La cara sonriente, grandes dientes incisivos, labios humedecidos, mirando al fotógrafo que buscó su mejor ángulo, así se veía Arturo Montiel Rojas, en los espectaculares que había por todos los rumbos de la ciudad, en los días anteriores a su retiro de la contienda en que se elegiría al candidato del PRI a la Presidencia de la República. Me cuentan que en su tierra, de niño, le decían el cara de mandril. A los integrantes del TUCOM (Todos unidos contra Madrazo), los agarró papando moscas pues no se previnieron nombrando un sustituto el que, registrado también como candidato, pudo bien quedar en el lugar del titular. Tampoco investigaron que la persona que los representaría estuviera a salvo de las pesquisas de los aguerridos sabuesos encargados de perseguir a quienes no cumplen correctamente con sus obligaciones fiscales. No se dieron cuenta que estaban escogiendo un blanco fácil, en esa selva donde se movía Arturo, con una casaca roja, invitando a los cazadores furtivos a que dispararan sus rifles sin temor a fallar.
Lo que se dice en los medios, es que a cualquiera que hubieran elegido los tucomes hubiera hecho mejor papel que Montiel quien se retira de la contienda para evitar ser enjuiciado, con la promesa de no ser perseguido. Los que pertenecieron a su equipo querían nombrar a otro en el lugar que aquél había abandonado. En juego de niños es válido que al tirar la canica se diga safis, pudiendo volverse a repetir en una nueva oportunidad. Entre políticos, gente adulta, no procede pues se convertiría en el cuento de nunca acabar.
Los mandriles pasan las horas sentados en un banco de rocas, situadas en una escarpada colina, mirando el ir y venir de las olas del mar. El atrapar un mandril es relativamente sencillo. Los beduinos le ocultan comida en el hueco de un tronco, al que puede acceder por un orificio en el que le cabe la mano de entrada, pero no cuando cierra el puño para agarrar lo que pretende robar. Es tan torpe o tan codicioso que no alcanza a comprender que puede escapar soltando lo que tiene en la mano. Son cuadrumanos, de cabeza pequeña, hocico largo, pelaje espeso, pardo en la parte superior y azulado en las inferiores, nariz roja, con orejas largas, arrugadas, eréctiles y de color azul oscuro, de una raza especial de mamíferos, por siempre pegados a la ubre, tienen la cola larga y levantada, andan en manada, caminan en dos patas y, cuando la ocasión lo amerita, en cuatro, que suelen demostrar su sumisión enseñando el trasero, presentando una callosidad isquiática de tono rojizo, aparentemente escaldada. Los encontramos espulgándose unos a otros, cavilando sobre cual va a ser su actitud de aquí en adelante. Lo acontecido los ha dejado sin aliento. Estudian la opción de mantenerse ajenos al proceso constitucional, considerando que su calidad de gobernantes estatales los protegerán de cualquier represalia, o de continuar su obstinada oposición mientras le lanzan denuestos y maldiciones o cantar su mea culpa acercándose a quien no hace mucho querían obligar a que dejara la presidencia del partido.
El asunto me hace recordar a John Milton (1608-1674) en su poema épico titulado, El Paraíso Perdido, cuyo tema es la creación y la caída del hombre, donde cuenta la lucha del bien contra el mal, cuando parte de los serafines, ángeles, arcángeles, querubines, potestades, principados y tronos al rebelarse fueron vencidos y echados al fondo de los negros abismos donde maltrechos y confundidos, los que habían creído que celebrarían su triunfo en lo más alto de la bóveda celeste, derrotados tuvieron que conformarse con reunirse en el llamado Pandemonio. El aire resonaba sacudido por el batir de rumorosas alas, levantándose uno de ellos por encima de los demás para mostrar que seguirían su sedición, hasta las últimas consecuencias, era el llamado Satanás, esta vez convertido en súcubo, usando con arrogancia la idea de que más vale reinar en los infiernos que servir en los cielos. Sus ojos rasgados miraban con odio a los demás, le salía espuma por la boca, resoplaba como animal malherido, restallaba su lengua bífida y golpeaba el piso con las pezuñas hendidas. Lo que más le dolía no era la mentira, la traición y el exilio, a lo que estaba acostumbrada, sino haber permitido que la arrojaran de la gloria.
Nota bene.- Súcubo, dícese del espíritu, diablo o demonio que, según la superstición popular, tiene comercio carnal con un varón, bajo la apariencia de mujer.