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Los políticos rastacueros

Gilberto Serna

Es la mayor locura que se haya visto en los últimos años. Al agraciado, Arturo Montiel Rojas, le levantaron el brazo, como a Jack Dempsey (1895-1983) en los tiempos románticos del boxeo, cuando aún se desconocía el tongo, vocablo que se utiliza después de una tórrida pelea, para indicar que ha sido sucia -esto es, que estuvo arreglada-. En 1919 el boxeador estadounidense fue proclamado campeón mundial de los grandes pesos, título que retuvo hasta 1926 en que fue vencido por Gene Tunney. Se hizo famoso, como ahora Montiel, por aceptar combates contra diversos adversarios en lapsos muy cortos. En cuatro días, Dempsey, derrotó a doce oponentes. Montiel, también experto en grandes pesos, pudo con cuatro, algunos super pesaditos, a los que mandó a la lona bien moqueteados, demostrando que un ladrón, que engaña a otros, tiene de menos seis años de perdón.

Durante su gestión en el Gobierno del Estado de México ha dado muestras de un egocentrismo desenfrenado al bautizar con su nombre, el de su progenitora y el de su cónyuge varias obras realizadas con dineros del erario público. Un César moderno dejándose llevar por el halago de sus colaboradores, que lo entronizan en vida, susceptible a aceptar falsos honores que dan la medida de cómo una persona puede ser capaz de envanecerse hasta el grado de perder el piso. -Alguno de sus cortesanos debió pronunciar las palabras dirigidas al Sumo Pontífice, en el momento de su elevación, sic transit gloria mundi, para recordarle lo frágil del poderío humano-.

La reacción que tuvo, al escuchar su nombre, en la ceremonia de la transparencia fue permanecer ajeno a lo que ahí sucedía, con mirada porcina, enterado desde antes del resultado, se había ido volando con la imaginación a su Shangri-La. Sus pensamientos los ocupaba en decidir dónde pondría su colosal estatua que, se dijo a sí mismo, deberá llevar una corona de laurel en la testa. Será de oro, dieciocho quilates, caviló. A Piedras Negras podría cambiarle el nombre de nuevo, por qué no, se dijo, me lo merezco. Antes se le denominaba ciudad Porfirio Díaz, en adelante se conocerá como ciudad Arturo Montiel. Una suave embriaguez se apoderó de él en medio de ensoñaciones e ideas fantasiosas. De pronto, sintió que alguien le agarraba el brazo, levantándolo en vilo, eso hizo que regresara al mundo real esbozando una gran sonrisa. A los otros se les había ido el color de la cara empalideciendo, no era para menos, sus aspiraciones se acababan de ir por el resumidero, se pusieron taciturnos, sombríos, atufados, apenas oían, sin oír, los gritos desgañitados de los asistentes dispuestos a apoyar al que fuera, en un país donde la democracia es un mito.

Iría a compartir el pan y la sal con los tucomes vencidos, no le quedaba de otra. Lo habían despreciado sentándolo en las sillas de abajo. No le hace, los había hecho morder el polvo. Ni se las olieron. Empero eran ahora más peligrosos que antes, no tenían nada que perder. De ahora en adelante Montiel traería a un cubiculario que probara sus comidas, como en los tiempos de la familia Borgia. Un paro cardiaco le puede dar a cualquiera. Aún lamiéndose las recientes heridas, poco a poco como despertando de una aletargada pesadilla los de Unidad Democrática no estaban muy seguros de lo que pasó. Igual que quien juega a la ruleta, poniendo el monto de su apuesta sobre la mesa, sin darse cuenta de que está cargada. Un día antes de que se conociera el resultado, su optimismo rayaba en un delirio desbordante convencidos que serían los elegidos del destino. Lo cierto es que el engreído de Arturo les jugó el dedo en la boca. Habían creído en algo que practican de a mentiritas en sus feudos. En fin, si desean cristalizar su legítima ambición, sin cambiar de acrónimo, tendrán que fundar un nuevo Tucom, ¡Todos Unidos Contra Montiel! Pronto veremos cómo las fuerzas vivas les pedirán que se registren, ¿dieron su palabra de honor que no lo harían?, me carcajeo, los políticos rastacueros no saben lo que es eso. La política es una guerra en que la traición es una virtud.

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