Comentábamos el domingo pasado que, a partir de la Revolución Industrial y sus consecuencias (ferrocarriles, transportes mecanizados, armas producidas masivamente), los países tuvieron que hacer frente a la guerra de una manera distinta a la empleada durante siglos. Ahora había que tener ejércitos numerosos, pero por su costo era imposible conservarlos en pie de guerra de forma continua. ¿La solución? Mantener un ejército profesional permanente relativamente pequeño y crear una reserva con montones de civiles entrenados para unirse a la milicia cuando se requiriera. Así, al grito de “un soldado en cada hijo te dio”, se engrosarían las filas de los ejércitos y se podrían poner en el campo de batalla cantidades ingentes de combatientes. O al menos, ésa era la teoría.
Dependiendo del país, la conscripción (o sea, el servicio militar obligatorio, en EUA llamado “Draft”) puede ser un infierno, una anécdota para luego torturar a los hijos contándola infinitamente o hasta una bendición por la capacitación que se recibe. Hoy nos vamos a centrar en el caso estadounidense, dado que su proceso de reclutamiento puede convertirse en un asunto de fuerte discusión en los tiempos por venir… y ser el torpedo que hunda a la malhadada administración de Baby Bush.
Tradicionalmente, las Fuerzas Armadas de EUA están conformadas por voluntarios. Sólo en caso de guerra se recurre al Draft, el registro y reclutamiento forzoso. La última vez en que se echó mano a este recurso fue durante la Guerra de Vietnam y la manera en que se manejó creó en la sociedad americana muchas de las fisuras que terminaron por dar al traste con esa insensata aventura. Al contrario de lo que había ocurrido en las dos Guerras Mundiales, a Indochina fueron a dar básicamente las minorías y los pobres. El de Vietnam fue el menos democrático de los conflictos peleados por EUA en el siglo XX.
Que un Draft sacado de la manga resulta no sólo impopular sino contraproducente fue una de las 1,659 lecciones que EUA sacó del pantanal del sureste asiático. Otra fue que el culto público norteamericano era incapaz de digerir bajas cuantiosas, en especial cuando ocurren en un conflicto sin pies ni cabeza. Los 58,249 muertos cuyos nombres están inscritos en el impresionante monumento a los Veteranos de Vietnam en Washington D.C., aunque una minucia para sociedades como la rusa o la china, acostumbradas a la mala vida y a ser mangoneadas por dictadores sanguinarios, fueron demasiados para la democracia estadounidense. Así que el Pentágono sacó sus conclusiones: primera, que el ejército voluntario debía mantenerse a toda costa, huyéndole al Draft como si de la peste o René Bejarano se tratara y atrayendo a los reclutas mediante jugosas prestaciones. Y segunda, que EUA debía sacarle provecho a sus ventajas tecnológicas, preparándose y equipándose para pelear sus guerras con las menos bajas que fuera posible. Y a eso se dedicó en el período 1975-90, en el que prácticamente no metió las manos en ningún lado y sufrió dos o tres bocabajeadas (los rehenes en Teherán, por ejemplo), bastante gachas. Pero esos tres lustros los aprovecharon bien y bonito.
Por un lado, las Fuerzas Armadas atrajeron voluntarios en buen número y con mejor preparación que antes, en parte gracias a una muy efectiva propaganda, que quizá ustedes hayan visto en la televisión por cable o satélite: el ejército animaba a los muchachos: “sé todo lo que puedas ser”; la Infantería de Marina instaba con anuncios muy ingeniosos a que la raza se uniera a “los pocos, los orgullosos, los Marines”. También ayudó que las Fuerzas Armadas le daban las perlas de la Virgen a quienes se dignaban atender ese llamado: becas universitarias, entrenamiento en alta tecnología, prestaciones y pensiones casi iguales a las de los sindicalizados de la CFE y Pemex… la verdad, un trato de reyes, siempre y cuando estuvieran listos a la hora de los trancazos.
La cual llegó en el verano de 1990, cuando el más famoso fanático de los Doritos, Saddam Hussein, tuvo la peregrina idea de invadir Kuwait. Dado que a ese loquito se le podía ocurrir seguirse de frente sin tocar baranda hasta los campos petroleros de Arabia Saudita y que una agresión tan descarnada no podía quedar impune, EUA orquestó la formación de una fuerza multinacional (y con apoyo de la ONU) para echarlo del emirato. Y con la Operación Tormenta en el Desierto demostró lo que habían aprendido de sus anteriores tropezones.
Primero, la alta tecnología norteamericana literalmente barrió con lo que se le puso enfrente. Los mejores blindados de manufactura soviética o china sirvieron de vil práctica de tiro al blanco para esas maravillas que son los tanques de batalla AM1M Abrams, los cuales no sufrieron una sola baja (ni siquiera cuando Denzel Washington le tiró a uno de los suyos; véase “Valor bajo fuego” (Courage under fire, 1996)). Marcador: EUA 380, Irak 0. La capacidad de fuego y precisión de la aviación y la artillería americanas, el entrenamiento y equipamiento de sus soldados y una pequeña ayuda de sus amigos (sobre todo la infiltración de los franceses en el ala derecha iraquí, la mejor operación militar de los irreductibles galos desde… uf, hace siglo y medio, creo) le dieron una paliza tal a las tropas de Saddam, que la guerra de 1991 fue la más desbalanceada de la historia. Marcador final: la Coalición multinacional 60,000; Irak 300. Para acabar pronto, Estados Unidos había logrado lo que ha ansiado todo Estado desde la fundación de los primeros imperios hace cinco mil quinientos años: librar y ganar una guerra prácticamente sin bajas. Digo, los muertos que tuvo en ese conflicto son menos que los producidos por accidentes de tráfico en una semana cualquiera. O sea que en 1991 era más seguro pelear en las arenas del desierto que circular por las carreteras de California. Bueno, creo que todavía.
Ese mismo año se desmoronó la URSS y Estados Unidos hubo de replantearse sus necesidades de defensa. Por supuesto, hubo muchas presiones para que se redujeran los gastos militares, en vista de que el Gran Oso Ruso había desaparecido de puro apolillado. Aunque sin que le hiciera mucha risa, el Pentágono redujo los contingentes regulares, sentando las bases para la crisis actual.
Y es que desde 1991 la teoría era que las adelgazadas Fuerzas Armadas americanas tendrían la capacidad de enfrentar simultáneamente un conflicto gordo y otro de regular intensidad. Uno en el Oriente Medio (Irán e Irak) y el otro muy probablemente en la península de Corea (en realidad resultó ser Afganistán). El problema es que los cálculos les fallaron y ahora tienen una escasez de personal que se está notando: muchas tropas que terminan su año de servicio en Irak se están topando con la ingrata sorpresa de que deben alargar su estancia, a veces otros seis meses. Y es que no hay suficientes reclutas para reemplazarlos.
El mes pasado el ejército americano anunció que, a tres meses de terminar el período de reclutamiento anual, no se había inscrito ni la mitad de los voluntarios necesarios, ochenta mil. Así que está en chino que se logre esa meta, especialmente cuando el apoyo a la guerra se está desplomando entre la sociedad gabacha. Es evidente que los chavos ahora se la piensan mejor: entre dejar de recibir jugosas becas y quedar hecho pinole por una bomba caminera, prefieren lo primero. Las Fuerzas Armadas de EUA se hallan tan desesperadas, que algunas escuelas se han quejado por la conducta agresiva, invasiva, de los reclutadores de la milicia, que se han rebajado a repartir videojuegos (de guerra, obvio) para atraer y enganchar espinilludos.
Estando así las cosas, la nada inteligente administración Bush ha empezado a sondear la posibilidad de reinstaurar el Draft… lo cual nos da una idea de lo mal que andan las cosas, ya que semejante proyecto constituye un suicidio político: sería tan bien recibido por la sociedad americana como una patada en el estómago. Sin embargo, parece que, de seguir las cosas como van, los republicanos no tendrían más remedio que proceder a una medida tan impopular.
Por supuesto, nada de ello hubiera sido necesario si Baby Bush no hubiera ido a darle de palos al avispero, a pelear una guerra y (sobre todo) mantener una ocupación en la que de nada sirve la superioridad tecnológica. Pero, en vista de la retórica machacona que continúa empleando, Bush sigue sin aprender de sus errores… y quizá quienes paguen el pato sean los jóvenes que, como sus padres, tendrán que optar entre acudir al llamado o pelarse a Canadá para eludir una guerra a la que no le encuentran sentido. Sí, la historia se puede repetir.
Consejo no pedido para echarse el salto del tigre: vea “Tres reyes” (Three kings, 1999), ácida crítica a la hipocresía de la guerra; y lea “Nacido el cuatro de julio” de Ron Kovic, que inspirara la película de Oliver Stone de 1989. Provecho.
Correo: francisco.amparan@itesm.mx