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Los restos del naufragio

Adela Celorio

El individuo que no se interesa por sus semejantes es quien tiene las mayores dificultades en la vida. De estos individuos surgen todos los fracasos humanos.

Hay sucesos que no se pueden mirar de frente, es más cómodo soslayarlos. La muerte es uno de ellos, es un horror y una tragedia que conozco de cerca. Ahora que ciento cincuenta mil muertos de un golpe, son el más terrible registro moderno del horror. Niños, ancianos, hombres y mujeres a los que la gran ola se tragó para devolver después los cuerpos ultrajados y sin vida. Las escenas me rebasan. Por el mero hecho de verlas en la pantalla, prefiero imaginar que tienen algo de irreal. Ante la dificultad de aceptar la impotencia que nos imponen las calamidades naturales, busco una explicación y la encuentro en la pobreza que obliga a la gente a morar en espacios imposibles. De pronto me hago consciente de los veinte millones de tercos que habitamos esta capital a sabiendas de su fragilidad y su tendencia a temblar con alarmante frecuencia. Me tranquilizo pensando que en esta postmodernidad en la que existen recursos para todo, debe haber ya formas de contener la furia de la naturaleza: edificios más resistentes, mejores alarmas, que sé yo... Todo menos caer en la aceptación de lo inevitable.

Pero estábamos en vísperas de Año Nuevo y por otra parte, ciento cincuenta mil muertos es más de lo que se puede asumir. Preferí cobijarme en la inocencia y atragantarme con las doce uvas -costumbre adquirida por cierto- sin permitirme pensar en el horror. Pero los restos del naufragio emergieron con las escenas de dolor y solidaridad que se están dando en el mundo. La gente que consternada busca la forma más eficiente de ayudar a los países afectados por el maremoto; me encara con mi indiferencia. Los estadounidenses aprovechan la ocasión para mejorar su deshilachada imagen y envían recursos que publicitan debidamente. No importa, también sirven.

Las grandes carencias de nuestro pueblo nos descalifican para enviar una ayuda significativa, pero no podemos -como intenté hacerlo yo- mirar el horror con distancia y frialdad porque eso significaría la muerte del alma. De esa alma de la que tanto nos jactamos los mexicanos. Huir de la realidad -con todos sus horrores incluidos- jamás nos hará mejores seres humanos. La información nos rebasa y sabemos más de lo que podemos asumir con sensibilidad. La pantalla que nos ha traído a casa la guerra, la caída de las Torres Gemelas y tantas otras ignominias, ha acabado por trivializar la muerte. Las noticias se entierran unas a otras y pronto no habrá más espacio para la desgracia asiática; sin embargo, esa ola debe sacudirnos a todos porque todos vamos en la misma nave.

adelace@avantel.net

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