Por su naturaleza y temática, el Museo del Holocausto en Washington, D.C., está lleno de objetos y exhibiciones conmovedores: sea por una mariposa de juguete hecha en el campo de Teresiendstadt con madera de desecho; o por la aplastante densidad de cientos de nombres de shtetl (aldeas judías) destruidas, grabados en ácido en las paredes de cristal de un andador, testimonio de la brutalidad nazi y la indiferencia polaca (y rusa y ucraniana), en ese lugar uno siente de continuo lo que en terminología médica se llama fruncimiento del miocardio. Pero quizá uno de los testimonios más llegadores por lo que representa (o puede representar) lo constituye el trabajo de un hombre llamado Leon Jacobson, ahí exhibido.
Jacobson dedicó vaya uno a saber cuántas horas en la construcción de una maqueta del ghetto de Lódz, uno de los mayores en Polonia. Con pedazos de madera, hilo, alambre y engrudo, hizo un modelo a escala del pedazo de ciudad en que fueron obligados a hacinarse cerca de 200,000 personas. En agosto de 1944, poco antes de ser enviado a Auschwitz (de donde salió vivo), Jacobson embaló la maqueta en papel encerado y la enterró en el sótano de su paupérrima vivienda. Después de la guerra, sus hermanos la rescataron, y el modelo lo acompañó hasta los Estados Unidos, en donde se estableció.
Dos cosas:
Primero, ¿qué mueve a una persona a hacer una maqueta de su prisión? Olviden lo de prisión: ¿un modelo Revell-Lodela del infierno en la Tierra? ¿Será su deseo de aprehender lo incomprensible, de darle sustento material a esa “banalidad del mal” de la que hablaba Hanna Arendt, y que se traducía en miles de cadáveres tirados en las calles del ghetto real, el retratado en esas avenidas en miniatura?
Segundo, los lados de la maqueta, que servían para protegerla y como paredes de una maleta (el modelo podía cerrarse sobre sí mismo) eran una representación del muro con el que los nazis separaban a los “indeseables” del resto de la población de Lódz. Así, el muro servía de recipiente, barrera y símbolo de la suerte que los vencedores les habían deparado a quienes estaban segregados del otro lado.
Dentro del ghetto de Lodz murieron unas 46,000 personas. Otras 145,000 fueron deportadas a los camiones gaseadores de Chelmno o las cámaras de Auschwitz-Birkenau, de donde pocos sobrevivieron. El muro edificado por los nazis había cumplido su función: segregar, enajenar, forzar la noción de que se es distinto a Los Otros y por tanto debe existir una separación física (y luego: el exterminio). La tentación de construir paredes para apartar a quienes se considera contaminantes es tan vieja como el primer Milusos que se ofreció a chambear de albañil, allá en el Paleolítico. ¿Qué es lo único que ve uno de Micenas, la ciudad del neurasténico Agamenón? Muros. ¿Qué sobrevive de la grandeza preincaica de Sacsahuamán? Muros. ¿Cuál es el único recordatorio visible de la presencia romana en el norte de Inglaterra? El muro de Adriano… muy escenográfico para la leyenda del Rey Arturo, eso que ni qué. Por supuesto, en estos casos, para maldita la cosa que sirvieron esas paredes, a fin de cuentas.
Pero pese a ello, la tentación de crear muros es muy seductora. Dígalo si no la medida desesperada que tomó la República Democrática de Alemania el 13 de agosto de 1961: en vista de que los mejores cerebros (y muchos adolescentes, lo que sea de cada quien) del país se estaban largando a Occidente, aprovechándose de que Berlín era una ciudad dividida pero abierta, los comunistas decidieron frenar esa sangría de talento y know-how. ¿Cómo? ¿Liberalizando su economía, dejando de lamerles las botas a los soviéticos, permitiendo que la gente votara en las urnas y no con los pies? No: procedieron a construir un muro. Mejor dicho, el Muro, como lo conocimos quienes vivimos buena parte de nuestra vida creyendo budistamente que había cuatro verdades imperecederas en este mundo: que la Selección Mexicana perdería toda serie de penaltis que tirara; que la ineptitud de nuestra clase política es infinita, y directamente proporcional a su voracidad y locuacidad; que la Güera de a la vuelta de la casa tarde o temprano jalaría; y que el Muro perviviría per sécula seculorum. Amén.
Sí, las tres primeras verdades se mantienen incólumes. Y no, no les voy a platicar lo de la Güera de a la vuelta.
Por supuesto, el Muro era el reconocimiento más concreto (pequeño chiste malo) y visible del fracaso del Socialismo Real. Aunque con su acostumbrada grandilocuencia los comunistas le llamaron La Gran Barrera Antifascista, lo que sabía quien tuviera un gramo de sesos es que esa barrera guardada por perros, minas y los siniestros Vopos (policías de frontera de la RDA) era una declaración de derrota adelantada: un país que tiene que encerrar a sus ciudadanos para que no escapen, es un país cuyo sistema fantoche no puede encarar la realidad: que es un fracaso.
Como bien sabemos, el Muro (como el Socialismo Real) aguantó lo que tenía que aguantar, y luego se vino abajo gracias al coraje de algunos patriotas estealemanes; eso que se da en llamar el Flujo de la Historia (que los comunistas siempre dijeron estaba de su lado); y el instinto de hormigas de los berlineses… quienes arremetieron contra aquel horrendo símbolo con furia, botellas, picos y hasta punzones la noche misma del nuevee de noviembre de 1989. Un evento catártico si los hay, que en su momento nos pareció completamente irreal.
Eso sí, como venganza capitalista, al cascajo le han sacado un dineral. Según mis cuentas, y tomando como base las muestras que me han traído (¡Gracias Gaby! ¡Gracias Lucía!), el Muro ha de haber medido lo que la Muralla China… y a ocho euros el pedazo tamaño ombligo, ése sí que es negocio. Con lo que obtengan de ahí tienen para reintegrar a los del Este, reconstruir su alicaída infraestructura, y les sobra para chuchulucos.
Israel, ironía de ironías, pese a las protestas de todo el mundo, está empeñado en crear una muralla que separe al Estado judío del futuro Estado palestino. Les digo que la tentación es mucha… y muy mala consejera. Con ese muro los israelíes también están demostrando que han fracasado en urdir, tejer, un mínimo de convivencia con quienes están a un lado suyo, y estarán por toda la eternidad. El reconocimiento de algunos derechos elementales de los palestinos, la búsqueda de un acuerdo negociado sobre el estatus de Jerusalem (sin Orlando Bloom metiendo cuchara, por favor) y el hacerle menos caso a sus propios halcones, todo ello ayudaría mucho más a la paz que kilómetros y kilómetros de bardas negras… que, no es por nada, recuerdan terriblemente a las que rodeaban al ghetto de Lódz, según la maqueta del señor Jacobson.
Y ahora los gringos quieren hacer un muro en la frontera con México. Mejor dicho, extenderlo, dado que en muchas zonas urbanas y suburbanas de la frontera, lo más natural es que el límite esté marcado por barreras metálicas o pétreas. En lo que el escritor Luis Humberto Croswaite llama la Esquina de Latinoamérica, donde se encuentran Playas de Tijuana e Imperial Beach, California, el muro de hecho se interna mar adentro, por aquello de quienes quieran hacer bueno el epíteto de “mojados”. Pero ahora el proyecto es construir el muro en pleno desierto, como una cuchillada en uno de los ambientes más hostiles de este continente. Otra vez la tentación, la inútil tentación de los muros. Y para lo que va a servir, como casi todos.
Claro que los Estados Unidos tiene una excusa formidable: la suya con México es la frontera con más cruces ilegales del mundo. Y desde que Al Qaeda le mandó sus recuerditos, ese fenómeno es una jaqueca para su seguridad nacional. Habría que recordarlo antes que nuestros políticos se rasguen las vestiduras… vociferaciones inútiles ante la decisión de un Estado soberano sobre el que no tienen ningún control. Digo, no lo tienen sobre el propio…
Con otra: que muchos de esos protestantes son los mismos hipócritas que bloquean toda reforma que hiciera posible la inversión, creación de empleos e infraestructura, que permitiera a nuestros compatriotas quedarse de este lado. Es su incapacidad y parálisis ideológica la responsable de que muchos mexicanos arriesguen la vida buscando una vida digna. Primero los obligan a salir, y luego se quejan de que el vecino no quiera dejarlos entrar. Mayor farisaísmo, está difícil encontrarlo. Pero con esos bueyes tenemos que arar… y nos aran desde hace rato.
Consejo no pedido para no topar con pared: lean “Eichmann en Jerusalem: reporte sobre la banalidad del Mal”, de Hanna Arendt, que pese a sus cuarenta años sigue siendo de actualidad; vean “Adiós Lenin” (“79 qm DDR”, 2003), de Wolfgang Becker, tierna visión del triste destino de la RDA; y, obvio, escuchen “The Wall” (1979), de Pink Floyd, que sigue siendo un monumento. Provecho.
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