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Los días, los hombres, las ideas/La importancia de llamarse Pérsico

Francisco José Amparán

Hay situaciones, aparentemente sencillas, que por lo mismo se toman a la ligera, pero a las que ha de prestarse mucha atención, so pena de meter la pata; y dejen ustedes eso: de que por ello las consecuencias se sigan viviendo durante mucho, mucho tiempo y con resultados más bien penosos.

Una de esas situaciones aparentemente simples, pero que tiene sus espinas y aristas, es el de ponerle nombre a personas, animales y cosas. El andar bautizando, pues.

El nombre que un niño o niña va a cargar durante el resto de su existencia es un asunto bastante serio. Después de todo, será parte inmutable de la identidad de la persona y en buena medida (no nos hagamos locos) contribuirá a la forma en que los demás la van a tratar. Además, aquellos apelativos que son poco usados y sin embargo forman parte del folklore popular, serán lastres muy pesados que habrán de arrastrarse por este Valle de Lágrimas. Así, cuando a uno le presentan una dama llamada Tomasa, aunque no sea negra, es difícil dejar de oír en automático una cumbia dentro de nuestra cabeza; o al toparnos con un Baldomero, no podremos evitar verlo como personaje de canción del Piporro.

Pese a que esos riesgos son conocidos, hay personas desconsideradas que bautizan de cada forma a sus vástagos, que no puede uno sino pensar que son hijos no deseados. Claro que hay numerosos pretextos para cometer esos atentados: que así se llamaba el abuelo, o que le prometieron a quién sabe qué ignoto santo honrarlo si todo salía bien. Pero como que, en muchos casos, no se vale.

Incluso al bautizar a los animales hay que tener cuidado. Hace ya un buen tiempo, cuando mi hija Constanza tenía cinco o seis años, le regalamos un gato. Por unos de esos mecanismos mentales inescrutables que tienen los niños de cinco o seis años y que no entiende nadie que no tenga esa edad, al minino le puso por nombre Jorge. Nosotros nos avenimos al capricho… hasta que hubimos de enfrentarnos con los reproches de dos amigos que, ya lo adivinaron, se llamaban como el micifuz. De hecho uno de ellos se desquitó poniéndole Pancho al conejo mascota de su hija. No, de que hay gente vengativa, la hay.

Si en la vida cotidiana, en los tratos entre individuos más o menos pacíficos y vulnerables, la cuestión de qué nombre imponer o emplear resulta peliaguda, cuando hablamos de asuntos entre naciones las cosas pueden tomar un cariz hasta peligroso. Y devenir en pleitos y reyertas que a veces llegan a lo ridículo… pero que sobra quién se los tome muy en serio. Ahí les van algunos ejemplos.

Una de las seis repúblicas que conformaban el Estado federal yugoslavo que Tito mantuviera unido con engrudo se llamaba Macedonia; cosa nada rara: es el territorio que históricamente conocemos como la heredad de Filipo, la loca de su esposa Olimpia y Alejandro Magno. Cuando Yugoslavia se desintegró, esta república, faltaba más, optó por conservar ese nombre. Pero Grecia, su poderosa (¿?) vecina del sur, se opuso terminantemente, llegando a movilizar tropas a la frontera y toda la cosa. ¿Por qué? Porque los griegos dicen que Macedonia (la entidad histórica en abstracto, no necesariamente ese territorio, que no ha sido controlado por Grecia desde hace más de dos milenios) es patrimonio helénico. Vaya, es como si una nueva república del Asia Central se quisiera llamar Chihuahua o San Juanito Oxcotitlán el de Enmedio. ¿A poco nos íbamos a dejar?

La solución fue más bien irracional: ese país nacido en 1992 se llama, oficialmente, la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, por sus siglas en inglés). O sea, no es Macedonia, sino lo que los yugoslavos llamaban así. Como se puede ver, el asunto no tiene pies ni cabeza. Y no deja de ser irónica esa necedad griega, tomando en cuenta que los helenos antiguos nunca consideraron a los macedonios como de los suyos. Para los griegos de tiempos de Alejandro Magno los macedonios eran unos bárbaros, salvajes, incivilizados y los equivalentes clásicos de la Mara Salvatrucha. Basta leer las “Filípicas” de Demóstenes (unas perreadas muy floridas y certeras dirigidas, obviamente, contra Filipo), en donde el genial orador pone al rey macedonio como palo de gallinero y trepadero de mapache… básicamente por bárbaro.

Los ingleses siempre han llamado al pedazo de mar que los separa del resto de Europa (bendito sea Dios) como English Channel, el Canal Inglés. Los franceses, que están al otro lado del mismo charco, lo llaman Canal de la Mancha, deformación de una antigua palabra celta que significa “batidero dejado por derrame de petróleo”. Como buenos latinos, nosotros le hacemos trompetillas a la Pérfida Albión, y en los mapas en español aparece con el nombre que usan los irreductibles galos.

La parte más estrecha del dichoso Canal, precisamente por donde pasa el Túnel que (des)une a Inglaterra y Francia, es llamada Estrecho de Dover por los ingleses y Paso de Calais por los franchutes. Y a ver quién los saca de sus trece.

En esta cuestión de los nombres geográficos, lo más común es dejarse llevar por la costumbre y lo que las autoridades en la materia han hecho desde siempre. Pero incluso eso tiene sus bemoles, como nos lo enseña un mitote reciente.

Como quizá lo sepa el lector, los mapas de la National Geographic Society (mejor conocida por su preciosa revista, de la que orgullosamente poseo los 768 números de los últimos 64 años… bueno, 769, porque ya me llegó la de enero de 2005) son los mejores del mundo. No sólo por su exactitud (eran los que usaba Roosevelt para seguir la Segunda Guerra Mundial en la Casa Blanca), sino también por su belleza. Además, generalmente manejan con pinzas la cuestión de la nomenclatura y los límites entre Estados, para no pisar callos ni herir susceptibilidades. Para muestra una anécdota personal: hace seis o siete años la revista nos regaló un mapa de Indonesia. En él no aparecía delimitado Timor Oriental, ex colonia portuguesa invadida por los indonesios en 1975 y sometida a una brutal ocupación militar. Les escribí indignado, inquiriendo o por qué sancionaban en su mapa ese agandalle que, además, se había traducido en un genocidio y culturicidio atroz. Me contestaron muy diplomáticamente diciendo que su política era reflejar la situación real en el terreno, no el andar con tiquismiquis geoéticos. ¡Ándele, por andar de alebrestado! A fin de cuentas, Timor Oriental ganó su independencia en 2002 (ahora se llama Timor Leste) y los mapas más recientes de la NGS lo incluyen como el país más flamante del mundo.

Por todo ello, los mapas de la NGS son el patrón con el que se miden las cartas geográficas de todo el mundo y sirven de estándar en todas partes. Quizá por eso levantó tanta ámpula una reciente decisión que tomaron estos señores.

Resulta que en su último atlas, aparecido hace un par de meses, la NGS le puso a un brazo de mar un nombre distinto al que había usado desde hace más de un siglo. El que todos conocemos como Golfo Pérsico aparece como Golfo Arábigo. Y es que ese espacio marino es el que divide el mundo árabe (semita), del iraní o persa (indoeuropeo). Por razones que no han convencido a nadie, la NGS decidió darles por su lado a los árabes, quienes siempre han llamado a ese golfo con su nombre.

Los iraníes montaron en cólera, hablaron de un “compló” de Occidente en su contra y decidieron contraatacar. Para ello, en Teherán se montó una exposición que incluía mapas de hace siglos, en donde el mentado golfo aparecía con el nombre de Pérsico. Por supuesto, también pusieron en exhibición los numerosísimos mapas de la NGS que ostentaban ese nombre.

Quizá todo el asunto les parezca inconsecuente. Pero ya ven cómo es la gente de sensible para esas cosas de los nombres. Y quizá no deberíamos reírnos de las preocupaciones de los iraníes. ¿Se imaginan el escándalo si el Golfo de México apareciera en algún mapa con el nombre de Golfo de Florida? Mínimo habría declaración de guerra… Digo, con los diputados que nos cargamos, hasta esa sinrazón parece posible. En fin.

Consejo no pedido para que no le digan El Innombrable: Lea “Sefarad”, de Antonio Muñoz Molina, hermosa novela sobre los perseguidos de la Tierra. Sí, Sefarad era el nombre que los judíos le daban a España… antes de ser expulsados por los salvajes Reyes Católicos. Ah, y feliz año. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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