Este señor amable y eficiente se llama Juan Tovar. Pasa por mí al aeropuerto de la Ciudad de México para llevarme a Puebla. El paisaje es hermoso en el camino: praderas y maizales verde tiernos; erguidos encinales y pino casi negros tras la lluvia. Por arriba pasa un rebaño de nubes como vacas mansas.
-Es una pena que el cielo esté nublado -dice mi compañero-. No podrá usted ver a don Goyo.
Don Goyo es el Popocatépetl. Le digo a Juan que en Puebla tuve un amigo inolvidable: Jesús Dávila Fuentes. Con él vi muchas veces el volcán. Murió mi amigo ya, menciono con tristeza. Juan me corrige: un buen amigo vive para siempre.
De repente las nubes se disipan y el volcán aparece más bello y más volcán que nunca antes lo vi: albo de nieve, coronado por una blanca fumarola y con cendal de brumas a sus pies.
-¿Lo ve? -me dice Juan con toda naturalidad-. Su amigo sopló las nubes para que usted pudiera ver el Popo igual que lo veía con él.
Y yo le creo. No es difícil creer en el misterio cuando lo ves.