EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Los días, los hombres, las ideas/El primer genocidio

Francisco José Amparán

Uno de los aspectos más desagradables del uso masivo del Internet es la manera en que meten las narices (en la máquina de uno) tanto gente como ideas que nunca han sido requeridas, que uno no desea conocer y que no tienen nada qué andar haciendo en nuestro disco duro.

Esta monserga se presenta de muy diferentes maneras: por ejemplo, de alguna forma uno termina formando parte de un listado a cuyos miembros se les ofrece desde viajes por el Caribe hasta computadoras sospechosamente baratas. O bien, se reciben correos en donde un señor desde Ámsterdam notifica que uno ganó un premio de decenas de miles de euros, en una lotería cuya existencia ignoraba y en la que participó de maneras más bien misteriosas (¿Por qué no desbordo de alegría? Bueno, porque el vecino del siguiente cubículo recibió un mensaje idéntico. Algún día responderé entusiasmado al señor de Ámsterdam, a ver de qué se trata esta evidente trampa). O también puede ocurrir que, al entrar a una página cibernética, a la dirección de uno se le embarra de manera automática una “galleta”… y de ahí para el real…

Una “galleta” (cookie) es una etiqueta electrónica que identifica y registra quién está accesando una página, de manera tal que el susodicho pueda después ser blanco de publicidad o propaganda que en teoría será de su interés (por algo se ingresó allí). De manera tal que si uno entra al sitio de una compañía de ropa íntima femenina, puede ser marcado para recibir más tarde promociones de ese tipo de indumentaria, anuncios de espectáculos de travestis o invitaciones de grupúsculos de pervertidos. Sí, echarle un vistazo a las modelos de Victoria’s Secret puede resultar a la postre muy engorroso.

Pero hay “galletas” que pueden resultar interesantes. Algo así me ocurrió hace ya buen rato con una publicación argentina, lo que viene a cuento por un aniversario que conviene comentar.

Hace tiempo andaba investigando lo que se da en llamar el Genocidio Armenio (que ahorita les explico de qué se trata). Por ello fui a dar a un sitio bastante completo (http://www.armenian-genocide.org), en donde se me debe haber pegado una “galleta”, porque al rato empecé a recibir boletines electrónicos del diario “Armenia” de Buenos Aires. Podía haber bloqueado esos envíos (como hago con la mayoría de los galletazos) pero no lo hice por tres razones: me conmovió la manera en que la comunidad armenia de Argentina reporta minucia y media de lo que ocurre en su remota y hoy diminuta patria ancestral; me sorprendió el espíritu de cuerpo que evidentemente retiene dicha comunidad (¡y entre argentinos!); y me impresionó el peso enorme que entre ellos tiene el recuerdo del Genocidio Armenio… un asunto del que poca gente ha oído hablar siquiera y que para los de ese origen, como decía, resulta prácticamente un evento definitorio de su identidad. (Si les interesa recibir reportes: redaccion@diarioarmenia.org.ar).

Y resulta que el día de hoy se conmemora el 90 aniversario del inicio de ese terrible y controvertido suceso. Así que vale la pena echarle un vistazo a los hechos, a sus consecuencias y a la polémica que sigue rugiendo en torno a ellos décadas después.

Primero lo primero: los armenios son un pueblo muy antiguo, que tradicionalmente ha tenido como su hogar ancestral las estribaciones del Cáucaso, la cadena montañosa que corre entre los mares Negro y Caspio y separa a Europa del Oriente Medio. En tan abruptas regiones y estando en el vecindario en que se hallaban, los armenios se acostumbraron a pelear contra todo tipo de invasores. De hecho, le pusieron el alto a las legiones romanas, que nunca pudieron someter por completo esa región. Pero sí se dejaron cautivar por un nuevo concepto de Dios y del hombre: los armenios están muy orgullosos de que el suyo fue el primer reino cristiano de la historia, mucho antes que Constantino anduviera de mandilón dándole por su lado a su mamá, Santa Helena. Así, el cristianismo pasó a ser una marca de identidad para los armenios.

Lo cual resultó una desventaja cuando, hace medio milenio o por ahí, a la postre fueron sometidos por los turcos otomanos de credo musulmán. Los armenios retuvieron tenazmente su religión (para entonces ya de la rama ortodoxa del cristianismo), lo que los hizo particularmente antipáticos para los turcos. Además, al igual que otras naciones sometidas al yugo otomano (como los libaneses), los armenios eran bastante levantiscos y rejegos. Así que, al empezar el siglo XX, los opresores otomanos ya estaban hasta el turbante (bueno, el fez) de la resistencia y terquedad armenias.

En eso estalló la Primera Guerra Mundial (justo cuando subía Benedicto XV al Trono de San Pedro, por si les sirve el dato) y el Imperio Otomano, para entonces un satélite de Alemania, por lo mismo se involucró imprudentemente en ese gravísimo conflicto. Imprudentemente, porque a esas alturas del partido los otomanos ya no eran ni sombra de lo que habían sido, se hallaban en franca y plena decadencia y en las caricaturas editoriales de los periódicos europeos a ese antiguo imperio lo pintaban (y llamaban) como El Viejo Enfermo. Una especie de “Güera Rodríguez Alcaine” de las potencias europeas… y con su misma vitalidad.

Pero viejos los cerros y todos los años reverdecen: los otomanos usaron el conflicto mundial para ajustar cuentas, aprovechando que los ojos del mundo estaban puestos en los campos de batalla de Flandes y Galitzia. El 24 de abril de 1915, hace noventa años, arrestaron a los líderes de la comunidad armenia en Estambul (la antigua Constantinopla, de donde es el arzobispo que tiene problemas de identidad), el primer paso de lo que sería un colosal esfuerzo para aniquilar a un pueblo al que le tenían tirria desde hacía siglos.

Lo que ocurrió durante los siguientes dos años es todavía causa de discusiones sin cuento. Los armenios aseguran que los otomanos realizaron en forma masiva lo que hoy en día conocemos como “limpieza étnica”: el desarraigo, expulsión y asesinato de poblaciones enteras, que llevaban siglos habitando en sus localidades y que fueron borradas del mapa por las fuerzas turcas. Las atrocidades alcanzaron niveles increíbles, en cierto sentido antecedentes de la brutalidad nazi que se abatiría sobre Europa veinticinco años después. Decenas de miles murieron de hambre en campamentos de refugiados, luego de ser forzados a caminar cientos de kilómetros. Quién sabe cuántos fueron expeditamente despachados por todo tipo de medios. Los armenios calculan que los otomanos acabaron con un millón y medio de personas (un 75 por ciento de la población) : el primer genocidio del siglo XX y uno de los peores de la historia. En muchos territorios donde los armenios habían vivido durante milenios, no quedó ni uno para contar la historia. Por eso hoy en día Armenia es una minúscula república, con las fronteras que el Padrecito Stalin se dignó concederle cuando era una de las quince que conformaban la URSS. Aquellos que escaparon se dispersaron por el mundo, en una diáspora que hoy en día retiene en la memoria (y está dispuesta a que no se olviden) aquellos crímenes, la cuestión es que los turcos no aceptan que éstos sucedieron.

Luego del fin de la Primera Guerra Mundial, el Estado otomano se desmoronó y su sucesora, la actual República de Turquía, se ha negado consistentemente a aceptar que esas atrocidades ocurrieron; mucho menos se aviene a pedir perdón. Según los turcos, el Genocidio Armenio es un mito genial, la exageración fabulosa de algunos hechos aislados sucedidos al calor y en el marco de una gran conflagración y provocados por una ofensiva rusa en el Cáucaso. Todo lo cual, por supuesto, enchincha a los armenios incluso más que la memoria de las masacres. De hecho, de vez en cuándo hay ataques a embajadas y aerolíneas turcas por parte de grupos armenios, que así desean castigar a quienes no admiten sus culpas.

Así pues, el Genocidio Armenio (a mí no me cabe duda que algo así ocurrió) no sólo quedó impune, sino que es generalmente ignorado y nadie ha pedido perdón siquiera por esos crímenes. Y eso, al parecer, lo tuvo muy en cuenta un tal Adolfo Hitler. Poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Führer dio instrucciones para liquidar al pueblo polaco, (se supone que) exclamó: “Después de todo, ¿quién se acuerda de las masacres de los armenios?” O sea que Hitler confiaba en la mala memoria de la gente para salirse con la suya.

Pero para que vean cómo es este asunto, los turcos alegan que Hitler nunca dijo semejante cosa. Y es muy curioso ver la esgrima histórica y de investigación (y lo bizantino de la discusión, si se me permite el chistorete) que se le dedica a este asunto en particular. Nada más chéquense http://www.tallarmeniantale.com para que se den un quemón (“tall tale” es algo así como “cuento chino”. Ya ven por dónde va la pichada).

En todo caso, conviene saber y recordar estas cosas. Demasiadas brutalidades han ocurrido en vida nuestra como para desdeñar las lecciones del pasado.

Consejo no pedido para que lo desconstantinopolicen: Vea “Ararat” (2002), del armenio-canadiense Atom Egoyan, película que riza el rizo del impacto del genocidio sobre la conciencia de la armenidad. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 145306

elsiglo.mx