El día de ayer se cumplieron sesenta años que el mundo se despertó a una realidad totalmente nueva y que iba a condicionar los años por venir; esto es, nuestras vidas y cómo las hemos vivido. No que en esos momentos la Humanidad se diera cabal cuenta de lo que se avecinaba: un jocoso ejercicio de cinismo histórico es revisar los titulares de la prensa del jueves siete de agosto de 1945 en todo el mundo. Los agudos periodistas de aquellos entonces se vieron metidos en un berenjenal tratando de explicarle al culto público (que entonces era más culto que hoy en día, ojo) qué rayos había ocurrido en una hasta entonces ignota ciudad japonesa llamada Hiroshima. De hecho, la mayoría de la población ajena al ámbito de la física (o sea, casi toda) en su vida había oído siquiera la palabra “átomo”. Algunos chicos de la prensa se concretaron a hablar de “una bomba enorme, una bombota, uf, qué brutos, qué bombotota” o algo así. Sólo después quedó claro qué genio (y con qué mal genio) había sido liberado de la lámpara.
La visión que tenemos de La Bomba (así, a secas y con mayúsculas, como se le llama comúnmente a cualquier artefacto de fisión o fusión nuclear) ha ido alterándose a lo largo de estas seis décadas. Durante un tiempo se tomó como una bendición, al haber acelerado el final de la guerra más destructiva de todos los tiempos. Luego pasó a pender como espada de Damocles sobre todos nosotros, cuando las dos superpotencias se armaron hasta los dientes con esos artilugios y pensaron que una guerra en que se usaran podía pelearse y ganarse. La década de los sesenta enseñó que ello era imposible, lo cual no impidió que tanto la URSS como EUA siguieran con su demencial acumulación de armas nucleares, gastando una cantidad obscena de dinero en la fabricación de más y más precisos instrumentos de destrucción, que ambos países sabían no podían usar jamás… por la sencilla razón de que el empleo de las mismas en un intercambio masivo implicaba no sólo la muerte de más de la mitad de sus respectivos ciudadanos, sino el fin de la civilización como la conocemos (si es que los espectadores de Big Brother y basura por el estilo, la conocen).
Más tarde, sobre todo en los años ochenta, cuando Reagan se empeñó en desplegar misiles de alcance intermedio en Europa, se creó una corriente de opinión pública casi universal que pedía a gritos la eliminación de ese tipo de armamentos: si no se iban a utilizar, ¿para qué arriesgarse a un accidente o una mala decisión? ¿Para qué seguir gastando dinero a puños en tecnología destinada única y exclusivamente a la obsolescencia? ¿Cómo se podía defender éticamente el uso de semejantes poderes? El referente casi único para justificar esos ramalazos de furia justiciera era siempre la primera ciudad mártir, la que había sentido todo el malévolo poder de los núcleos atómicos partiéndose y repartiendo neutrones como político mexicano en precampaña: Hiroshima.
(Nagasaki es un ejemplo excelente de ese tan común truco mental que impide enfocarnos en los segundos lugares de lo que sea: cuando fue bombardeada nuclearmente, apenas tres días después, ya no constituyó ninguna sorpresa y los titulares fueron mucho menores. Además, la destrucción y mortandad en esa ciudad resultaron bajos en comparación, dado que La Bomba estalló antes de tiempo, a una altura que inhibió su máxima capacidad destructiva. Eso sí, de cualquier manera los mexicanos pudimos sentir justamente vengada la crucifixión de San Felipe de Jesús, Mártir de Nagasaki, hasta entonces el único santo nacido en estos lares (y del que sí consta que existió… no como otros).
Como decíamos, la perspectiva sobre lo ocurrido ese seis de agosto de 1945 ha venido cambiando y hoy el veredicto es casi unánime: los gringos fueron unos desgraciados, que utilizaron semejante capacidad destructiva sobre una ciudad inerme, sin necesidad y nada más por malditos. Además, tienen la dudosa distinción de haber sido los únicos en emplear en una acción bélica (y mayoritariamente sobre población civil, además) un artefacto de este tipo.
Ése es el dictamen prácticamente universal (incluso entre algunos sectores de la sociedad estadounidense). Lo cual, todo hay que decirlo, resulta muy cómodo y simplón… lo que no se acomoda muy bien a los porqués y cómos de la Historia (con mayúscula), que suele ser más compleja. Por eso habría que desmenuzar un poco más qué fue lo que condujo al B-29 “Enola Gay” a llevar a cabo esa misión. Para ello habría que tener en cuenta algunos antecedentes importantes.
Primero que nada, los Estados Unidos fueron arrastrados chillando y pataleando al Proyecto Manhattan (el desarrollo de La Bomba) porque los científicos europeos que cruzaban el Atlántico huyendo de la barbarie nazi creían que Hitler estaba empeñado en conseguirla cuanto antes.
Y convencieron a Roosevelt que EUA se le debía adelantar. Cuando quedó claro que los nazis no estaban ni cerca de lograr ese objetivo, fue porque ya habían sido derrotados, y para entonces EUA había gastado montones de dinero en la creación de su propio artefacto nuclear… dinero que de otra forma ni a patadas hubiera invertido una democracia, después de la Gran Depresión, en un proyecto carísimo, de muy dudoso éxito, y con un Congreso más pichicato, obtuso y miope que el mexicano de hoy en día.
Y claro, ya que tenían el juguetito, no era cuestión de guardarlo en una bodega como si del Arca de la Alianza se tratara (breve homenaje a Indiana Jones). Después de todo, en la tardía primavera y el verano de 1945 EUA se enfrentaba todavía a un enemigo terco de toda terquedad: el Imperio Japonés.
El cual, por supuesto, arrastraba la cuenta pendiente de Pearl Harbor y se negaba a entrar siquiera en negociaciones, pese a que tenía la guerra perdida desde hacía ya buen rato. Circunstancia que sacaba de quicio a los gringos: ¿por qué habían de seguirse perdiendo vidas americanas, peleando contra un enemigo técnicamente derrotado pero que se negaba a rendir? Más aún: si Japón no tiraba la toalla pronto, los costos seguirían creciendo y las perspectivas eran francamente aterradoras.
Para entender el marco mental en que se tomó la decisión de arrojar La Bomba, habría que recordar que las principales batallas de 1945 en el frente del Pacífico tuvieron lugar cuando los americanos se apoderaron de dos islas cercanas al principal archipiélago japonés. Entre febrero y marzo libraron la Batalla de Iwo Jima y entre abril y junio, la de Okinawa, la mayor operación aire-mar-tierra de la historia.
Iwo Jima es una vil roca volcánica de 21 kilómetros cuadrados. Ahí los Marines americanos libraron una sangrientísima lucha para apoderarse de una necesaria base para los bombarderos que pulverizaban sistemáticamente las ciudades niponas. Los japoneses pelearon con una tenacidad inaudita: murieron 21 mil 800 de ellos, muchos calcinados a punta de lanzallamas dentro de las cavernas en que se habían pertrechado, dado que se negaban a rendir. De hecho, sólo 200 fueron capturados. Los gringos tuvieron casi siete mil muertos y 19 mil bajas más. Echen números (como los echaron los americanos): 323 muertos aliados y más de mil japoneses, por kilómetro cuadrado.
Okinawa (sí, a donde va el Karate Kid) mide un mil 201 kilómetros cuadrados. Ahí murieron 12 mil 520 americanos (10.4/Km²), unos 107 mil soldados japoneses y quizá cien mil civiles, la mayoría de ellos suicidándose (172/Km²). Todo eso, por unas isluchas remotas, feas y pelonas.
¿Qué pasaría si EUA tuviera que invadir Japón mismo, las islas principales? Si los nipones no pedían la paz pronto, habría que hacerlo. De hecho, los planes para tal operación (nombre código: Olympic) ya estaban en marcha. En vista de lo sucedido en Iwo Jima y Okinawa, las proyecciones de EUA eran bastante pesimistas: una invasión a las principales islas japonesas causaría un millón de muertos americanos y alrededor de seis o siete millones de japoneses reuniéndose con sus honorables ancestros.
Semejante costo, en una guerra en que EUA había perdido sólo (¡sólo!) 250 mil hombres y que ya estaba ganada, era inadmisible. Así que Truman decidió emplear La Bomba de acuerdo a una muy cuestionable (pero entendible en el contexto) aritmética humanitaria: los rostizados de Hiroshima le salvarían la vida a millones más. Además, en Dresden y Tokio habían muerto ya muchísimas más personas por bombardeo convencional que las que murieron en Hiroshima y Nagasaki por Las Bombas. En el calor del momento, a Truman no le tembló el pulso: era una guerra y había que terminarla cuanto antes. Además, los japoneses se lo tenían bien merecido por andar bombardeando por sorpresa en domingo en la mañana (cuando se está crudito, y eso es imperdonable) y matando heroicos cocineros negros.
Ése es el contexto. Tal vez no estemos de acuerdo con las razones aducidas. Quizá la decisión nos siga pareciendo injustificada. Pero en pleno conflicto mundial, y con las repercusiones futuras importando muy poco, fue lo que se consideró apropiado. Todo un caso de estudio sobre cómo se toman decisiones… y porqué, si se quieren entender las cosas, ha de verse la historia con los ojos de quienes las enfrentaron y no con los nuestros.
Consejo no pedido para sentirse Hormiga Atómica: Vea “Hiroshima, mon amour” (1959) de Alain Resnais, que a estas alturas sigue siendo apetitosa. Vea también “Copenhague” (Copenhagen, 2002) con Stephen Rea, acerca de los dilemas éticos de los científicos nucleares. Sobre el Proyecto Manhattan, la flojona “La puerta de la eternidad” (“Fat Man and Little Boy”, 1989), con Paul Newman, que contiene unos minutos filmados en Torreón. Para rematar, sóplese la mejor sátira sobre la Guerra Fría, “Dr. Insólito” (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb,1964) con Peter Sellers (al cubo). Y lea el ejemplar de este mes del National Geographic, con un buen artículo de estos temas. Provecho.
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