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Los rostros acusadores

Gilberto Serna

Las versiones que se escuchan allá mismo son de que las oficinas encargadas de los desastres naturales no hicieron ni bien ni mal su trabajo, simplemente no lo hicieron. Las calles por donde se oían las notas del blues y del jazz permanecen en silencio, oyéndose tan solo el chapoteo del agua que las inunda, como una gran alberca en la que flotan los muertos que originó el diluvio. Los olvidados de la sociedad son los que, como siempre sucede, sufren las inclemencias del mal tiempo, obteniendo refugio en campamentos improvisados en los que duermen sin saber qué les depara el destino pues perdieron lo poco que tenían. El Gobierno está preocupado, tanto de la opinión publica doméstica como de la que se está produciendo en los demás países del mundo. Los críticos más encarnizados hablan de que sabían lo que sucedería y no se tomaron medidas para evitarlo o cuando menos menguar los resultados trágicos. Es llegada la hora de ocultar cadáveres y de prohibir fotos de los que perecieron, para que no se sepa del saldo de víctimas.

No tengo a la mano el dato de qué tanto pudo influir el que no se hayan tomado las medidas necesarias para capear el temporal que se avecinaba a las costas de Estados Unidos de América, a pesar de que oportunamente se previó cuáles ciudades correrían el mayor riesgo. Lo que sí sé, lo han consignado la mayoría de las agencias informativas, que una vez ocurrida la tragedia en la ciudad de Nueva Orleans, el presidente continuó en su rancho, en Crawford, Texas, con gran pachorra, como si afuera nada estuviera pasando. Sus empleados no atinaron a mover un dedo para paliar la crítica situación que estaban padeciendo miles de familias que sufrieron la embestida del huracán al que se le había dado el nombre de Katrina. Algunos comentaristas señalan que toda esa parálisis de los primeros días, tuvo su origen en que la mayoría de pobladores afectados son de origen afro-americano, gente pobre, en realidad miserables a los que no corría prisa ayudar. En lo íntimo de su ser no los considera sus semejantes, no había razón para dolerse de su precaria situación.

Hay en ese país una protesta en la que se escribe en cartelones la palabra shame, cuyo traducción a nuestra lengua es, ni más ni menos, vergüenza. Pero ¿qué significado se le da al vocablo?, si atendemos a que un hombre de vergüenza, es un hombre de pundonor que tiene en alta estima su propia honra, nos enteraremos que a quien iba dirigido el mensaje era a su presidente George W. Bush que, a raíz de lo sucedido en Louisiana, Mississippi y Alabama, perdió el respeto a su dignidad, al faltarle a su comportamiento el decoro necesario, abandonando a los damnificados a su suerte. También habrá que reconocer que el pueblo está avergonzado de tener esas autoridades. Se comenta, en cambio, la preocupación del presidente Bush por el bienestar de su mascota, lo que habla bien de sus sentimientos hacia los animales, pero en contrapartida se critica que no haya reaccionado con la debida celeridad para proteger a las personas que habían sufrido la embestida del meteoro. Cuando se decidió a salir de su escondrijo, apuntan, se escenificó una mascarada al abrir un puesto de distribución de comida en Biloxi, sólo para la foto del presidente en los periódicos. Abrazó a varias mujeres, que se entendía eran lugareñas, que sirvieron de comparsas para demostrar que su popularidad continuaba igual que antes del desastre.

No era para menos, sentimientos de culpa lo atormentan durante las muchas noches de insomnio. Las maldades que ha hecho acuden a su lecho como grandes sombras que amenazan con atenazarlo, alcanzando a reaccionar, como cuando era niño, escondiendo la cabeza debajo de las sábanas. Se empieza a dar cuenta de que es un mortal como cualquier otro, que no está lejano el día en que tendrá que rendir cuentas al creador. Hay momentos en que las tinieblas lo envuelven como una mortaja, haciéndolo transpirar por todos los poros de su cuerpo. Al conciliar el sueño, con la boca reseca y el corazón latiendo a todo lo que da, cae en un profundo abismo donde hombres uniformados de gala lo transportan, sintiendo un escalofrío que le recorre la columna vertebral, al percibir que manos piadosas lo cubren con la bandera de las barras y las estrellas, pudiendo ver, con ojos que ya no ven, lóbregas entidades que se aproximan mascullando su nombre. Postrado encima de un furgón de artillería tirado por caballos, advierte que es conducido a su sepulcro en el cementerio de Arlington, una cavidad que se parece a un bostezo lo espera. ¿Qué pasó?, se pregunta, ¿dónde quedaron los días de fasto en que era ovacionado como hubieron de serlo los más grandes patricios de la Roma antigua? Todo fue una ilusión. Ha empezado el desfile de rostros acusadores que lo perseguirán toda la eternidad. ¿Dónde quedó el orgullo?, ¿dónde la arrogancia?, ¿en qué lugar quedó la vanidad?, ¿dónde la soberbia?

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