No era aquello que, si no lo tenía, me quitara el sueño. Es algo que te atrae o no te atrae. Nunca lo extrañé porque nunca lo tuve. Alguien decía que tenía atole en las venas, nada de adrenalina. Oía hablar de los que habían viajado hasta allá. No se tome como una crítica a los que les gusta apostar su dinero. Muy su gusto, que con su Creel se lo coman. El asunto es que usábamos pantalones cortos cuando éramos una ciudad de provincia idílica la que, de la noche a la mañana, se convirtió en una gran metrópoli al crecer sin mesura, no obstante seguir usando perneras de brinca-charcos. Es el viejo dilema de si el ser humano podrá soportar la vida agitada de las grandes ciudades que están contaminadas en su medio ambiente por el ruido, la polución, la insalubridad, las agresiones visuales, la inseguridad social, el apretujamiento aun en casas-habitación, con calles dedicadas a los automotores donde el peatón es un estorbo.
La cosa es que ocurrió lo de la montaña de que hablaba Zaratustra, no veía la razón de ir a regalar mi dinero a la meca de la apuesta, cuando los zares de los juegos dispusieron que no necesitaba salir de mi ciudad, nos trajeron los casinos hasta el jardín de nuestras casas. ¡Oh manes del destino, que alegría, no necesitamos viajar con las incomodidades que eso significa para llegar a ese paraíso donde habitan los adoradores de Briján. ¡Aleluya! Ya nadie podrá husmear en nuestras intimidades, desnudados en los aeropuertos, sin que podamos ocultarles nuestras partes pudendas a vouyeristas indiscretos, vulgo, fisgones. Las máquinas tragamonedas hicieron su entrada triunfal con su manivela reluciente, parece una manita inocente que saluda al que llega hasta ella, es el ser de otro mundo que habla un idioma que sólo conocen los iniciados. Desde luego, es manca de nacimiento. En los rodillos metálicos de su interior aparecen distintos dibujos que cuando coinciden dejan caer monedas por su parte baja, como si compulsivamente ésa fuera su manera de desfogar su vientre, lo malo es que padece de un estreñimiento crónico. En algunos “brincos” ya desde entonces se jugaba con botones y puntos.
En un rincón alejado del salón están las apuestas a control remoto a las que llaman book.
Ahí estuve ¿cuándo fue? Ayer o hace cincuenta años. No lo sé. Me fijé en una señora de edad cuya capacidad de movimiento era nula. La máquina la tenía agarrada de la mano sin que pudiera soltarse a voluntad. Daba la impresión que era una palanca robótica imantada. Los ojillos, casi perdidos entre las arrugas faciales, estaban fijos en las ventanillas donde parecían danzar productos frutales cuya coincidencia era esperada ansiosamente, con el alma en un hilo, la garganta reseca y la respiración entrecortada. A lo lejos en la fila de estas maquinitas que tenía cara de ser interminable, se oyó un grito estentóreo de una mujer cuyo aparato empezó a dejar caer monedas que tintineaban al caer en una charola. Todo daba la impresión de ser un templo de adoración donde en silencio las sacedortisas con una mano en alto rendían culto al dios pagano de los juegos de azar. Eso de azar, es un decir.
Se platicaba entre otras respetables señoras, era la madrugada de un día de la semana, la suerte de una jugadora que había obtenido un jugoso premio, lo que alentaba a las demás a seguir intentando. Nadie conocía a la dichosa ganadora, nadie la había visto, pero todas daban por hecho que era cierto, por que así querían creerlo. Por una ranura seguían alimentando al voraz aparato, que parecía no tener llenadera. Jovencitos contratados por la gerencia que había en el lugar, acudían presurosos para satisfacer los mínimos deseos de la numerosa clientela. Me llamó poderosamente la atención que todas las caras de las asistentes denotaban la turbulencia de sus emociones en que se entremezclaban la codicia, el deseo, la avaricia, la ambición, el anhelo, la avidez y el egoísmo. Bien, hemos arribado a la ciudad de los espejismos donde las personas pueden perder su dinero en un abrir y cerrar de ojos. En los garitos modernos todo es elegancia y savoir faire, donde se explotan la candidez, la credulidad y la ingenuidad. La regla de admisión debería ser: bienvenidos los gaznápiros.