La tarde empezaba a declinar, había en el ambiente la sensación de que ocurriría un prodigio, el sepulturero era la última persona que con su pala al hombro abandonaba el lugar donde sólo quedaba el túmulo de tierra sobre el cual una mano piadosa había dejado un ramo de flores que pronto se marchitaría. Apenas hacía un rato paladeaba con fruición lo que sería su triunfo, sin embargo, ahora yacía inerte en lo profundo de una fosa. Lo tenía todo, el apoyo de la pareja, dinero a raudales, recia personalidad, nadie en su alrededor vestía el traje de hacendado de mediados del siglo XIX, con su porte, sus ojos azules, su cabellera dorada, por donde ahora se movían las larvas, bajando y subiendo. Los días de felicidad y dicha se habían ido como nubes empujadas por el viento de otoño. Nadie había llorado su partida, aunque sí había tristeza por lo que pudo haber sido y no fue. Unas palomas torcazas pasaron volando por encima batiendo sus alas, en un vuelo raudo, cuyo tenue ruido estremeció el alma del difunto que sintió un leve escalofrío.
Aún no podía moverse pues estaba entumecido. Trató de hablar percatándose que su lengua empezaba a ser devorada por pequeños gusanos. Presintió que al lado alguien reposaba en una fosa similar. Se le ocurrió hablarle con el pensamiento, dándose cuenta con gran sorpresa que alguien le contestaba. Al principio sólo captaba el murmullo de una voz que parecía venir de ultratumba, lo que así era. Dispuesto a averiguarlo aguzó el oído que, como todos los demás, se le estaba pudriendo. No tenía miedo por lo que estaba pasando. Es más, advertía una tranquilidad beatífica, como hacía mucho no le embargaba, desde que era un chiquillo al que su mamá no dejaba juntarse con otros de su misma edad. Volvió a hacer el intento de comunicarse con su vecino. Esta vez sí tuvo éxito. Ahí se encontraba su adversario de mentiritas, al que usaron para restarle votos al purépecha de porra, que había sido su archirrival en la contienda. Lo habían utilizado en una estrategia que no desconcertó al enemigo sino a sus propios partidarios. Su padrino, junto a la cónyuge que compraba vestidos en tiendas exclusivas, solían hacer esos desatinos. Lo peor, se creían la familia Fouché.
La otra tumba olía a tierra mojada. Ambos decidieron por instinto salir a la superficie, como las tortugas recién nacidas que salen de la arena sabiendo que el agua del mar las espera, para lo cual tenían que abandonar la envoltura mortal. Apenas asomó la cabeza vio a su compañero con el pelo enmarañado, sucio y aterrado, con cara de susto. Las almas se parecen a su mortaja terrenal, pensó, ¿cómo me veré yo? Lo cierto es que se veía como la última vez, en medio de un puñado de sus seguidores, con la cara descompuesta, un traje negro, sin corbata, acababan de comunicarle la paliza. Lejos habían quedado aquellos lujuriosos días de vino y rosas, cuando las encuestas lo colocaban en un primer lugar. El dinero no era un problema podría gastarlo sin límites y lo hizo. Un gran despliegue de recursos que, ahora sabía, de nada le sirvieron, como no fuera para alimentar su ego. Los malditos permisos para juegos y sorteos, se dijo, fueron una de las grandes causas de mi perdición; total ni Emilio ni Olegario asistirían a mi entierro. Había sido vencido sin honor, manchado por la sombra de la sospecha.
En la última etapa de la elección interna en que votarían los panistas y adherentes de trece entidades federativas, su decepción fue mayúscula, pues no había ganado una sola, vaya, ni siquiera en la ciudad que lo vio nacer. El desplome había sido colosal. Después vendrían las ceremonias luctuosas. En el cortejo fúnebre estarían sólo sus familiares. La misa de cuerpo presente sería presidida por el Opus Dei representado por quien lo sucedió en la Secretaría de Gobernación. Una lápida sería colocada más adelante en que se grabaría a manera de epitafio: Aquí yace Santiago Creel Miranda a quien durante toda su vida política le acompañó la inocencia. En efecto, pensó, siempre creí que el pueblo me aclamaría porque era la imagen de una persona de abolengo, de prosapia y de gran alcurnia. Bien, el tiempo había transcurrido, se acercó a la imagen traslúcida de Alberto Cárdenas Jiménez, se dieron un estrechón de manos, luego se despedirían, yéndose cada cual por un rumbo distinto. Aún en el más allá existía la diferencia de clases. Su padre se lo repetía como si fuera una letanía, recuerda Santiaguito, aunque todos somos del mismo barro, no es lo mismo bacín que jarro.
Nota bene.-Joseph Fouché, (1759-1820) político francés, llamado le Mitralleur de Lyon, Ministro de Policía durante el Imperio, mantuvo su cargo en la Restauración. Brincaba de una liana a otra con gran destreza. Prototipo del intrigante hábil y sin escrúpulos, carente en absoluto de convicciones políticas.