Estaba ahí, donde siempre. No era una silla común, era la historia de este país en cuatro patas, en la que no ha faltado quien con dos la haga de seis, colocada por los hombres en el centro del escenario, con su águila en la parte superior del respaldo, toda ella tallada en madera de roble por antiguos artesanos, que había soportado el paso del tiempo, con asiento de gutapercha. En un principio, en las convulsiones de un país en ciernes, los presidentes que ahí se habían sentado acabaron muertos a balazos. Luego empezaría la riada de mandatarios post revolucionarios, cuando se volvió costumbre que el Informe se convirtiera en la sacralización de los que traían en su pecho la banda tricolor, tornándose lo que debería ser una rendición de cuentas, en un evento en que el presidente en turno recibía honores de gran patricio, héroe nacional, forjador de la Patria.
El cambio se había dado después del general Manuel Avila Camacho (1897-1955). Con el pretexto de que había llegado la hora de que un civil ocupara el cargo más alto a que puede aspirar un mexicano, arribaron advenedizos de la Revolución, a los que el único olor a pólvora que les había llegado a su olfato era el que desprendía la quema de chamucos el Sábado de Gloria. Tecnócratas que a partir de entonces recibirían el homenaje de una muchedumbre compuesta de diversos estratos sociales, de burócratas lanzando confeti y serpentinas desde las alturas de los edificios aledaños a las calles por donde se trasladaba la caravana. Eran los días dedicados al lucimiento de la figura presidencial, a cuyo frente se movían los cadetes del heroico Colegio Militar. El primer magistrado de la nación solemne, parado en la parte posterior de un studebaker descapotable, saludaba con el brazo en alto, hasta llegar al señero recinto donde lo esperaba la claque política, que nada tenía que ver con el pueblo.
Luego un menestral le acercaba un atril para que hiciera uso de la palabra que se convertía, según fuera el personal estilo del mandatario, en una arenga, una disertación, una plática, una perorata o, por lo común, una apología de su gobierno. Hubo buenos oradores, regulares y pésimos. Había quien emocionaba por sus oraciones cargadas de emotividad. Otros daban rienda suelta a una lectura en la que no había nada de sustancia. De estos últimos hubo de ser Vicente Fox a quien un coro de diputados socarrones le pedía que leyera su Informe cuando ya había dado por concluida su participación. El líder del Congreso indicó que había cumplido con el protocolo entregándolo por escrito. La duda que sembró en los circunstantes fue, ¿entonces, para qué tanto palabrerío? Podía haberse ahorrado el decilitro de saliva que gastó durante los cuarenta y dos minutos que duró la tediosa, soporífera y desangelada alocución. Lo peor de la ceremonia, que consigno aquí sólo para mostrar la estulticia de un congresista, que todo indica no se respeta ni a sí mismo, quien lucía un apéndice nasal descomunal, que me recordó a Cyrano de Bergerac, del dramaturgo francés Edmond Rostand (1868-1918), aunque es seguro que el legislador pretendía aludir a Pinocho, creado por el italiano Carlo Lorenzini (1826-1890), quien publicó su trabajo con el seudónimo de Carlos Collodi, mencionando que a su héroe infantil le crecía la nariz cuando decía mentiras.
El presidente abandonó el salón con la arrogancia del boxeador que ha dejado a sus maltrechos rivales noqueados en la lona -¿la seguridad?, ¿el desempleo?, ¿la pobreza?-, repartiendo apretones de mano a diestra y siniestra, sonrisa a flor de labios. Acababa de volver a alertar sus oídos, cerrados cuando el presidente del Congreso lo zarandeó como un mastín lo hace con su presa. No le hace, que digan misa, se dijo, caminando orondo, rozagante y eufórico tomado de la mano de su adorada pareja. Pensaba en su planeada gira electorera, apenas disimulada en pequeños informes, escogiendo seis ciudades localizadas estratégicamente. Más tarde iría a La Estancia, prodigiosa finca campestre que algunas lenguas viperinas, de las que nunca faltan, le llaman El Jocoque, -que se hizo de la noche a la mañana, dicen. Vaya usted a saber-. En fin, la semana pasada asistimos a un Informe expuesto por el presidente Vicente Fox Quesada, sin pena ni gloria, quien apenas pudo disimular visos de fastidio, que en momentos amenazaba con hacerle bostezar. La mente la tenía muy lejos, a varios meses de distancia.