Para que se den una precaria idea de los tiempos remotos de que vamos a hablar: la primera vez que oí acerca de los Beatles fue hace casi cuatro décadas durante un broncón familiar, creo que uno de los más fuertes que tuvieron que ver con la llamada “brecha generacional”. Y es que resulta que mi hermana la mayor, que ha de haber tenido entonces 13 años o por ahí, quería ir a ver “La noche de un día difícil” (“A hard day’s night”, de Richard Lester, 1964), el primer filme estelarizado por los Cabeza de Trapeador. Pero había dos problemas: A) Los Beatles eran unos greñudos ululantes que no aceptaban la autoridad, y eran considerados algo así como “rebeldes sin causa” (categorización materna para todo lo juvenil que le resultaba incomprensible) y por tanto una mala influencia; y B) La película era exhibida en el Cine López de Lerdo, lugar más bien charro e insalubre y a donde no iban niñas de buena familia. Si no mal recuerdo mi hermana se salió con la suya, y terminó pegando de gritos como loca en compañía de dos o tres amigas y no-sé-qué-sacrificado que la hizo de chaperón en tan augusto recinto (después de todo, situado a un lado de la cantina “La Numancia”, en donde Manuel José Othón compuso el “Idilio Salvaje”, uno de los grandes poemas de amor del siglo XX en idioma castellano. Breviario cultural gratuito. De nada).
Los Beatles se volvieron una presencia constante en la casa, dado que mi hermana la mayor se agenció los primeros cuatro álbumes que aparecieron en México, y los tocaba con maniática asiduidad todo el día en el primer tocadiscos portátil (pesaba unos diez kilos) que conocieron mis ojos (y oídos). Desde entonces quedé enganchado a la música de los Fab Four. Y aunque aún era un niño cuando vino la ruptura del grupo, tuve la sensatez de seguir la corriente predominante y abuchear a Yoko cuando, uno o dos años después, pasaron la muy fallida “Let it be” (Let it be, 1970, de Michael Lindsay-Hogg) en el entonces Cine Nazas. Si algo así le está ocurriendo (según reportes) a la niña asiática que anda quedando con Harry Potter en la última película, no debería angustiarse: es una vieja tradición occidental culpar a las de ojos rasgados por las broncas de los ídolos de ojos (y lentes) redondos.
Como muchos, seguí con variado interés la trayectoria de los cuatro como solistas. Y he de reconocer algo que sé me traerá múltiples condenas y vituperios: siempre preferí a Paul (Perdón: Sir Paul). Sí, ya sé que es más fresa y comercial y campechano. Y no se mete en broncas filosóficas ni en la lucha de clases. Y que algunas de sus rolas chorrean melcocha. Pero como él mismo dice: What’s wrong with that?/ I’d like to know/ ‘Cause here I go/ Agaaaaaaain!
(De hecho, Yoko confesó hace poco que John se agüitaba y cuestionaba por qué Paul era más popular y sus rolas cantadas con mayor frecuencia. Digo, si uno compone canciones que dicen “no creo en Dios” o “madre, nunca te tuve”, la respuesta es más o menos obvia.)
En cambio John era con frecuencia demasiado sombrío, profundo y francamente depre. Además que sus arreglos musicales solían sufrir la carencia de un buen productor. Si se fijan, sus grandes éxitos como solista (pienso en “Imagine”, pienso en “Oh my love”) son de una sencillez franciscana. Además que, a lo largo de los años setenta, su producción fue de una irregularidad notable… mientras Paul sacaba cosas redondas como el álbum “Band on the run”, George se aventaba esa maravilla que es “All things must pass”, y hasta Ringo hacía algo recordable (el álbum “Ringo”) entre pasón y pasón.
Por ello la aparición del álbum “Double Fantasy” en 1980 fue una sorpresa tan agradable: magníficas canciones, arreglos armónicos, producción con toda la mano. Claro que por cada canción de John había una de Yoko, lo que en aquellos días de los discos de acetato constituía un engorro (había que levantarse a mover el brazo de la aguja a cada rato); pero hasta eso era perdonable. John había recuperado su mejor forma, y la entrada a su quinta década de vida prometía grandes cosas, luego de tantos reveses. La verdad, incluso los no-muy-fans-suyos estábamos entusiasmados. Y entonces, esta semana hará un cuarto de siglo, llegó Mark David Chapman. Y procedió a dispararle, por una razón eminentemente existencial: Chapman creía que él era Lennon; entonces, ¿quién rayos estaba viviendo con Yoko en el edificio Dakota? La respuesta a este dilema de autoidentidad estuvo revestida de plomo. El ocho de diciembre de 1980 nos enteramos del asesinato cruel e incomprensible de alguien a quien creíamos conocer como al vecino de la esquina, cuya vida y obra muchos habíamos seguido durante tres lustros como si de un cuate se tratara.
A partir de ahí la figura de Lennon se agigantó, quizá fuera de proporción. Quien no lo considerara la Octava Maravilla era llamado reaccionario de corazón endurecido, indigno de ser tomado en cuenta. Junto a la palma del martirio se le inventaron milagritos de todo tipo, y gozó de la suerte de quienes mueren jóvenes: quedó inmortalizado sin los errores, desfiguros y mediocridades de la Tercera Edad.
(Por cierto, ¿a qué horas empieza la Segunda? ¿Hay alguna cifra oficial al respecto? Porque conozco contemporáneos míos que siguen en la Primera Edad, al menos mentalmente, hasta la fecha…).
Así, John se convirtió en un icono perenne de quienes fueron jovenazos en las décadas de los sesenta y setenta. Y ahí se conserva, en una especie de pedestal de santón… que para algunos chavalones nacidos en el último cuarto de siglo resulta incomprensible. No sólo porque no conocen su música, sino porque todo el azote de la ruptura del grupo, los bed-ins con Yoko y su amor sublime (y con frecuencia tortuoso) por esa extraña mujer pertenecen, para ellos, a otro mundo. Y sí, habría que ver las cosas a través de los anteojos de su generación: el Lennon de hace veinticinco años les resulta, como casi todo lo de entonces, muy ajeno.
Y claro, a tal distancia temporal de su bizarra muerte, habría que echarle un vistazo fresco a la herencia de John Ono (antes John Winston; hasta a esos extremos llevó su clavazón) Lennon.
Musicalmente, por supuesto, hay cosas que han de perdurar por generaciones y generaciones. Sigo pensando, creo que en contra de la corriente generalizada (sobre estas cosas, que son las realmente importantes, no hacen encuestas Mitofsky ni ninguna de las otras agencias complotadas contra Lopejobradó, ¡bah!), que su obra cuando era Beatle es superior a su producción como solista. Había más espontaneidad, más alegría, un espíritu juguetonamente subversivo que después, en los setenta, se presentaría muy rara vez. Sin embargo, algunas piezas de sus últimos años son una notable combinación de madurez e innovación (“Watching the wheels”, todo un himno de reivindicación a los cuarentones). Considero que el jurado ya dio su veredicto en torno a su legado musical: en su ramo y género fue uno de los grandes del siglo, sin duda alguna.
La cuestión está en cómo se ha manejado su vida como figura icónica y representante generacional. Mucho de lo que se ha dicho que significa, nunca se dijo cuando él estaba vivo. Fue el trauma de una muerte tan absurda (y poética, si se le ve desde cierto punto de vista) lo que condicionó la visión que hoy tenemos de él. Cuando George Harrison falleció de muerte natural, hace cuatro años (véase en este mismo magnífico espacio “Aquellos años (en) que eran fabulosos...”, diciembre nueve de 2001), el escándalo fue escaso y las lamentaciones jamás alcanzaron los niveles de histeria que cuando el homicidio de Lennon. Y es que una cosa es morir de cáncer en casa de un amigo, y otra ser asesinado por un loquito, en la mera puerta de un edificio neoyorkino bien conocido.
Además, los intereses creados, Yoko Ono y creo que El Innombrable (que en todo anda) se han encargado de mantener viva la llama de Lennon. Su mujer se movió y grilló como si de Elba Esther se tratara para que una sección del Parque Central, a unos metros del lugar del asesinato (Central Park West y Avenida 72), tomara el nombre de una de sus mejores canciones y se convirtiera en monumento a su memoria. Así, un pequeño prado de Central Park se llama oficialmente “Strawberry Fields” y en él hay un monumento a Lennon. Bueno, eso se supone, porque cuando uno lo visita resulta francamente desconcertante: en el suelo, un mosaico bizantino de un metro y medio de diámetro conteniendo una sola palabra: “Imagine”. Cuando lo vimos por primera vez, yo no pude disimular mi decepción, y mi hija Constanza puso una de sus inigualables caras de ¿¿?? (traduciendo: ¿o sea que quéééé?).
Quizá sea un memorial que condensa la ambigüedad de la herencia de un grande cuya imagen se ha distorsionado por la mercadotecnia… y por el amor a un pasado que no volverá, y tal vez nunca fue. Fox hace bien en prevenirnos contra quienes quieren regresar allá… así sea por otras razones.
Ya para terminar: a unos pasos del monumento a Lennon, en la acera, hay una placa que conmemora al primer peatón atropellado y muerto (registrado) de la historia. No sé si John se llegó a enterar de ello. Lo dudo, porque estoy seguro que no hubiera dejado de hacerle una canción al primer mártir de la modernidad automovilística. Otro breviario cultural gratuito. ¡N’hombre, de nada!
Consejo no pedido para entrar al Sueño Número Nueve: chútese la “Antología” de los Beatles, en video y disco, sobre todo si sabe poco de aquellos remotos tiempos. Y vea “Imagina” (“Imagine: John Lennon”, 1988), un muy decente documental de Andrew Solt. Provecho.
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