El rey Cleto desesperaba porque nadie hacía caso de sus palabras. Su consejero le explicó:
-Es que a las palabras se las lleva el viento.
El rey entonces emitió un decreto por el cual ordenaba que a las palabras ya no se las llevara el viento. Su mandato fue obedecido, porque a las palabras ya no se las llevaba el viento. Y sucedió que, como el viento ya no se las llevaba, las palabras se fueron acumulando en la ciudad de Cleto. Surgió una montaña de adverbios, conjunciones y preposiciones; los niños se perdían entre los adjetivos; a las mujeres los sustantivos les pesaban, y a los hombres los verbos los hacían titubear, vacilar, tropezar, trastabillar, trompicar y caer. Las interjecciones obligaban a todos decir cosas como: "¡Ah!", "¡Eh!" y "¡Oh!".
Cleto, azorado, promulgó otro decreto ordenando que otra vez a las palabras se las llevara el viento. Pero como en virtud de esa ley nueva a las palabras se las llevó el viento, el decreto no fue obedecido. Las palabras siguen acumulándose en la ciudad de Cleto. Ya nada más asoma sobre ellas la veleta del palacio real.
¡Hasta mañana!...