signos: los caducos comunistas que siguen sin enterarse de la caída del Muro y los neofascistas de LePen, que pegan sustos con una frecuencia que ya cisca, la verdad.

No sé qué tanto atender a esta interpretación del “¡Non!” Eso de que la clase política mayoritaria no entiende ni comulga con los anhelos y deseos de la ciudadanía en general; eso de que la gente sienta que los partidos no representan en realidad a nadie, digamos que no es un sentimiento muy exclusivamente francés. Las encuestas demuestran que eso opina una mayoría de los mexicanos acerca de esa pandilla de ineptos soberbios que dirigen nuestras instituciones y partidos políticos; partidos que no representan sino a los pobres acarreados que se tienen que asolear para ligar su consabido lonche-pecsi-y-cachucha; partidos (y) políticos que no atienden más intereses que los propios, que no defienden más que las jugosas remesas que les entrega el IFE a costa de nuestros impuestos. Claro, en Francia sí le dieron a la gente la oportunidad de pitorrearse de sus ganapanes y en teoría se llevaron entre las patas a la CUE.

También hay que ver los números rojísimos que presenta la administración Chirac: con mencionar el diez por ciento de desempleo basta, creo yo. Cualquiera quiere colgar de las amígdalas (o de donde sea) a un Gobierno que presenta esos números.

Pero sigo sin estar muy convencido con explicar el “¡Non!” sólo (o fundamentalmente) a partir de factores internos. Considero que la eurofobia también jugó un papel bien importante.

Cuando se firmó el Tratado de Roma que creaba la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1957, el propósito que se buscaba al vincular a los seis países originales (Francia, Alemania Federal, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo) era muy sencillo: evitar una nueva guerra europea. Luego que franceses y germanos se habían dado hasta con la cubeta en tres guerras en setenta años (1870-71, 1914-18, 1939-45), dejando arruinados a ambos países luego de las dos últimas, tenía sentido hacer todo lo posible por evitar una repetición de esas calamidades. El planteamiento fue que el encadenamiento económico es el mejor antídoto contra el nacionalismo estridente, violento y expansionista: uno no mata a su principal cliente (o proveedor). Cabe recordar esos orígenes para entender lo mucho que han cambiado las cosas… lo que al parecer le ha pasado de noche a no pocos euroentusiastas y euroburócratas.

Cuando la CEE resultó un éxito, otros países quisieron entrar a la fiesta. De Gaulle (¡otro francés necio!) vetó el ingreso británico en 1967. Pero luego que el narigón dejó el poder, la expansión siguió una dinámica vertiginosa. Al rato empezamos a hablar de “la Europa de los doce”; luego, de “la Europa de los quince”. Ahora vamos en “la Europa de los veinticinco”, y contando, y ya chole. En el proceso se transformó en la UE, con el Tratado de Maastricht (1991). Su solo crecimiento parece avalar su éxito: al parecer todo el mundo está que afta (como decía mi difunta madre) por ingresar a ese selecto grupo. Así que parecía tener sentido darle una carta magna, y ordenar el barullo de leyes y componendas surgidas durante tantos años.

Lo que no se vio fue el resentimiento que existe entre muchos ciudadanos (sobre todo de los miembros originales) por la manera en que se han desarrollado las cosas. Ahora nadie teme una gran guerra en el continente (Yugoslavia se cuece aparte), lo que es comprensible: hace un mes se cumplieron sesenta años que los cañones se silenciaron definitivamente: dos generaciones europeas han nacido, crecido, multiplicado (no mucho) y prosperado sin preocuparse de tener que aprestar el acero ni el bridón, ni temerle al masiosare. Así, el propósito original de la CEE, para el 85 por ciento de los europeos nacidos después de 1945, ya caducó.

Además, a medida que fueron creciendo las instituciones y la membresía de la UE, los euroburócratas de Bruselas fueron metiendo más y más las narices en la vida cotidiana y los “usos y costumbres” de la gente común y corriente. Esto ha enojado sobre todo a aquellos países que sienten violentada su identidad (Francia), que creen amenazadas sus más caras y añejas tradiciones (Gran Bretaña) o que temen que, al ser muy pequeños, serán engullidos por un superestado sobre el que no tendrán ningún control (Holanda… y Noruega, cuyos ciudadanos en dos ocasiones se han negado rotundamente a ingresar a la UE).

Así pues, el “¡Non!” es fruto de una serie de factores (ya no digo nada del asunto migratorio, que pesa más que un turco, por falta de espacio) que buena parte de la clase política europea no supo ver ni mucho menos calibrar. Y ahora franceses y holandeses les han dado un trancazo peor que los asestados por ese hombre tan inteligente que es “El Chapo” Guzmán (Santiago Vasconcelos dixit). Que con su pan se lo coman. Lo malo es que ahora ese ambicioso proyecto de unión, paz y prosperidad se encuentra en el limbo. Otra que deben los políticos incompetentes… que, como vemos, se dan en maceta en todos lados.

Consejo no pedido para cantar “La Marsellesa” sin desentonar: Lean las “Memorias” de Jean Monnet (Siglo XXI, 1983, prólogo de Felipe González Márquez; sí, ese Felipe González), uno de los parteros de la nueva Europa. Vean “Les Valseuses” (Frutos de la época, 1974) con Gerard Depardieu cuando aún no tenía nariz de tomate bola. Y escuchen cualquier cosa de la divina Piaf, al puro desgaire. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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