Premio Estatal de Periodismo de Coahuila 2005 (Columna)
“Only a Sith thinks in
absolutes” Obi-Wan Kenobi,
en el Episodio III
El historiador británico Paul Johnson empieza su monumental obra “Tiempos modernos” (Javier Vergara Editor, 1988) con una afirmación sencillamente sacadora de onda. Cito: “El mundo moderno comenzó el 29 de mayo de 1919, cuando las fotografías de un eclipse solar, tomadas en la isla del Príncipe, frente al África Occidental, y en Sobral, Brasil, confirmaron la verdad de una nueva teoría del universo”. Esa novedad era la Teoría General de la Relatividad, elaborada por Albert Einstein en 1915, la cuál era una especie de enmienda de su Teoría Especial de la Relatividad que, publicada en 1905, está cumpliendo este año su primer centenario.
Las fotografías del mentado eclipse probaban que, como lo había predicho Einstein, la luz de ciertas estrellas (situadas detrás del Sol eclipsado) sería visible porque la gravedad del Astro Rey “torcería” su trayectoria. Según Johnson, la misión científica para hacer la observación, así como la teoría que la provocaba, “despertaron enorme interés en todo el mundo a lo largo de 1919. Ni antes ni después ningún episodio de verificación científica atrajo nunca tantos titulares o se convirtió en tema del comentario universal”. Quizá tiene razón. En un mundo sostenido y definido por la ciencia, resulta notable la ignorancia al respecto de que hace gala una aplastante masa de gente, la que cree en patas de conejo, se pone piedras magnéticas en el ombligo para mejorar su desempeño sexual (¡!) y se interesa en lo que dicen los prepreprecandidatos. Y en ese mismo mundo un futbolista mediocre (o Paris Milton) es mucho más conocido a nivel planetario que un científico cuyos hallazgos nos han alargado la vida o nos la han hecho infinitamente más cómoda (o comodina, que no es lo mismo).
La excepción es, por supuesto, Einstein, quien pasó buena parte de su vida y lo que lleva de difunto (este año también se cumplen cincuenta años de su muerte) siendo el científico universalmente más reconocible. Quizá sea por lo que dice Johnson. O más probablemente, por las fachas en que siempre andaba: ¿qué mejor imagen del genio distraído, del profesor chiflado, que Einstein sin calcetines, tan enemigo del peine como Marx, y tocando su violín como si estuviera estrangulando un gato? El pópolo, educado o no, puede identificarse con esa imagen de hombre común y corriente, y así sentirlo próximo. Lo interesante es que, del científico mejor conocido del siglo XX, la inmensa mayoría de la gente no sabe qué rayos hizo. Los más aplicados se acordarán de la relatividad, pero sudarán tinta tratando de explicar de qué se trata; los que aprobaron física de panzazo a lo mejor recuerdan el Emc2. Los acostumbrados a los chismes surgidos en torno a un asador de carne se atreverán a decir que inventó la bomba atómica o la chilaca con queso, algo así. Pero en fin: al parecer Einstein está condenado a ser tan conocido (y reconocible) como ignotas son, para el gran público, sus brillantes teorías sobre cómo funciona el universo.
La Teoría Especial de la Relatividad la elaboró Einstein a los 26 años mientras trabajaba en la oficina de patentes de Berna, Suiza. La publicó en una revista especializada, y fuera de la no muy nutrida comunidad de físicos, nadie le hizo el menor caso. Pero diez años después, la Teoría General se metió muy duro con algunos de los principios básicos de la física de Newton, la que venía sosteniendo nuestra visión del cosmos desde dos siglos y medio atrás. Eso ya estaba más interesante. Y cuando finalmente pudo comprobarse que hacía añicos muchos postulados creados por la más famosa víctima de un manzanazo, el gran público se le entregó, ansioso como estaba de olvidarse de los horrores de la Gran Guerra y recobrar la confianza en que había un orden y sensatez universales.
Pero, oh, oh, resulta que la teoría de Einstein planteaba que todo es relativo. La única constante absoluta es la velocidad de la luz. Por supuesto, esto se refiere a que el espacio y el tiempo son “relativos” y fluyen de manera distinta para cada quién dependiendo de nuestro movimiento. Nótese que no dice nada acerca de ética o moral. Pero, como también alega Johnson (y ya chole): “a principios de la década de 1920 comenzó a difundirse, por primera vez en un ámbito popular, la idea de que ya no existían absolutos: de tiempo y espacio, de bien y mal, del saber, y sobre todo de valor. En un error quizá inevitable, vino a confundirse la relatividad con el relativismo”. Así, matar a millones en el Gulag estalinista no era malo, sino una condición relativamente necesaria para el objetivo último de la construcción del socialismo. O el robar carretadas de pesos para las prepreprecampañas es relativamente bueno, dado que el país se beneficiará con el Gobierno de esas maravillas de incompetencia y soberbia cuyas feas cataduras y peores discursos tenemos que aguantar todos los días y a toda hora. O el salario de Nico es relativamente bajo tomando en cuenta todo lo que hace, aunque sea (junto a Michael Schumacher y Juan Pablo Montoya) miembro del selecto grupo de choferes cuyo sueldo mensual es más alto que el precio del vehículo que conduce. El relativismo nos aplastó, y con él se fueron volando muchos absolutos con los que habíamos construido la civilización occidental judeo-heleno-cristiana que tanto trabajo nos costó. Todo lo cual horrorizaba a Einstein, quien no pudo hacer nada para corregir muchas de las insensateces que se crearon en torno a su figura y descubrimientos.
Aunque no era judío practicante (lo que, bien sabemos, a los nazis les importaba un pito y por ello tuvo que salir por piernas de Alemania en 1933), creía en una divinidad que le daba sentido a las cosas. De hecho, a Einstein le encantaba decir qué era lo que Dios opinaba sobre minucia y media. Una de sus frases más famosas, “Dios no juega a los dados con el Cosmos” fue respondida mordazmente por su colega Niels Bohr: “Albert, deja de decirle a Dios qué debe hacer”. Quizá esas referencias eran su manera de poner en términos sencillos la trascendencia y alcances de sus principales descubrimientos.
Las Teorías de la Relatividad (la Especial y la General) surgen de una osada pregunta que se hizo Einstein siendo muy joven: ¿Qué pasaría si me montara en un haz de luz? ¿Cómo percibiría el tiempo y el espacio? Estarán de acuerdo conmigo en que esas preguntas no se las hace nadie ni a la vigésima cerveza. Si acaso uno se siente Tarzán y empieza a aullar, o se echa a llorar por la troquita que nos quebró un primo ‘malhora’ cuando teníamos seis años. Pero bueno, no todos podemos ser genios. La cuestión es que a partir de un planteamiento tan abstruso, con una intuición realmente genial, el Greñudo de Ülm (que ya sabemos en realidad nació en Chalchihuites, Zacatecas: véase la columna del 30 de enero) elaboró una compleja red de nexos entre materia y energía que nos ayudan a explicarnos el universo en expansión, el Gran Pum (el Big Bang, versión castellana), cómo incandescen los soles… y que terminó abriendo la puerta a las armas nucleares. Y no, él no tuvo nada que ver con la construcción de los primeros artefactos de destrucción masiva. Culpar a Einstein de Hiroshima es como culpar al señor Ampére si nos quedamos pegados a un alambre pelón. Digamos solamente que no hay una Teoría General de la Humana Estupidez.
Como es notorio hasta para un neófito por lo arriba expuesto, lo planteado por Einstein hace cien años formó una especie de Guía Roji para muchos ámbitos científicos durante el siglo que se estaba inaugurando. Es difícil encontrar un área de la física y la astronomía en donde no haya dejado una huella imperecedera.
Y como decíamos antes, todo ello lo realizó mientras tenía un empleo no muy emocionante (pero que le obligaba a imaginarse mentalmente movimientos y efectos, ojo), a una edad muy joven (aunque no tanto para un matemático de primer nivel), y cuando todavía se acordaba de peinarse. Ni llevaba mucha vida social, ni se codeaba con eminencias. Mejor solo que mal acompañado.
Pero me lo quiero imaginar por esos años en un muy plausible viaje a Zürich, ni a 200 kilómetros de Berna. Ahí se sentaría en un café al aire libre y agitando la melena se pondría, absorto, a hacer cálculos en una servilleta. Por ello no notaría las fulminantes miradas de envidia que desde una mesa vecina le dirigía un individuo con muy poco pelo y de rasgos tártaros. El rencoroso no le diría nada: se levantaría furioso, musitando mientras se largaba: “¡Todo el poder a los pelones!” o “¡Calvos del mundo, uníos!” Y es que así se portaba Lenin en su exilio suizo. Y en todos lados, creo.
Me gusta elucubrar sobre esas posibles coincidencias. Qué quieren…
Consejo no pedido para viajar a la velocidad de la luz: Lean “El cerebro de Broca: reflexiones sobre el romance de la ciencia”, de Carl Sagan, que tiene un hermoso ensayo sobre Einstein. Vean “IQ” (1994), con Meg Ryan, Tim Robbins y un tiernísimo Walter Matthau en el papel de un Einstein alcahuete. Y escuchen “Música de las esferas” de William Zeitler, inspirada en los conceptos cósmicos pitagóricos. Provecho.
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