Los atentados de Londres nos recordaron una vez más lo expuestas que están las sociedades abiertas a la furia de quienes sienten el deber de cumplir una misión santa; y cómo una visión absolutista y cerrada de la religión mueve a esa gente a cometer crímenes que, curiosamente, ningún credo condona ni remotamente justifica. Quienes detonaron esas bombas en el Metro de Londres (al parecer la del autobús se le tronó al imbécil, que no había podido abordar el tren) se dejaron llevar por una corriente totalitaria (en varios sentidos de la palabra), según la cual este mundo (la vida social, sexual, económica, lúdica) debe regirse única y exclusivamente según los dictados de su fe, y ello justifica cualquier acción. A esta visión de las cosas la llamamos fundamentalismo (esto es, el seguimiento estricto y unívoco de los fundamentos o bases de un sistema de pensamiento) o, con mayor claridad conceptual, integrismo.
Los integristas pretenden imponer una visión del hombre y del mundo que gira en torno a lo que ellos entienden es su religión, muchas veces interpretando las escrituras sagradas a rajatabla y condenando a muerte a herejes, apóstatas y simples desviados. De ésos ya hemos conocido muchos en ámbitos distintos al religioso: durante décadas, los integristas marxistas adoraron los libros sagrados de San Carlos Marx, y en su nombre pretendieron crear un sistema que negaba la libertad, la creatividad y la mera individualidad humanas. A los incrédulos y rejegos los mandaban al Gulag, les daban el muy soviético tiro en la nuca o los confinaban en sanatorios psiquiátricos. Esos integristas siguieron recitando el Credo, repitiendo sin fin la mantra, hasta que el sistemita se les vino abajo hace tres lustros… aunque parece que todavía hay gente que sigue sin darse por enterada.
Los integristas más famosos hoy en día son, por supuesto, aquellos musulmanes que se han dejado atraer por Osama bin Laden y otros líderes que proclaman la urgencia de crear un mundo exclusivamente de acuerdo al Corán… o lo que ellos entienden del Corán, que según algunos clérigos musulmanes ilustrados no es mucho que digamos.
Sin embargo, y aunque algunos ni cuenta se han dado, todo este fandango viene de mucho tiempo atrás. Y esta semana se cumplen 25 años de la desaparición de una figura clave para entender por qué nos hallamos donde nos hallamos. El 27 de julio de 1980, el miércoles hará un cuarto de siglo, murió el Sha Mohammad Reza Pahlevi, Emperador de Irán, Luz de los Arios, Rey de Reyes y Ocupante del Trono del Pavo Real, entre muchos otros títulos que hubo de abandonar junto a su país natal al ser derrocado por una revolución: la que llevó al poder a los integristas iraníes encabezados por el Ayatholla Ruholla Khomeini.
El último Sha de Irán es un personaje muy interesante, que en cierta forma condensa no pocos de los espejismos y contradicciones del Siglo XX. Por eso vale la pena aprovechar el aniversario de su defunción para examinar su trayectoria… y a dónde condujo la reacción en contra de su pensamiento y obra.
Mohammad Reza Pahlevi llegó al trono a los 22 años, en plena Segunda Guerra Mundial, luego que británicos y soviéticos derrocaron a su padre el emperador, en vista de que tenía veleidades nazis y era muy cuatacho de Göring y otros jerarcas del III Reich, lo que en esos tiempos no resultaba muy saludable. El joven nuevo Sha fue así, en sus inicios, una de las muchas víctimas del juego y rejuego del poder durante la Segunda Guerra Mundial y la temprana posguerra. Pero cuando empezó la Guerra Fría, la posición estratégica de su país lo colocó casi por default en el bando americano. Vean un mapa: Irán era lo único que se interponía entre la URSS y la mitad del petróleo del mundo en el Golfo Pérsico. Tener ahí un aliado firme (y fuerte) era de importancia fundamental para los Estados Unidos. Además, como Irán no es árabe (es ario o indoeuropeo: de hecho, eso quiere decir Irán: patria de los arios), el problema palestino, la presencia de Israel y el apoyo norteamericano a éste, ni les viene ni les va.
Por ello el Sha fue mimado por Washington hasta llegar al chipileo más abyecto. Cuando en 1953 el primer ministro Mossadegh encabezó una revolución nacionalista que hizo huir a Pahlevi, la CIA se encargó de descharchar a Mossadegh y devolverle su trono al Sha (con todo y pavo real, supongo). Durante los siguientes veinticinco años, EUA armó a Irán hasta los dientes, le concedió abundantes créditos y como lo hizo con tantos tiranos, cerró convenientemente los ojos ante la falta de democracia, la brutalidad y corrupción del régimen y la manga ancha que tenía la temida Policía política secreta iraní, la SAVAK, que le daba un quién vive a la KGB rusa, la Securitate rumana, la Stasi estealemana o la DINA chilena.
Para ganarse el cariño de sus compatriotas y pasar a la historia como algo más que un represor asqueroso, el Sha usó los cuantiosos ingresos petroleros del país para intentar proyectarlo a la modernidad. Hizo de su ejército el quinto mejor del mundo (lo que complacía a EUA, que así no necesitaba gastar saliva en una región con mucho pinole), construyó harta infraestructura e introdujo procedimientos, modas, costumbres y entretenimientos “modernos” a una sociedad que en muchos aspectos seguía siendo feudal. Por supuesto, en esa parte del mundo (como en muchas otras) “modernos” quiere decir “occidentales cristianos”. Para impulsar aún más el proceso, el Sha becaba a Occidente a casi cualquier estudiante iraní, con tal de que no tuviera una lesión cerebral: las universidades americanas y europeas se llenaron de iraníes, que luego regresaban a su país deseando disfrutar lo que habían aprendido: sexo, drogas y rock ‘n’ roll… y libertades políticas.
En todo caso la música, la ropa, los programas televisivos de Europa y EUA empezaron a llegar a Irán… y a fracturar a una sociedad que no tenía cómo asimilar aquello.
Una mayoría de la población iraní era campesina, rural y muy religiosa. Las nuevas modas y costumbres escandalizaron a los beatos campiranos, azuzados por sus clérigos musulmanes que veían todo aquello como invento de Satanás (sí, también el Islam tiene a tan simpático personaje). A lo largo de años y años se fue creando una gran presión social, que no tenía por dónde salir. Mientras tanto, el Sha se la pasaba de lo lindo, gozando de sus bellas esposas y esquiando tres meses al año en Suiza.
Todo se derrumbó en unos cuantos meses. En el otoño de 1978 los estudiantes, los niños mimados del régimen, empezaron a protestar por la ausencia de democracia (¿les suena conocido?) Al rato las manifestaciones se hicieron masivas y las fuerzas de seguridad se vieron impotentes para contenerlas. Para febrero de 1979, la rebelión resultó imparable, y el Sha salió del país… dejándole el poder a un Gobierno pegado con chicle, que rápidamente fue desplazado por los clérigos integristas islámicos encabezados por Khomeini.
Sin decir agua va, éste proclamó la República Islámica de Irán, la primera teocracia nacida durante el siglo XX. Los iraníes pasaron de una premodernidad a otra, pero en muchos sentidos mucho peor: desfasada de la historia y con peligrosas tendencias expansivas. Tanto, que árabes y soviéticos trataron de ponerle el alto a como diera lugar. Los árabes, azuzando al loquito de Saddam Hussein para que atacara a Irán en 1980 y así contuviera la posible agresión integrista en el Golfo Pérsico. Los soviéticos, cometiendo el inmenso error de invadir Afganistán a fines de 1979. Creían ver ahí los fermentos de una nueva amenaza integrista. Por supuesto, en ese país sí se fundó un régimen integrista: el de los Talibán… pero quince años después y en gran medida como consecuencia directa de la intervención soviética. En esa zona del mundo, americanos y soviéticos se dedicaron a criar cuervos para que luego les sacaran los ojos.
El Sha anduvo de La Ceca a la Meca, cambiando de residencia continuamente, dado que el nuevo régimen iranio amenazaba con represalias sin cuento a los países que le daban asilo. ¿La razón? Los integristas querían que el Sha regresara a su país para responder por sus crímenes, y devolviera la lana que había saqueado sin pudor durante décadas. En una muestra más de su proverbial frivolidad, José López Portillo dejó que el Sha residiera seis meses en Cuernavaca. Cuando vio que se había echado un alacrán al cuello, lo corrió nada diplomáticamente, alegando ¡que se le había vencido la visa de turista! A fin de cuentas, corroído por el cáncer, el Sha murió en El Cairo hace casi veinticinco años.
El impacto de su caída permanece: no ha vuelto a haber estabilidad en esa zona desde entonces. Sí, ahí empezó todo. O casi todo.
Consejo no pedido para sentarse en el Trono del Guajolote: vean “Voto secreto” (Secret ballot, 2001), de Babak Payami, simpática película iraní sobre una jornada electoral en el Irán integrista. Y vean también la hermosa “Casa de arena y niebla” (House of sand and fog, 2003) con Ben Kingsley y Jennifer Connelly, sobre el choque cultural de un emigrado iraní (y ex miembro de la SAVAK) en EUA. Provecho.
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