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Los días, los hombres, las ideas/Famosos y misteriosos

Francisco José Amparán

La fama, bien lo sabemos sobre todo quienes no somos famosos, es un arma de dos filos. Por un lado sobra quién la busque a como dé lugar, sacrificando dignidad, honra y decencia con tal de alcanzarla. Sometiéndose a sacrificios y vergüenzas sin cuento y trapeando el suelo con cualquier noción de autoestima, hay quienes son capaces de meterse a una casa con el propósito expreso de ser humillados durante semanas, conviviendo con perfectos desconocidos, para convertirse en algo así como animalitos de zoológico, que pueden ser observados por cualquier enfermo mirón a todas horas del día. Y a eso le llaman volverse famoso.

Por otro lado está, precisamente, la incomodidad que implica el ser conocido por todo el mundo. Además de que sobra quién quiera aprovecharse del famoso de cualquier forma posible. Especialmente si se puede sacar beneficio económico. Pregúntenle a Michael Jackson, en su encarnación de esta semana.

También, por supuesto, está el gran problema de la falta de privacidad: el hecho de que los paparazzis y los chismosos profesionales están por todos lados y no se puede desarrollar una vida normal, menos cometer un pecadillo, sin que el asunto sea conocido por media humanidad. Algunos eventos recientes nos recordaron las tribulaciones que implica el ser famoso; y lo tonto y humillante que puede llegar a resultar.

Primer caso: una actricita de la nueva hornada de ninfetas adolescentes, Lindsay Lohan, es por definición famosa. Y por tanto, en teoría a todo el mundo nos importa qué viste, con quién anda, qué pizza come y de ser posible debemos contar con un registro fotográfico o fílmico de todo ello. De manera tal que un paparazzi se dio a la tarea de seguirla mientras conducía su Mercedes por las calles de Los Ángeles en compañía de una amiga. La actricita se dio cuenta de tan indeseable compañía y para eludirla tomó la impenitente decisión de dar una vuelta en U a toda velocidad. Sorprendido por la maniobra, al paparazzi no se le ocurrió otra cosa que ¡lanzarse a chocar con su vehículo al de la actricita! Gran trancazo, buen susto y poco más: por mera suerte nadie salió con heridas de consideración. El tipo terminó en la cárcel. Y uno se pregunta: ¿qué fotos iba a tomar después de arremeter como carnero contra el carro de la actricita? ¿Las de su autopsia? Para colmo, que sepamos no tomó ni una placa después del desaguisado. Está difícil tener buen pulso después de un encontronazo de ésos.

Hay gente que es famosa sin quererlo y que hace lo posible por evadir los problemas que ésta suele acarrear. Y ni así se libra de la maldición.

Segundo caso: Neil Arms-trong no pudo evitar ser famoso. Habiendo sido el primer hombre en pisar la Luna, la cosa no tenía remedio: desde ese momento estaba condenado a que su rostro apareciera, más o menos mal pintado, en las monografías de Editorial Patria (consagración a la fama si las hay). Pero Armstrong es un hombre más bien retraído, que al terminar su carrera como astronauta se instaló en un pequeño pueblo de Ohio, donde hace una vida tranquila, no se mete con nadie y concede entrevistas allá cada venida de obispo. Y así estaban bien las cosas.

Armstrong llevaba una vida tan sin chiste, tan poco sofisticada, que acudía a cortarse el pelo en la “Peluquería de Marx” en el pueblo de Lebanon, Ohio. El asunto no tiene connotaciones ideológicas: simplemente el peluquero se llama Marx Sizemore. Por ahí se encaminaba, una vez al mes, el más célebre pegador de brincos de canguro de la historia, para que le dieran su emparejada y mantener un aire distinguido. Pero quién le manda andarse cortando el pelo en un lugar con ese nombre.

Y es que resulta que el mentado Marx Sizemore tuvo el buen cuidado de juntar los cabellos que le cortaba a Armstrong. Una vez que tuvo los suficientes (supongo), los vendió por la friolera de $3,000 dólares a un tal John Reznikoff, quien se especializa en coleccionar las capilaridades de gente famosa. Nada mal por un puñado de pelos. Y ajenos, además.

Cuando Armstrong se enteró del hecho, montó no en un Saturno V, sino en cólera. Abogado de por medio, le pidió a Sizemore que o le devolviera su cabello o entregara los tres mil morlacos a alguna caridad. El fígaro dijo que la lana ya la había gastado y que el coleccionista (quien tiene en su haber, según esto, pelo de Abraham Lincoln, Marilyn Monroe, Albert Einstein y Napoleón) se negaba a desprenderse de los cabellos de Armstrong; en otras palabras, que le hiciera como quisiera. Así que en estos momentos hay una disputa legal, en la cual un hombre que corrió todos los riesgos posibles y llegó, ahora sí que a donde nadie había llegado antes, se ve obligado a pelearse para que le devuelvan sus pelos.

¡Quién pudiera hacer lo mismo! Pero los que hemos perdido, sabrá Dios en dónde estarán. Y ni a quién demandar…

Tercer caso: hay quienes son famosos por haber participado en algún hecho histórico de manera anónima, ocultando su identidad. La fama se incrementa, precisamente, por el hecho de que su verdadero nombre permanece en secreto. En esta categoría se mantuvo durante más de tres décadas el misterio de quién había sido “Garganta Profunda”, el hombre que con ese seudónimo y conociendo los entresijos de la Administración Nixon, colaboró en su caída, dándole tips y guiando a Bob Woodward en la investigación que junto a Carl Bernstein realizaron para el Washington Post entre 1972 y 1974 y que llevó a la ignominiosa renuncia de Trick Dicky.

Una vez asentado el polvo, el conocer quién había sido aquel informante (en realidad, más guía que informante) misterioso se convirtió en una obsesión para muchos periodistas y políticos. Se propusieron las teorías más alocadas tratando de identificar al chismoso. Creo que sólo faltó que se acusara a Vicky, la Poodle; Pashá, el Terrier; o a King Timahoe, el Setter Irlandés, los perros de Nixon, de ser los soplones. Sin embargo, Woodward, Bernestein y el editor del Post, los únicos que conocían la identidad de “Garganta Profunda”, guardaron el secreto desde entonces. Habían prometido no revelar su identidad hasta su muerte.

Que un secreto se mantenga en Washington durante décadas y por parte de periodistas, suena a milagro guadalupano y explica la fascinación que “Garganta Profunda” y su identidad generaron durante todo ese tiempo. Claro, también ayuda llevar el nombre de la película porno más famosa de la historia (el apodo se lo pusieron en el Post como una broma de cuates… por eso hay que saber escoger los cuates… y las bromas). También sirvió el tono sombrío que el actor utilizó en su interpretación en la película “Todos los hombres del Presidente” (All the President’s men, 1976): tan en la marca como la respiración de Darth Vader.

Pues bien, el misterio se disipó en estos días, cuando la parentela de William Mark Felt, el número dos del FBI en aquellos años, filtró la información de que éste, hoy un viejito de 91 años que no se acuerda ni de su nombre, había sido “Garganta Profunda”. Aunque Woodward todavía aguantó vara un rato (pensando que su informante podía no estar consciente de lo que ocurría), finalmente el Post confesó que sí, que aquel hombre había sido quien marcó la ruta de la investigación y confirmó detalles clave del trabajo periodístico que más ha influido en la historia norteamericana contemporánea.

¿Por qué lo hizo? Él alega que no podía dejar que su amado FBI se politizara y fuera manipulado por la inescrupulosa Casa Blanca de Nixon. Las malas lenguas dicen que estaba resentido por no haber quedado de Mero Güeno luego de la muerte de J. Edgar Hoover unos meses antes.

¿Y por qué ahora sale a la luz este misterio tan bien guardado? Al parecer, por ambición de sus parientes, que andaban ansiosos de sacar algo de dinero antes que el viejito felpara y no pudiera confirmar el asunto. Así terminó uno de los enigmas que más atención atrajo durante más de tres décadas. Por el cochino dinero. Ni de eso se salvan los famosos.

Consejo no pedido para aclarar la garganta (profunda o no): Vea “Todo por un sueño” (“To die for”, 1995) con Nicole Kidman, sobre los extremos a que llega alguien que se cree nacida para ser famosa. Lea “La hoguera de las vanidades” de Tom Wolfe, acerca de la fama instantánea y cómo la manipulan los chicos de la prensa. Y escuche “Watergate Blues”, de Howlin’ Wolf. Sí, es en serio, sí existe (la canción… y el intérprete con ese nombre). Provecho.

PD: Se nos fue la gran Anne Bancroft. And here’s to you/ Mrs. Robinson…

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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