Cada año, por estas fechas, el sonido y la furia que atrae una estatuilla dorada, más bien fea, llaman la atención de millones de personas a lo largo y ancho del planeta. Es todo un fenómeno: la Máquina de Sueños arranca en primera reforzada, las Estrellas empiezan a descender a la tierra y los alelados espectadores hacen sus apuestas sobre una decisión que a ellos en particular les afecta muy poco; pero que representa carretadas de dólares para los estudios que se la juegan a la ruleta de si el culto público se va en la finta.
Esa estatuilla es el premio que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos (ojo: de EUA) otorga a quienes, según votación mayoritaria de sus augustos miembros, han resultado los mejorcitos en su categoría dentro del complejo y chirinolero mundo del cine durante el año previo (o a lo largo de toda una vida, que también se premia eso).
Como tenía que ser en ese ambiente, de dónde salió el nombre de Óscar para el armatoste es motivo de conjeturas y al menos un par de leyendas. Cuando empezaron las premiaciones, en 1927, el artilugio no tenía nombre. Pero, según es tradición, cuando en 1931 llegaron las estatuillas a la Academia, una secretaria llamada Margaret Herrick exclamó: “¡Válgame! ¡Si es igualito a mi tío Óscar!” El tío Óscar era un ranchero texano apellidado Pierce, que no tenía el más remoto nexo con el cine y de quien se dice lo detestaba por considerarlo una pérdida de tiempo. Prudentemente, al parecer nadie le preguntó a la secre cómo era que había visto a su tío desnudo, chapeado en oro y con una espadota.
Otra leyenda le atribuye el bautismo a Bette Davis, quien habría comentado que la estatua tenía el trasero exactamente como su esposo Óscar. Ni a qué versión irle. En todo caso, para 1934 el nombre ya era oficial.
La cuestión es que, con el paso del tiempo, el premio Óscar se fue convirtiendo en un termómetro de los gustos, preferencias y angustias del público norteamericano primero, y de buena parte de los espectadores del mundo más tarde: la ceremonia de entrega es, año con año, uno de los espectáculos televisados más vistos en el planeta. Que ésa es otra: la entrega de los Óscares no es una cuestión de cine, sino de televisión: si se fijan, toda la parafernalia está diseñada para la Caja Idiota, como un espectáculo televisivo. Lo único cinematográfico son las Estrellas, ciertas indumentarias (como el traje de cisne lujurioso que se cargó Björn hace unos años) y algunos escotes.
Cuando éramos jóvenes y bellos (¿?), hará tres décadas de eso, ver la ceremonia era una especie de ritual surrealista, dado que las películas a veces tardaban años en llegarnos acá al Tercer Mundo; de manera tal que no sabíamos ni de qué iba la competencia. Si no mal recuerdo, la primera película con alguna nominación que llegamos a ver antes de ser premiada y eso en el heroico cine El Dorado, con bancas de madera, fue “Patton” (1970) . Y fue un garbanzo de a libra.
A medida que México fue entrando a la globalización y el cochino neoliberalismo (que seguimos sin saber qué sea eso), una buena parte de las películas en competencia nos fue llegando con la suficiente anticipación como para tener al menos cierto conocimiento de causa. Así, ya podíamos echar porras por una u otra actriz, uno u otro filme. Claro que, con frecuencia, de los cinco contendientes, sólo habíamos visto dos. Pero con eso bastaba para, muy orondos, decir que tal o cual era el que merecía ganar.
Ahora bien, no deberíamos sentirnos chinches al respecto: muchos miembros de la Academia votan sin haber visto ni por qué están votando, cual ciudadanos hidalguenses. Y ello, por el volumen de material que se acumula entre la fecha límite de exhibición para entrar en competencia y el anuncio de las nominaciones. Algunos se niegan a verse presionados. Otros, por simple flojera, dejan las cosas al azar. En ocasiones las cintas que compiten por ser la Mejor Película Extranjera no están dobladas y las preferencias se basan en vil simpatía o lo que creyeron entender en farsi o portugués. Además, como todo gremio, la Academia tiene sus rituales, enemigos jurados y personajes consentidos. Y buena parte de sus miembros son Personas de la Tercera (o Cuarta) Edad, de la vieja escuela, que no van a renunciar a sus prejuicios de toda la vida así como así.
Lo cual sirve para explicar que el Óscar (y en eso está de acuerdo medio-mundo) no es una medida exacta ni mucho menos de la calidad de ganadores y perdedores (aunque hace años que no se anuncia al vencedor como “And the winner is…”, sino con el muy políticamente correcto “And the Oscar goes to…”). La decisión es el resultado de un juicio hecho por humanos, en el que intervienen factores como las necesidades económicas de la industria, el “ambiente” social norteamericano del momento y las muy personales inquinas de cada votante. Además, dependiendo del zeitgeist predominante, las preferencias se inclinan hacia un lado o hacia otro. A veces compensando, a veces no.
Por ejemplo, el Óscar a la Mejor Actriz de 1977 fue para Diane Keaton por “Annie Hall” (Dos extraños amantes), en donde la hacía de pareja de Woody Allen: una chica simpática, vestida con la ropa que ya no le quedaba a su hermano y exclamando “La-di-da” a la menor provocación. Lo cual estaba muy bien.
Pero todo-mundo sabía que la estatuilla en realidad la estaba recibiendo por “Looking for Mr. Goodbar” (Buscando a Mr. Goodbar, dirigida por Richard Brooks), en donde había interpretado el estremecedor papel de una dulce maestra de escuela católica que por las noches buscaba la gruexex en los ambientes más sórdidos… personaje que se consideraba de mal gusto para ser premiado. Pero bueno, al menos le tocó.
De la misma manera que, un año después, “El francotirador” (The Deer Hunter) se llevó una carretada de Óscares no sólo por ser una obra maestra (que lo es), sino también por su enfoque básico sobre Vietnam: en aquel infierno, resultamos tan víctimas como los vietnamitas; fuimos allá engañados y dejamos nuestra alma empeñada. En esencia éramos nobles e inocentes.
Todo lo cual contrastaba con “Regreso sin gloria” (Coming home), en la que Jon Voight y Jane Fonda no dejaban de echar paletadas de guano sobre las realidades de la milicia y la burocracia gubernamental que habían conducido a toda una generación al desastre. Así que entre una película y otra, pues mejor la que termina con toda la raza cantando “God bless America” a moco tendido y no con el suicidio de un militar cornudo, ahogándose desnudo en el mar.
Hoy día, dado que ya es posible ver muchas de las nominadas (pero no todas) antes de la premiación, podemos tener nuestras preferencias y llenar las quinielas con cierto conocimiento de causa. Por supuesto, en muchos casos (y eso se aplica tanto a Juan Palomitas como a cualquier miembro de la Academia) la decisión la tomará el estómago o el corazón y no el cerebro. Pero ya de perdido sabemos a qué o a quién le echamos porras. Lo que va de gane en relación con lo que ocurría hace todavía algunos años.
La que sigue siendo consistentemente nefasta es la transmisión del evento por parte de la televisión mexicana. La ceremonia suele ser cubierta (en el sentido bovino, supongo) por un par de tipos que traducen apresuradamente y con las patas, que no dejan escuchar las agudezas de los comentaristas (las que además no traducen con el alegato de que “se trata de un chiste local”) y que resultan una monserga insufrible. ¿No podrían dejar el audio original y poner un subtitulador como los que se usan para sordos? Porque conductores van y conductores vienen y la transmisión mexicana sigue dejando mucho qué desear.
Total, no se tomen las cosas muy a pecho si sus favoritos pierden. Es parte del show. Y no se desesperen si no han visto muchas de las películas nominadas: al rato las encontrarán siendo ofrecidas en las calles por sujetos que portan parche, perico y pata de palo. Eso sí, todas pastosas. Pero ¿qué esperaban? ¿Un Óscar al mejor pirataje?
Consejo no pedido para agradecer durante cinco minutos el haber nacido: Vean “California Suite” (1978), de Neil Simon, sobre (entre otras cosas) la histeria previa a la noche de la entrega. Ah, y por cierto: en este filme Maggie Smith obtuvo el Óscar a la Mejor Actriz de Reparto, interpretando… a una artista que no lo ganaba. Otro Ah: el sábado que entra, por el History Channel, empiezan a pasar de nuevo “Band of Brothers”, por si no la han visto. Provecho.
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