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Los días, los hombres, las ideas/Hace 60 años: arreglando (y haciendo) el tiradero

Francisco José Amparán

Estamos en febrero de 2005 (¡Ooooh!, exclama el lector, asombrado por la aguda perspicacia del columnista) y este mes tenemos dos aniversarios dignos de recordar, relacionados con el final de la Segunda Guerra Mundial. Referirse a eventos de hace sesenta años puede parecer ocioso pero no lo es: lo ocurrido entonces condicionó en muchas formas lo que pasó después y sigue ejerciendo influencia en lo que somos y cómo actuamos. Y por eso vale la pena echarle un vistazo a aquellos acontecimientos.

A principios de febrero de 1945, el final de la guerra parecía al alcance de la mano. Por el este, los ejércitos soviéticos estaban a unos 150 kilómetros de Berlín, detenidos en las proximidades de la línea formada por los ríos Niesse y Oder (que luego pasarían a ser la frontera oriental de la Alemania castigada con la amputación territorial, por andar invadiendo el vecindario). Del otro lado, los aliados occidentales (americanos, británicos, canadienses) se hallaban enfrentados a la barrera casi insuperable del río Rhin, al doble de esa distancia y con muchas menos posibilidades de brincar aquel obstáculo natural. Las gigantescas fuerzas así desplegadas sólo esperaban que terminara el invierno para dar el golpe definitivo. Cualquiera podía ver dos cosas: que Alemania se había convertido en una bellota esperando ser despedazada por ese inmenso cascanueces y que los rusos estaban mucho más cerca de llegar a la capital del III Reich que los occidentales.

Fue con estas realidades del campo de batalla en mente que se reunieron los llamados Tres Grandes, los tres principales enemigos de la Alemania Nazi, en Yalta, ciudad que es como el Acapulco de Rusia, situada en la península de Crimea. Por el lado de la URSS y como anfitrión, iba el taimado Iosif Stalin, satisfecho de que su país había aguantado increíbles sacrificios (y unos 25 millones de muertos) y había hecho más que cualquier otro para darle en la torre a Hitler. Además, su Ejército Rojo podría lanzarse sobre el corazón de Alemania en unas cuantas semanas. Representando a una Gran Bretaña exhausta estaba Winston Churchill, dispuesto a jugar el papel de fanfarrón, aunque sabiendo que no tenía ni los hombres ni el poder para imponer condiciones. Y por los Estados Unidos asistió el presidente Franklin Delano Roosevelt, notoriamente enfermo y desgastado por los esfuerzos de la guerra. De hecho, moriría semanas más tarde. Así pues, Stalin tenía la ventaja de jugar de local y que quien realmente podía pararle los pies se hallaba con uno en la tumba.

La cumbre de Yalta, del cuatro al once de febrero de 1945, fue la segunda que sostuvieron los Tres Grandes. La otra había ocurrido año y medio antes, en Teherán, cuando la guerra aún no estaba decidida ni mucho menos. En aquella ocasión Roosevelt se hospedó ingenuamente en la embajada soviética, que tenía micrófonos ocultos hasta en las palmas datileras del jardín y en el kippe charola: para que vean hasta dónde llegaba su inocencia. Lo acordado en Teherán había tenido la volatilidad de lo imprevisible: nadie sabía qué iba a pasar en realidad. Pero en febrero de 1945 era evidente que Alemania iba a perder. Y había que reunirse para ver cómo se iba a levantar el tiradero que la peor guerra de la historia iba a dejar en todo el mundo.

En Yalta se definió mucho del mundo de la posguerra y por tanto, también mucho de lo que pasaría en los siguientes cuarenta años. Ahí se decidió dejar que fueran los soviéticos los primeros en tomar Berlín: Eisenhower, el comandante de los occidentales, no deseaba arriesgar innecesariamente vidas americanas en una carrera que difícilmente podían ganar y que, en esos momentos, no tenía mucha importancia para los Estados Unidos. Si los rusos querían Berlín, que lo tuvieran y con su pan se lo comieran. La decisión de Eisenhower fue acertadísima: se calcula que tomar la capital del Reich le costó a los soviéticos unos 400,000 hombres, debido a la fanática defensa de quienes todavía creían en el Führer.

También en Yalta se acordó la división de Alemania en zonas de ocupación y lo más importante, que los aliados occidentales tendrían sus nichos en el mismo Berlín (y que por tanto quedarían bien adentro del sector soviético). Al parecer nadie previó los dolores de cabeza que ello ocasionaría durante décadas. Berlín Occidental (el de las zonas americana, británica y francesa) fue una isla capitalista en un océano socialista, aislada y hostigada, hasta que cayó el mentado muro en 1989.

Se ha dicho que Roosevelt se mostró cándido y débil en Yalta. La verdad es que basta observar las fotos de la reunión, donde aparece pálido, flaco, cansado y sin ilusiones, para ver que el presidente americano difícilmente hubiera podido enfrentar a Fox, ya no digamos a ese monstruo que era Stalin, a quien hasta Churchill le tenía respetillo: nunca se había enfrentado a una criatura tan extraordinariamente astuta e inescrupulosa como aquélla.

Lo que sí es que en Yalta quedaron definidas muchas de las directrices que seguiría el mundo de ahí en delante. Y que no dejarían de funcionar sino hasta otra cumbre, ésta entre el primer Bush y Gorbachev en 1990, en las aguas de la isla de Malta. Al parecer les gusta rimar, para deleite de los estudiantes a los que no se les da la historia.

Un par de días después del final de la Cumbre de Yalta ocurrió uno de los sucesos más discutidos y polémicos de la guerra: el bombardeo aliado de la ciudad alemana de Dresden, asunto que todavía levanta ámpula y ha creado mala sangre durante varias generaciones de británicos y alemanes.

Como decíamos antes, para febrero de 1945 era evidente que la guerra estaba perdida para Alemania. Quizá la mejor muestra de ello era cómo los aviones aliados pulverizaban sistemáticamente las ciudades alemanas desde el aire. La superioridad industrial americana, que fabricaba aeronaves como si fueran buñuelos, además de las desastrosas bajas que había tenido la Luftwaffe (la fuerza aérea nazi) le conferían a los angloamericanos cierta impunidad que se empleaba, fundamentalmente, para hacer talco las urbes germanas: en parte para acabar con la capacidad militar alemana, en parte para darles una sopa de su propio chocolate a quienes habían bombardeado sin clemencia Varsovia, Rótterdam, Coventry, Londres (y Guernica, no lo olviden).

Por supuesto, los ataques aéreos se concentraban en blancos militares e industriales. Por eso lo ocurrido entre el 13 y el 15 de febrero de 1945 sigue siendo motivo de gritos y sombrerazos.

En un lapso de cincuenta horas, aviones americanos pero sobre todo británicos bombardearon indiscriminadamente Dresden con bombas incendiarias. El incendio se convirtió en lo que se llama una “tormenta de fuego”, un gigantesco tornado de calor que se alimenta de cuanto oxígeno puede chupar y que alcanza cientos de grados de temperatura: el ladrillo se derrite, la gente se atomiza. Aquello fue lo más cercano al infierno en la tierra (junto a la programación del Canal del Congreso mexicano) que uno pueda imaginar. Por la naturaleza de lo ocurrido, nunca se sabrá cuántas personas murieron. La cifra va de 35,000 hasta 200,000. Sí, al parecer en Dresden murió el doble de gente que en Hiroshima. No lo sabemos con certeza porque en ambos casos hubo seres humanos que sencillamente se volatilizaron por el calor. ¡Puf!

La cuestión es que Dresden no era un objetivo militar de importancia: destruir la ciudad no ayudaba en nada al esfuerzo de guerra británico. Peor aún, era lugar de asilo para muchos refugiados civiles que venían huyendo de los soviéticos. La ciudad estaba atestada de inocentes… que terminaron convertidos en cenizas.

En aquel entonces, nadie dijo ni pío. Pero ahora es uno de los puntos álgidos cuando se revisan aquellos años. No faltan quienes opinan que los británicos deberían morderse la lengua cuando hablan de los crímenes de guerra alemanes. Hace años, cuando quisieron levantarle una estatua al jefe de la fuerza aérea británica, el “Bombardero” Harris, se armó tal escándalo que la ceremonia nunca se llevó a cabo. Son heridas que siguen muy frescas… sesenta años después.

Y por eso no está de más recordar cómo se abrieron.

Consejo no pedido para no tatemarse: lea “Matadero cinco” (Slaughterhouse Five), de Kurt Vonnegut Jr., ácido testimonio de un gran escritor que, siendo prisionero de guerra, fue testigo del martirio de Dresden y vea “La tormenta que se avecina” (The gathering storm, 2002), con Albert Finney y Vanesa Redgrave, sobre cómo Churchill apechugó lo inevitable: que Inglaterra iría a la guerra contra Alemania y que con ello acabaría la hegemonía británica. Provecho.

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francisco.amparan@itesm.mx

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